El nombre del mundo es crimen

Un arcoiris de escritorxs de policiales del mundo entero se reunieron en Frankfurt para hablar del crimen global

 

¿Se acuerdan cuando globalización era una palabra estimulante? Esos tiempos en que los avances tecnológicos permitían alentar la ilusión de un mundo que, al interconectarse en tiempo real, podía integrarse como comunidad y dejar de actuar como bolsa de gatos sin perder las idiosincracias de cada cultura. No tardamos mucho en comprender que, más allá de las ventajas de internet y del turismo internacional convertido en deporte (¿recuerdan, también, cuando el 80 por ciento de los restaurantes de Buenos Aires eran parrillas o menú italiano/español?), la globalización tenía un lado oscuro.

Lejos de ayudar a que el mundo se asumiese como comunidad interdependiente —nos guste o no, todos viajamos en la misma nave—, la nueva tecnología profundizó las diferencias. Nadie le sacó el jugo a la globalización mejor que los poderosos del orbe, mucho más ricos hoy de lo que lo eran hace treinta años. La tecnología inclinó la cancha en beneficio de los que pueden contratar a los mejores técnicos como parte de su ejército virtual. Y así estamos hoy: lidiando con un gobierno cuyo modelo de Argentina atrasa un siglo —vamos camino a ser una reedición de la república conservadora de Roca—, en un mundo dispuesto a relanzar la Guerra Fría con nuevo packaging. Sólo que Trump y Putin tienen más de Maxwell Smart y Siegfried que de Kennedy y Khrushchev. (Aunque, eso sí, cuentan con un arsenal infinitamente más destructivo.)

Hace unos meses —movidos por la edición alemana de mi novela sobre Rodolfo Walsh, El negro corazón del crimen— me invitaron a participar de un festival literario llamado Litprom, que este año discutió en Frankfurt un tema que me pareció oportunísimo: Crimen global, o la literatura criminal como código global. Hasta no hace tanto, la mera mención de crimen global hubiese suscitado en nuestras mentes la asociación con una clase específica de delitos que hacen del cruzar fronteras parte de su juego esencial: contrabando, tráfico humano, drogas. Pero en el contexto actual, donde las mafias financieras saltan de un país a otro como un virus, exprimen hasta la última gota y fugan con la velocidad que garantiza la tecnología contemporánea, cuando hablamos de crímenes globales ya no nos limitamos a pensar en delitos de naturaleza sórdida y violenta, perpetrados por villanos de países subdesarrollados. No, no: en estos días, el crimen global no es un fenómeno marginal sino la clave del sistema.

 

 

Durante buena parte de la experiencia que se pudo historiar, la especie humana tendió a institucionalizar sus prácticas sociales. La monarquía —por ejemplo— era un sistema consagrado y formalizado, que sólo dejaba de ser funcional cuando la herencia coronaba a un cretino; pero que por lo demás, marchó largamente sobre rieles. Lo mismo podría decirse de nuestros sistemas legales, corregidos y aumentados a medida que las sociedades se tornaban más complejas. El problema es que —exagero para fijar imágenes, como dice un amigo— hubo un(os) momento(s) en que los delincuentes más desfachatados del orbe se dijeron: ¿Para qué seguir siendo marginales, rabiando contra policías, jueces y políticos, cuando tenemos cash para comprarnos el sistema entero? (Un tiempo de inflexión fue aquel durante el cual los Estados Unidos empezaron a sentir el esfuerzo económico de la participación en la Segunda Guerra, y su conducción política decidió ser más indulgente con los mafiosos, que ya no sabían dónde esconder sus billetes.)

Por eso la profusa mitología sobre el narco, o el pandillero, o el pibe chorro es casi siempre reaccionaria. Una variante contemporánea del cuento infantil del hombre de la bolsa: es lo que nos dicen los que tienen verdadero poder sobre nuestras vidas, para que creamos que el villano es otro y los dejemos manipularnos en paz.

 

United Crimewriters of Benetton

Llegué a Frankfurt en medio de una nevada etérea. Los copos bailaban a la altura de las narices, negándose a ensuciarse con el suelo. El contraste con el verano porteño del que provenía no podía ser más grande. Frankfurt es una ciudad que, a diferencia de Buenos Aires, no está peleada con el río a cuyos márgenes creció. (Para empezar lo incorpora a su nombre formal, que es Frankfurt am Main. Para vanagloriarse de sus rascacielos, la broma es decir que Frankfurt debería llamarse Mainhattan.) Pero además de ser el centro financiero más grande de la Europa continental, Frankfurt es también notable por su empuje cultural. De las cuatro o cinco veces que me han invitado aquí, dos de ellas fue para participar de su feria del libro, que es la más grande del mundo. En otros tiempos podría haber hablado de la pujanza de Buenos Aires en términos parecidos, pero ya no. Como en tantas otras áreas de su competencia, el gobierno asumió la cartera de cultura instruyendo a sus funcionarios para que, en lugar de potenciarla, la devastaran.

No es extraño que en Frankfurt les interese el género criminal. Después de todo, se trata de la literatura más popular del mundo. Un tercio de los paperbacks que hoy se venden en el planeta —ediciones en rústica, digamos, o si prefieren: libros de tapa blanda— son lo que habitualmente, y de modo cada vez más erróneo, llamamos policiales. El 51 por ciento del lectorado femenino mundial los lee, superando por mucho a su contraparte masculina, que apenas llega al 37 por ciento. Es, además, el género de mayor diversidad en materia de autores: a diferencia de otros, que suelen ser cultivados en su enorme mayoría por escritorxs de habla inglesa o a lo sumo francesa —los mismos, dicho sea de paso, que pretenden ser dueños del copyright de todos los géneros en el mundo de la narrativa audiovisual—, los fans de la novela criminal tienen un paladar más internacional. Por eso es habitual que consuman novelas colombianas, españolas, italianas o noruegas, en sus correspondientes traducciones: si hay algo que no tiene patria es nuestra compulsión a meter la gamba con consecuencias fatales.

Por eso lxs escritores invitados a esta edición del Litprom parecíamos una publicidad de Benetton: Jeong Yu-jong es coreana, Gary Victor es haitiano, Candice Fox es australiana, Deon Mayer es sudafricano, Mercedes Rosende es uruguaya, Chan Ho-Kai es chino, Patricia Melo es brasileña... Por supuesto, cada uno aporta al género desde las particularidades de su circunstancia. Algunos libros de Gary Victor están protagonizados por un policía políticamente incorrecto, el inspector Duval ("sexista, pero no racista", aclara), y muchos apelan a aspectos del vudú que en su país son indistinguibles de la realidad de la que hablan los medios. Patricia Melo es sensible a la violencia que las mujeres sufren en su país, que lo ha ubicado en el quinto puesto mundial en materia de femicidios, y da una explicación a la situación actual de Brasil que resuena en mis oídos argentinos: se trataría —dice— del problema que deriva de convertir los derechos individuales en un fetiche por encima de los derechos ajenos, lo cual deriva inevitablemente en "una disminución del valor de la vida". Y Deon Meyer, desde la admisión de la violencia que sigue siendo parte indivisible de la sociedad sudafricana, propone esta regla para explicar por qué la novela criminal que viene de Noruega, Suecia y Dinamarca es tan sangrienta: cuanto menos violencia real existe en un país dado, más teatrales y efectistas son los crímenes que imaginan sus escritores.

 

El sudafricano Deon Mayer.

 

Me inclino a estar de acuerdo. Los que estamos inmersos en violencias cotidianas —aquellos que nos convertimos involuntariamente en expertos sobre las mil y una variantes de la violencia que practica el poder, más allá de las balas, el puñal y el veneno literales— tendemos a ser sobrios al respecto. Por algo no sabemos de muchos asesinos seriales latinoamericanos. Se dice que lo que anima a los serial killers es la necesidad de sentir poder de vida y muerte sobre sus víctimas. Y dada la envidia que les produciría lo que en materia de devastación logran las políticas neoliberales en nuestros países, cualquier aspirante a asesino serial caería entre nosotros en una depresión profunda.

 

La divina tragedia

Esta literatura se convirtió en un código global —una suerte de esperanto narrativo, sólo que exitoso— porque más allá de nuestras peculiaridades culturales, los crímenes que padecemos o vemos que se cometen ante nuestras narices son comunes o equivalentes en cualquier parte del orbe.

Antes parecían derivar exclusivamente de las debilidades de la especie: los celos, la inseguridad, la envidia, la codicia, el deseo. Y en consecuencia, su examinación se concentraba en nuestra naturaleza como individuos. Ahora que la maquinaria del mundo contemporáneo facilita la comisión de crímenes globales, advertimos que su razón de ser se concentra en apenas una de nuestras características como animales agresivos: la ambición sin límites, esclava de una visión mediata —ganar lo más posible, al más corto plazo— que impide ver más allá de las propias narices.

¿Durante cuánto tiempo nos hemos burlado, por exageradas, de las películas de espías y superhéroes cuyos villanos planean destruir al mundo? Y sin embargo vivimos una realidad en la que abundan los supervillanos —en general vinculados a las estafas financieras, a la industria armamentística y a las energías no renovables— que empujan a la destrucción simplemente porque no pueden frenar su compulsión a forrarse cada vez más y a convertirse, así, en los más ricos del cementerio planetario. Por eso ahora, aunque pudiese reducirse la intención original de cada criminal a un impulso personal, no hay que olvidar que un criminal global no mata con un arma palpable —una daga, una 9 mm— sino a través de una serie de trámites que el sistema financiero le permite y el sistema legal avala, o al menos no persigue como debiera; y cuando el crimen se lleva a cabo con un arma convencional, suele ocurrir bajo el ala protectora del poder establecido, "en cumplimiento del deber" y por un asesino vestido de uniforme que —al mejor estilo Chocobar— no aspira a recibir castigo sino medallas. En este sentido, lxs escritorxs presentes en Frankfurt coincidimos en que todo crimen global es, hoy, político en su esencia.

Los peores criminales de hoy no se parecen al Petiso Orejudo sino al Gordon Gekko de Wall Street. No viven en la clandestinidad —aunque algunos de ellos tienen el tino de evitar toda figuración, empezando por la frívola— y en su mayoría practican profesiones liberales. Y sus modalidades delictivas no son un efecto indeseado del sistema sino su corazón, aquello que pone en marcha todo lo demás. Son a las sociedades contemporáneas lo que Microsoft a nuestras compus. Y la casta política mundial lo sabe, razón por la cual no suele meterse con el sistema operativo: teme que si se cae, caerá también.

Lejos quedaron los tiempos de la literatura criminal como pasatiempo ingenioso a la inglesa; y también la cosmovisión del policial negro de los '30 y '40, para el cual el crimen era la consecuencia inevitable de un sistema imperfecto. Nuestra noción del crimen ha cambiado: ya no es individual sino institucional, algo que finalmente entendimos gracias al trabajo de escritores seminales desperdigados por el mundo, entre los que cabe mencionar a Walsh. (Que es poco y nada conocido en Alemania como narrador, a pesar del trabajo de difusión a escala de hormiga hecho por gente como Karen Saban, que lo incluyó con fórceps en un seminario sobre literatura testimonial latinoamericana en la Universidad de Heidelberg.)

 

La uruguaya Mercedes Rosende.

 

Al prestar atención a otra clase de crímenes, el género se modifica con ellos. Thomas Wörchte, curador del festival, reconoció en la apertura que la literatura criminal está poniendo a prueba formas nuevas a las cuales denominó híbridas. Los detectives más o menos convencionales seguirán existiendo, pero las realidades de hoy, bajo la luz de una conciencia nueva, llevan los relatos en direcciones insospechadas. Mercedes Rosende escribió una novela en la cual el crimen es el vertido de basura contaminante en un sitio prohibido. El negro corazón de crimen es la historia de un escritor de policiales convertido en detective, que sabe quién es el criminal y encuentra cómo probarlo, pero se encuentra con la barrera de un Poder Judicial corrupto y de una prensa adicta: ningún happy ending, acá, que no sea la satisfacción de someterse a la luz desnuda de la verdad. En Ilegal, Max Annas pone a un indocumentado en el brete de ser testigo de un asesinato y advertir que se acusa por el crimen a un ciudadano negro al que sabe inocente. Y Gary Victor escribió la historia de un aspirante a senador en Haití que, para asegurarse la victoria electoral, se entrega a los designios de un hechicero vudú. Sonará delirante pero no lo es tanto. En nuestro país muchos de los que aspiran a ser elegidos se someten al hechicero Durán Barba o se prosternan ante el altar de la Embajada.

 

El haitiano Gary Victor.

La sensación que compartimos entre los escritorxs y el público local que llenó las instalaciones de la Literaturhaus fue que podíamos manifestarnos optimistas sobre el género, aunque —ay— no precisamente respecto del mundo. Es cierto que pocas narrativas están más atentas a las condiciones cambiantes a las que se ve arrojada nuestra existencia, y son más receptivas a incorporar temáticas y formas nuevas. Patricia Melo recordó la frase de uno de los grandes renovadores del género, James Ellroy, que alguna vez dijo que la literatura criminal de hoy era la prolongación de la tragedia griega. Quizás lo sea, en el sentido en que grafica las infinitas formas con las que volvemos a tropezar con las mismas piedras, al menos hasta que entendamos que no basta con cambiar de compu — lo que hay que hacer es cambiar de sistema operativo.

Al menos quedó claro que cuando hablamos de crimen global, todos sabemos a qué nos referimos a pesar de provenir de las latitudes más variadas. Otra cosa es sin embargo el crimen de los globos, que sigue siendo una especialidad argentina.

 

 

 

 

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