El otro lado de la pared

A 40 años del lanzamiento de "The Wall" de Pink Floyd

 

El mundo que en el '79 encaraba la recta hacia el fin del siglo ya no existe. Hablo de un planeta sin celulares ni internet, donde Lennon estaba vivo y pocas cosas parecían más sólidas que el muro que dividía Berlín. Mi recuerdo del adolescente que fui por entonces es difuso. Aquel fue el año que cortó el cordón umbilical que me unía al territorio diurno de la infancia —entre Flores y Caballito— y me lanzó, mediante un viaje vespertino que se me antojaba interminable, al Conurbano donde cursaba periodismo en una universidad nacional. No me creo capaz de reconocer aquellas calles de Lomas, Temperley y Adrogué, que en mi cabeza tienen la consistencia de los sueños. Pero sí recuerdo el miedo, aquel placard del que salía la ropa que usaba a diario; mi fobia a los canas, que me impulsaba a dar la vuelta a la manzana con tal de esquivar a los tipos vestidos de azul. Y también —extrañamente, o no tanto— recuerdo la impresión que me produjo la escucha de The Wall, ese disco doble de Pink Floyd que en pocos días más (¡el 30 de noviembre!) cumple 40 años.

Era un disco raro, por donde se lo viese. Para empezar, no se parecía a ningún otro de los que lo habían precedido. Yo no lo sabía entonces, pero los Floyd se habían peleado con Storm Thorgerson, el diseñador de la compañía Hipgnosis que creó las tapas icónicas de El lado oscuro de la luna, Wish You Were Here y Animals. Esta tapa era la nada misma: un muro de ladrillos pintado de blanco. (La edición internacional le agregó el nombre de la banda y el nombre del disco, pero la original estaba desnuda.) Y la música era igualmente desconcertante. Ya no había paisajes sonoros de otros mundos, que flotaban en el espacio insondable de nuestro cosmos mental. Era como si los Floyd hubiesen saqueado una discoteca ajena, mezclado las canciones en un balde y arrojado el contenido sobre esa misma pared, para verlo chorrear. Sonaban con una crudeza que no se habían permitido  —más rockeros que nunca, y a la vez menos rockeros que nunca—, produciendo un mar de ruidos (aviones de guerra, bebés, voces que recitan textos dramáticos, botas militares en el unísono de una marcha) donde boyaban canciones de los registros más variados: desde la fanfarria épica de Bring the Boys Back Home, pasando por la marcha con coros infantiles de Another Brick In The Wall y llegando, en The Trial, a una opereta hecha y derecha.

 

Pink Floyd en la época en que era sinónimo de música "espacial".

 

La cosa empezaba a cobrar sentido cuando uno pescaba el hilo argumental. Porque The Wall era una obra conceptual, o lo que por aquel entonces se llamaba ópera rock: una colección de canciones que contaba una historia, y que en el mejor de los casos también suponía un desarrollo musical coherente. (Como los rockeros no solían provenir de la academia, en general sus "óperas" se parecían más a un patchwork de canciones que a una progresión.)

El subgénero era un subproducto de la época en que el rock empezó a tomarse demasiado en serio. Musicales como Hair (1967) tornaron posibles discos como Tommy (1969) y Quadrophenia (1973), de The Who, que no tardaron en producir versiones escénicas y fílmicas mientras el formato degeneraba en obras indulgentes como Las seis esposas de Enrique VIII (1973), de Rick Wakeman. En 1974 Peter Gabriel empujó a sus colegas de Genesis en dirección a una obra conceptual que ya intuía un cambio de vientos. El protagonista de The Lamb Lies Down On Broadway era un neoyorquino de origen portorriqueño, Rael, a quien se podría llamar proto-punk. Porque en el '76, el movimiento punk llegó al fin para pinchar la burbuja de la pretensión que se había apoderado del rock. Y en 1979, Roger Waters —bajista de Floyd y eminencia gris detrás de The Wall— ya no podía hacerse el gil. Tan pronto el punk cambió las reglas del juego, Pink Floyd se convirtió en algo tan artificial y desconectado de la vida de sus fans como el cerdo inflable que flotaba durante las presentaciones de Animals.      

 

 

 

 

Por eso tienta pensar en The Wall como el canto de cisne de las óperas rock. La obra conceptual que, con conciencia de trabajar ya entre las ruinas, clausuró una forma.

Waters usó como materia prima la alienación que empezaba a sentir durante las giras internacionales de la banda. Los '70 fueron la década durante la cual tocar en estadios se volvió convención. El salto de escala —de los teatros a las arenas deportivas— también supuso una transmutación del hecho artístico. La cosa deviene algo más propio del coliseo romano que de lo escénico: los músicos no pueden ver más que al público que está al pie del tinglado, el resto es una masa informe que, a su vez, no registra a los músicos más que como hormiguitas y por eso depende de los recursos tecnológicos —pantallas gigantes, cerdos voladores— para entretenerse, en especial cuando la música deja de ser muscular para aventurarse en otros paisajes.

 

 

 

 

Según se cuenta, en el '77 Waters estalló durante un concierto en Montreal contra un grupo de fans, que parecían más dispuestos a joder y gritar que a escuchar la música, y los escupió desde el escenario. (Desde el '76, escupir al público y ser escupido por él era parte de la ceremonia del punk; detalle de un simbolismo que un tipo tan despierto como Waters no puede haber pasado por alto, aunque más no fuese a posteriori — el rocker ahíto y millonario, entregándose al gesto del reencuentro con su furia original.) De allí a la creación de Pink, el rockero alienado que protagoniza The Wall, no mediaba más que un paso... u otro escupitajo.

La alienación no era un tema nuevo para Waters. El descenso en la locura del guitarrista original de Floyd, Syd Barrett, le había proporcionado la materia narrativa que alimentó canciones como Brain Damage y Shine On You Crazy Diamond. Pero hasta entonces proyectaba el tema sobre la pantalla de Barrett: lo contaba en tercera persona, objetivándolo. The Wall, en cambio, es Waters asumiendo su propia alienación, psicoanalizándose —o sometiéndose a un exorcismo— a la vista de todo el mundo. La imagen del muro (wall) que el protagonista erige metafóricamente para protegerse de la realidad, y que con el tiempo lo aisla de todo y de todos, cobró entidad en las presentaciones en vivo: durante el show se construía literalmente una pared entre la banda y el público, hasta que al final se lo "destruía" en un gesto catártico que simbolizaba la liberación de Pink.

 

 

 

 

El tema de apertura, In The Flesh? (¿En persona?), es Pink recibiendo al público ("¿No es esto lo que esperabas ver? / Si querés descubrir qué hay detrás de estos ojos fríos / Vas a tener que usar tus garras para ir más allá del disfraz") y ordenando a su equipo que ponga en marcha la maquinaria del show. The Thin Ice (El hielo delgado) es Pink reviviendo su experiencia como bebé, pero desde la consciencia de la precariedad de esa felicidad primigenia. En Another Brick In The Wall, Part 1 despide al padre que morirá en la guerra —como el de Waters— sin dejarle nada más que "una foto en un álbum". The Happiest Days of Our Lives (Los días más felices de nuestras vidas) es Pink repasando las crueldades recibidas durante su paso por el sistema educativo, a manos de docentes perversos que "exponen cada debilidad" de sus alumnos pero a su vez, por las noches, son víctimas de "esposas gordas y psicopáticas" que los castigan físicamente hasta casi matarlos.

La experiencia de escuchar Another Brick In The Wall, Part 2 durante la dictadura —así como la de ver la canción en el contexto del film de Alan Parker del '82, con sus niñes portando caretas idénticas y cayendo dentro de una picadora de carne— era escalofriante. Pero los censores eran brutos y se perdieron el cariz subversivo de la canción: "No necesitamos educación / No necesitamos control mental / Nada de oscuros sarcasmos en el aula / Maestros, dejen solos a los chicos / Después de todo, es apenas otro ladrillo en la pared". Para cuando llegó el film y en la pantalla les pibes se quitaban las caretas y destrozaban la escuela, ya era tarde para Galtieri & Co.

 

 

 

 

Mother es Pink recordando a su asfixiante progenitora. ("Mami va a hacer realidad todas tus pesadillas / Mamá te va a transferir todos sus miedos... / Por supuesto que mamá te ayudará a levantar la pared".) Goodbye Blue Sky (Adiós cielo azul) actualiza el trauma de vivir en una ciudad que podía ser bombardeada en cualquier momento. ("¿Viste a los que estaban asustados? ¿Oíste caer las bombas? Las llamas se han ido pero el dolor permanece".) Empty Spaces trae a Pink al presente, donde llama a su esposa a través del océano para que en su propia casa le responda un hombre desconocido. ("¿Qué usaremos / para llenar los espacios vacíos / donde solíamos hablar?") En Young Lust (Lujuria joven), Pink apela a la compañía de una groupie. Las frases que la chica suelta al comienzo de One of My Turns suenan con la verosimilitud del registro textual: "¿Todas estas guitarras son tuyas? Este cuarto es más grande que mi apartamento... Wow, mirá esta bañera... ¿No querés tomar un baño?" Lo que Pink / Waters canta a continuación refleja su estado de ánimo con elocuencia:

Día tras día, el amor se pone gris

Como la piel de un hombre moribundo.

Y noche tras noche, pretendemos que está todo bien

Pero yo me he puesto más viejo

Y vos te pusiste más fría

Ahora nada es demasiado divertido, definitivamente.

Y yo puedo sentir que uno de mis ataques se aproxima

Me siento frío como una hoja de afeitar

Tenso como un torniquete

Seco como el tambor que suena en un funeral.

A continuación, Pink enloquece. (En el film de Parker destroza la habitación del hotel y arroja su televisor, una escena que en la vida real se tornó mandatoria para los rockeros con deseo de sacar patente de tales.)

 

 

 

 

Don't Leave Me Now (No me dejes ahora) es la canción de un hombre que sabe que se está ahogando. Goodbye Cruel World es una despedida. Hey You —una de las canciones más bellas— es la voz que lo alcanza en plena sobredosis, pidiéndole que "no se rinda sin dar pelea" y que "abra su corazón". Pero esa llamada a sentir esperanza es "sólo una fantasía / El muro ya es demasiado alto, como podés ver" y Pink siente que no podrá liberarse. A pesar de ello se pregunta: Is There Anybody Out There? ("¿Hay alguien ahí afuera?") En Nobody Home, la respuesta es negativa: "Cuando trato de llegar a vos / A través del teléfono / No hay nadie en casa". (La descripción de ciertos rasgos del rockero prototípico es precisa: "Tengo la permanente obligatoria al estilo Hendrix / Y las quemaduras inevitables / En la pechera de mi camisa favorita de satén / Tengo manchas de nicotina en los dedos / Tengo una cucharita de plata en una cadena / Tengo un piano de cola para sostener mis restos mortales".)  

En ese estado alucinado recuerda a la cantante Vera Lynn, célebre durante la guerra, y oye un coro marcial que pide que "traigan de vuelta a los muchachos", mientras de fondo se oye que alguien llama a su puerta. En Confortably Numb lo asiste un médico, inyectándolo para sacarlo de la sobredosis mientras acaricia una epifanía que trata en vano de recordar: "Cuando era niño / Pesqué una visión pasajera / Por el rabillo del ojo / Me di vuelta para verla pero ya se había ido / Ahora no puedo ni describirla / El niño ha crecido / El sueño se ha ido / Y yo me convertí en alguien confortablemente entumecido". Así drogado lo arrastran al escenario, donde The Show Must Go On. ("El show debe continuar".)

 

 

 

 

In the Flesh (En persona) retoma la canción inicial, pero ahora Pink da rienda suelta al poder de semidiós que se le ha conferido dada su condición de estrella y, sabiendo que nadie le pondrá límites, vira hacia el fascismo. Pide que su público separe de la masa a los putos, los judíos y hasta a los fumones, y concluye: "Si pudiese salirme con la mía, los fusilaría a todos". En Run Like Hell lanza a sus fans contra los discriminados y les recomienda que corran por sus vidas. En Waiting For The Worms (Esperando a los gusanos), su fantasía nazi se desata: "Esperando para limpiar la ciudad... / Esperando para ponerme una camisa negra / Esperando para desmalezar a los débiles... / Esperando a que la solución final / Fortalezca nuestra cepa... / ¿Te gustaría ver a Britania mandando otra vez, amigo?" Entonces sobreviene Stop, en la cual reacciona y pide "volver a casa / Quitarme este uniforme / Y abandonar el show". En The Trial tiene lugar un juicio donde testifican su maestro y su madre, al cabo del cual se lo condena a "ser expuesto ante sus pares" y el juez ordena que el muro sea derribado.

 

 

 

 

Todo culmina con Outside the Wall, donde se afirma que "los corazones sangrantes y los artistas / Se la juegan  / Y cuando se han dado enteros / Algunos tropiezan y caen, después de todo no es fácil / Eso de andar golpeando con tu corazón contra el muro de cualquier tipo medio demente".

La recepción que obtuvo el disco fue más bien equívoca. Empezando por los mismos ejecutivos de la Columbia, que lo definieron como una obra difícil y le ofrecieron a Waters menos derechos de autor con la excusa de que se trataba de un álbum doble. (Según la leyenda, un señor de traje le ofreció zanjar la disputa con una moneda y Waters le contestó: "¿Por qué habría de poner en juego algo que me pertenece?") Las ventas del disco fueron fenomenales, pero las críticas distaron de la aprobación unánime. El legendario Robert Christgau, del Village Voice, definió The Wall como "una obra épica sobre las tontas tribulaciones de una estrella de rock".

¿Tenía razón Christgau? Oh yeah. En más de un sentido The Wall era la más autoindulgente de las obras conceptuales del rock, porque consideraba que el trauma privado de un artista —pobre niño huérfano con madre hinchapelotas que se siente alienado y a quien ni siquiera su público entiende, bu hu— merecía ser representado por las dimensiones elefantiásicas del disco, su puesta en escena y el film ulterior. El riesgo de malinterpretar The Wall era grande, y tenemos evidencia de gente inteligente que lo usó para detonar en su vida el trip equivocado. (Cierto rockero nuestro, a quien por lo demás adoro, se identificó con Pink y su alienación al punto de creer que eso le daba derecho a destrozar hoteles y hacerle desplantes a su propio público; al hacerlo, perdió de vista que sólo se puede ser verdaderamente rock star si uno es inglés o estadounidense y forma parte de una trillonaria industria cultural. Cuando uno produce música popular en Latinoamérica, nuestro contexto político y social lo transfigura todo.)

 

Una ensoñación fascista que sólo anticipaba la Europa de hoy.

 

 

Pero lo que Christgau se perdió es que Waters era consciente de esa autoindulgencia, y que The Wall era un intento de detonarla desde adentro, como al muro del título. Por una parte, The Wall era Pink Floyd trabajando muy lejos de su zona de confort. La temática de la alienación no era nueva en la banda, pero las canciones que los habían hecho famosos trataban el tema desde una distancia zen y mediante un sonido que para la época era sibarítico. En The Wall, en cambio, todo sonaba sucio —cortesía del productor Bob Ezrin, imagino— y la música también estaba alienada. (Volver a escuchar la obra entera me produjo un ramalazo de la vieja angustia, aun a pesar de las décadas que me separan de la escucha original.) Ahora la música era decadente de modo deliberado, compuesta para sonar en una arena concebida como circo romano y explotar la ironía de esas situaciones.

Porque —este es el otro aspecto que Christgau parece haber minimizado— pocas obras tematizan la esencia fascista del estrellato como The Wall. Esa tendencia a endiosar a ciertas figuras, por lo general artistas, los separa del común de los mortales y les confiere un poder que, por no estar fundado en ningún principio racional —tener un look icónico y hacer canciones o películas populares no te vuelve necesariamente lúcido, y mucho menos humilde o justo— tiende con naturalidad al desborde. Pink no se vuelve facho porque sea facho: se vuelve facho porque puede, porque la situación lo habilita y sabe que nadie le pondrá límites. Al adoptar en público la misma ideología que su padre combatió en territorio europeo al punto de dar su vida para frenarla, lleva la situación al extremo, está pidiendo que lo detengan, que le pongan freno.

Pero nadie lo hace. Quien termina diciendo stop es él mismo, a un precio que el álbum no aclara del todo. Lo único que entendemos es que el juicio (The Trial) tiene lugar dentro de su propia cabeza, y que —paradójicamente— puede que Pink haya vuelto a la cordura a costa de su sanidad mental. La letra de la canción final, Outside the Wall, sugiere que Pink está internado, desde que "aquellos que te aman de verdad / caminan para acá y para allá del otro lado de la pared".

 

El mundo de hoy: de "El grito" de Munch...

 

...al grito que las masas expresan hoy en el mundo entero.

 

 

 

Lo que Waters sugiere es que, de algún modo, Hitler y el Eje perdieron la batalla pero el fascismo ganó la guerra, porque se convirtió en columna vertebral de nuestra cultura y volvió a formar parte del menú político, aunque con otro disfraz. No olvidemos que Waters concibió The Wall en 1979, el año en que Margaret Thatcher llegó al poder en Gran Bretaña y poco antes de que Ronald Reagan —¡una estrella de cine!— se convirtiese en Presidente de los Estados Unidos. A Waters no se le escapó que las masas empobrecidas por el neoliberalismo, a las que no se les ofrecía más que látigo y entretenimiento, estaban a un tris de ser seducidas por el fascismo explícito. El bajista tenía claro que Pink no sería el primer rockero en coquetear con los símbolos nazis: en el videoclip de Pretty Vacant (1977), Johnny Rotten de los Sex Pistols ya había vestido una remera con una esvástica, un crucifijo invertido y la palabra DESTROY. A diferencia de Waters, les chiques punk habían nacido después de la Guerra y usaban accesorios de lo que se llamaba nazi chic —cascos, gorras, brazaletes, ropa de cuero al estilo de las SS— tan sólo porque sabían que ofendía a sus viejos. Lo único que hacía falta para que esos chiques y sus mayores encontrasen territorio común era tiempo; cuarenta años después, muchos ex punks al igual que sus padres son hoy nacionalistas, racistas y parte del fenómeno del resurgimiento de la derecha en Europa.

Si quieren pruebas de que The Wall era mucho más que la autoindulgencia que Christgau percibió, no hace falta más que ver las noticias. Waters anticipó la tendencia hacia el fascismo concreto y la imbecilización de ciertos sectores sociales que recién hoy llegó a punto caramelo. A muchos les cuesta verlo porque la proximidad resta perspectiva, pero el poder conferido por la vía del voto a fantoches como Trump, Bolsonaro y Macri es un escándalo; comparado con ellos, Nerón es un monarca sensato y ajustado a la realidad. A cuarenta años de su lanzamiento, The Wall es mucho más que la versión musical de El grito de Edvard Munch: es una parábola sobre el curso de colisión de Occidente — la descripción de un arco dramático que todavía no arribó a su acto final, aunque se lo presienta cercano.

 

Pink Floyd, durante una de las presentaciones originales del álbum.

 

Resulta irónico que, para realizar The Wall, Waters se haya visto compelido a imitar a Pink en alguno de sus peores rasgos. (Su despotismo llegó al extremo de echar de la banda al tecladista Rick Wright, para a continuación humillarlo aún más y contratarlo como músico de sesión de la gira... ¡de lo que hasta ayer había sido su propio grupo!) Porque, a juzgar por la historia de las décadas siguientes, aun cuando marcó un punto de crisis al que Pink Floyd nunca se sobrepondría, The Wall consiguió arrancar a Waters de su burbuja de rockero solipsista y decadente. De allí en más, se convirtió en uno de los artistas menos eurocéntricos y más conectados con la realidad mundial.

Desde 2009 ha sido un crítico vocal de la política del Estado de Israel contra los palestinos, llegando a sumarse desde 2011 al movimiento BDS (Boycott, Divestment and Sanctions) que protesta de forma no violenta contra el apartheid que allí tiene lugar — y del que cualquiera que haya pisado Palestina, como yo lo hice dos veces, puede dar fe. Ya habían pasado décadas del estreno de The Wall cuando el Estado de Israel levantó un muro real para aislar a los palestinos y perturbar su vida cotidiana; y cuando Trump llegó a la presidencia sobre la promesa de otra pared —su obsesión— para poner coto a la inmigración ilegal de los marrones como nosotros. Hace un par de años Waters reconoció la triste relevancia de The Wall, en el contexto de la iniciativa de Trump "y su política de crear la mayor enemistad posible entre pueblos y religiones". En sus giras más recientes por los Estados Unidos, Waters toca Bring the Boys Back Home (Traigan a los muchachos de vuelta a casa) como bis, a modo de reclamo por los soldados que siguen peleando guerras injustificables lejos de su tierra.

Será un cabrón, pero se banca la pelusa que viene con el durazno: desde las acusaciones de antisemitismo y los boicots subsiguientes —el lugar común que padecen todos los que critican las políticas del Estado de Israel, aunque no nieguen su derecho a existir— a la pérdida de millones en sponsoreo. (American Express y Citibank se retiraron de sus giras.) Waters fue de las voces internacionales más relevantes que condenaron la represión en Chile ("Deje de matar niños, señor Piñera") y rechazaron el golpe de Estado en Bolivia, como deberían haber hecho ciertos mandatarios formales —otra vez: Trump, Bolsonaro, Macri— a los cuales el golpe les conviene políticamente y por ende no lo consideran como tal.

 

 

 

 

Pasaron diez años entre el lanzamiento de The Wall y el fin de las dos Alemanias, que transcurrió entre escenas dignas del álbum. El 9 de noviembre del '89 se anunció el cese de las restricciones para la circulación de los alemanes orientales, que empezaron a saltar el muro y a arrancarle pedazos como souvenir de una pesadilla; la demolición comenzaría recién en junio del '90. (Hubo otro artista cuya obra también resonó entre los que padecieron esa separación artificial. David Bowie vivió en Alemania durante los '70. En su canción Héroes hace referencia a una pareja que se besa junto a esa pared, a la que muchos conocían como La Pared de la Vergüenza, y por eso uno de sus versos dice: "Y la vergüenza estaba del otro lado". Cuando Bowie murió, el Ministerio de Relaciones Exteriores alemán le agradeció formalmente "por haber ayudado a derribar el muro".) Pero desde entonces, las murallas —tanto las físicas como las virtuales— no han hecho más que multiplicarse para continuar segregando y aislándonos.

 

La caída del muro que dividía Berlín.

 

The Wall seguía conmoviéndome a comienzos de este siglo, cuando publiqué la novela Kamchatka que contenía estas líneas que hoy reconozco como un eco del álbum: "Todos querríamos tener una armadura que nos proteja del dolor. Pero uno levanta una pared para protegerse de lo que viene de afuera y al final descubre que se ha quedado encerrado". Por eso tengo presentes los muros que existían cuando escribí la novela y que derribamos entre todos, haciendo política: el muro de impunidad que protegía a los genocidas, el muro que separaba la clase menos afortunada de la clase media, el muro que separaba la mentira deliberada de la información fidedigna.

Dentro de un par de dos semanas debería iniciarse una era nueva en la Argentina. El 10 de diciembre nos encontrará otra vez maza en mano, porque en estos cuatro años que tocan a su fin los plutócratas construyeron una ignominia que atravesó el país, desordenando nuestras vidas —toda esa pobreza, todo ese prejuicio, toda esa incomunicación—, a la que urge demoler para que las mayorías accedan al otro lado de la indignidad.

Una vez más, derribemos los muros.

 

 

 

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