El peligro de inflar las expectativas

Es una postergación hasta después de las elecciones, dicho con toda claridad a los electores

 

Con mucha ampulosidad, como es su característica comunicacional, el gobierno lanzó un paquete de medidas “anti-inflacionarias” con el objetivo de aliviar la situación de amplios sectores sociales que han llegado a una situación muy delicada en cuanto a poder cubrir sus necesidades. Es evidente que las penurias han excedido largamente a la “población vulnerable” –ese 20/25% de muy bajos ingresos— de la que se ocupa la ministra Stanley, y han comenzado a sentirse en las clases medias bajas y clases medias, donde abunda el voto a Cambiemos. Las expectativas generadas en la población tienen más que ver con las urgencias que se están viviendo, que con la confianza en la palabra de la gestión macrista.

Se trata de medidas muy parciales, sobre todo porque se aplican sobre una situación que ya es muy delicada. No existió, por ejemplo, la idea de retrotraer ningún precio o tarifa, o de garantizar el pleno abastecimiento de los productos seleccionados. El alcance de las medidas podrá llegar parcialmente a varios conjuntos poblacionales, pero no a todos.

Por supuesto que si los precios frenan o moderan su escalada, es mejor a que sigan subiendo raudamente. Pero el freno, de ocurrir, es explícitamente coyuntural: es una postergación hasta después de las elecciones, dicho con toda claridad a los electores.

Medidas que son transitorias, protecciones que vencen con fecha electoral marcada. ¿No debería ser una amenaza a ser tomada en cuenta por los “beneficiarios” de las medidas, a la hora de votar?

 

Abriendo el paquete

El conjunto de medidas anunciadas abarca básicamente acuerdos de precios con 16 grandes empresas para 60 productos básicos, ayudas de la ANSES para jubilados y perceptores de la AUH, frenos transitorios en aumentos de tarifas y servicios, leves alivios impositivos y bancarios para sectores medios, 10.000 créditos para construcción de vivienda propia. Por el tipo de regulaciones adoptadas, se puede observar que hay una cierta percepción oficial sobre dónde se están presentando los problemas mayores y la necesidad de aflojar coyunturalmente el ajuste generalizado. No puede dejar de mencionarse que se trata de medidas en las cuales el gobierno no cree pero que decidió asumir ante la evidencia de cambios de clima fuertes en la opinión pública, que los estrategas oficiales no dejan de observar.

Es importante entender que el seudo “congelamiento”, en caso de ser masivo y completo, congelaría un cuadro de situación de notable pérdida de poder adquisitivo de la población. Sin embargo, como es parcial y limitado, habrá una inercia alcista en los precios de la inmensa mayoría de los bienes de consumo. Es cierto que la idea de implementar una tarifa plana (se pagaría aproximadamente lo mismo todos los meses) para ciertos servicios contribuirá a evitar los picos catastróficos e imbancables para el bolsillo popular, pero la medida no retrocederá ni un centavo en la obsesión central del gobierno: promover una enorme transferencia de recursos de la mayoría de la población hacia un puñado de empresas beneficiarias.

El otro aspecto que debe considerarse es que por la forma en que se implementó, luego de numerosas charlas dentro de la coalición oficial y de otra tanda de charlas con el sector privado, éste tomó todas las medidas necesarias para que su rentabilidad no fuera afectada en lo más mínimo por las medidas. Es decir, procedió a remarcar preventivamente. No realizó algún cálculo basado de su estructura de costos previos, sino en la estimación de la inflación futura. Saben los oligopolios que también para este gobierno hay pocas cosas más sagradas que la rentabilidad empresaria –especialmente la de los monopolios y oligopolios—, y por lo tanto, el pacto de caballeros no implica ningún aporte empresarial.

 

“Primavera, no; austral tampoco”

Macroeconómicamente, en un sentido muy general, se puede decir que toda estabilización de precios mejora el poder adquisitivo de la población, porque se reduce lo que se denomina “desgranamiento salarial” que es el deterioro que sufre el salario real durante el mes en la medida que los precios se mueven constantemente, aun cuando existiera un régimen de plena indexación salarial. Pero fuera de esa observación general, ese efecto positivo se siente cuando la inflación es muy elevada —20 o 30% mensual—, pero mucho menos cuando la inflación mensual es 3 o 4%.

Por ejemplo, cuando se lanzó el Plan Austral, la inflación se acercaba al 30% mensual, y el amplio congelamiento de precios y salarios que se implementó logró reducirla en los primeros meses al 3%. Ese solo hecho redundó en una mejora del poder adquisitivo de la población, aunque no mediara un incremento nominal de los salarios. La situación actual es bien diferente: venimos de un año de fuerte caída del salario real (según los sectores entre un 10 y un 20%), en un contexto de aceleración inflacionaria.

Es imposible sostener que en 2018 los aumentos salariales fueron la causa de la inflación. Además, el gobierno desde fines de septiembre del año pasado anunció que habría emisión monetaria cero, que para la ortodoxia es la explicación suprema y la receta infalible para frenar la inflación. A seis meses de lanzada esa medida -que sólo está sirviendo para asfixiar la producción—, presenciamos una aceleración inflacionaria que luego del 4,7% de marzo promete repetir una cifra similar en abril. Es decir, un completo fracaso de los diagnósticos y las teorías monetaristas sobre la causas de la inflación.

Ocurre que el gobierno prefiere ignorar cuales son las causas centrales de la inflación, originadas por sus propias políticas. Los tres motores inflacionarios recientes han sido las devaluaciones cambiarias –provocadas por los gruesos desmanejos oficiales del sector externo—, la dolarización y aumento de las tarifas de los servicios –decisión pro-inflacionaria y pro-monopólica del gobierno macrista— y las remarcaciones desproporcionadas y abusivas de precios por los oligopolios, que han encontrado un ambiente oficial extremadamente favorable para incrementar beneficios a costa de los consumidores y demás sectores empresariales.

Si la causa principal de la inflación es la política económica del gobierno, difícilmente acierte a diagnosticar lo necesario para eliminarla, a riesgo de proponer su propia remoción.

 

Pacto de caballeros

El “pacto de caballeros” que mencionó el ministro Dujovne para referirse a los acuerdos para “congelar” precios con grandes empresas, es uno de los aspectos más dudosos de todo el asunto. Es proverbial la completa indisciplina del alto empresariado local a la hora de subordinarse a una estrategia general del país.

Vale recordar uno de los tantos episodios durante los cuales demostraron incapacidad para adoptar una actitud de autocontrol para favorecer una salida a un gobierno “propio”.

Ocurrió a comienzos de julio de 1989, en la primera semana del gobierno de Carlos Menem. Espantado por el caos hiperinflacionario provocado por la falta de dólares, convocó el Ministerio de Economía a uno de los grandes exportadores de la Argentina de ese momento, el grupo Bunge & Born. Es decir, le entregó directamente la conducción de la política económica a uno de los representantes del bloque que promovió la debacle de Alfonsín, para evitar ser otra víctima de los mismos juegos especulativos. Al asumir el ministro Miguel Roig, gerente enviado por Bunge & Born, anunció un conjunto de medidas que requerían una rápida estabilización de precios para tener sentido económico. El ministro batalló durante una semana con los representantes de los principales grupos formadores de precios, sin lograr que cesara una descomunal remarcación, que terminó descolocando completamente las medidas que se habían anunciado el primer día de su gestión. Roig falleció al séptimo día del gobierno, y ya se había concretado una gigantesca alza de precios, a pesar de que el país era gobernado por una alianza en la cual el empresariado tenía un lugar central en la definición de las políticas económicas. Ni un par de ellos logró apelar a la cordura y la sensatez social.

Quizás los tiempos hayan cambiado y hoy acepten una disciplina mínima, quizás el esfuerzo que hoy se les solicita sea muy pequeño, quizás la seudo amenaza del populismo asuste a alguno. No hay por qué pensar mal.

 

¿Luchar contra la inflación o luchar por el bienestar?

La inflación, transformada en el eje central de la problemática económica, es una victoria discursiva y conceptual de la derecha, aquí y en todo el mundo.

En la segunda posguerra, el problema del mundo capitalista no era la inflación, sino el empleo y el crecimiento. Había que reconstruir buena parte del aparato productivo en el mundo capitalista, había que generar empleo para los millones de desamparados y había que mostrar que el capitalismo era mejor que el comunismo. La agenda económica era una agenda política.

Una vez consolidado el sistema y perdido el ímpetu expansivo del comunismo, las prioridades se transformaron drásticamente y la agenda económica viró hacia la protección de las ganancias del capital financiero. La inflación es un problema para el capital financiero, que ve licuados sus activos –papeles representativos de una supuesta riqueza real— cuando los precios de los bienes crecen por arriba de los valores de los activos que poseen. Por eso se transformó en la obsesión suprema de los principales tomadores de decisiones económicas del planeta.

Lanzado a capturar la hegemonía en el sistema global, el capital financiero logró transformar parte de sus reivindicaciones particulares en el programa económico de los principales partidos políticos, y también en el sentido común económico de las masas. Así, “la lucha antiinflacionaria” pasó a ser la bandera compartida de los financistas y de los sectores populares, cada vez más débiles para conseguir mejoras en sus salarios debido a los cambios promovidos por la globalización.

Por eso en las últimas décadas hemos visto a los neoliberales argentinos hablarnos hasta el cansancio de que “el peor impuesto es el impuesto inflacionario” y rasgarse las vestiduras por cómo daña el bolsillo de la gente”. Su tema jamás era la distribución desigual de la riqueza, ni los impuestos evadidos por los ricos o la falta de inversión productiva. Era la lucha contra “el flagelo inflacionario”, en nombre de los pobres.

Cuando se revisa la historia argentina del siglo XX, hubo muchísimo progreso material y social con tasas de inflación anual que oscilaban entre el 20 y el 30%. ¿Es lo ideal? No. Hubiera sido mejor que cierto necesario movimiento de los precios relativos estuviera unos escalones más abajo. Lo curioso es que cuando aparecieron los cruzados contra la inflación (Ricardo Zinn –autor del Rodrigazo—, José A. Martínez de Hoz, Mauricio Macri), la inflación se aceleró brutalmente, se destruyó la moneda y el salario y no hubo crecimiento económico. El caso de Cavallo y la convertibilidad es diferente, porque la estabilidad se transformó en un tótem en nombre del cual se sacrificaron las metas económicas más importantes: el bienestar social, el empleo, el desarrollo y hasta la soberanía. No es casual: el que fijó las prioridades fue el capital financiero, dominante a nivel global y ampliamente representado por el FMI y el Banco Mundial.

Desde una perspectiva popular el problema no es la inflación, sino el acceso pleno a un conjunto de bienes y servicios que representan en cada momento histórico lo necesario para tener una vida razonablemente digna. Lo planteamos así porque en una etapa donde el mercado crea cada vez menos puestos de trabajo, quienes quedan fuera del sistema laboral no deben ser penados ni olvidados, y la sociedad debe tratarlos como al resto de los que sí han podido acceder. Pero para los trabajadores ocupados el tema es el salario real. No la inflación. Es evidente: de nada sirve inflación cero con salarios de hambre. No casualmente, en sus campañas de lavado cerebral masivo, nuestros neoliberales ponen ejemplos ridículos de países que viven en la miseria, y se resalta que “sólo tienen 4% de inflación anual”.

Pero miremos hacia los próximos meses. Las medidas actuales se lanzan en un contexto de degradación significativa de las condiciones de vida de buena parte de la población, y no pretenden revertirlas, sino morigerar el próximo deterioro por razones exclusivamente electorales. El congelamiento, en el mejor de los casos, será un alivio muy escaso para la mayoría. En el peor de los casos, no se notará porque el derrumbe de la economía real continuará profundizándose. Tal vez sea el primer anuncio del gobierno de Cambiemos que, dada la atención pública hacia los anuncios y las expectativas creadas, se visualice masivamente como un engaño liso y llano.

 

 

 

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