El pibe chorro nos une

Giro a la derecha y clausura del debate

 

Cuando las sociedades se fragmentan y desorganizan y la política se polariza, el delito violento se convierte en uno de los insumos morales predilectos para rellenar la grieta o las múltiples grietas que la política, avivada por el periodismo de opinión, ensaya para ocultar lo que no sabe, no puede o tampoco quiere hacer, al menos en el corto plazo. Sobre todo, cuando la caja de resonancia para nombrar el delito predatorio es la televisión.

 

 

El delito nos junta

El delito contado de manera truculenta tiene la capacidad de no generar divisiones en la sociedad. La muerte de una mujer embarazada en una salidera bancaria es la oportunidad para cerrar filas. Más allá de que vivamos en un country, una villa o edificios monoblock, seamos hinchas de River o Boca, votemos al macrismo, el peronismo o a los radicales, todos nos vamos a sorprender diciendo “¡qué barbaridad!”, agarrándonos la cabeza.

El tratamiento sensacionalista del delito callejero tiene la capacidad de generar consensos súbitos y volubles, que se montan y desarman todo el tiempo alrededor del delito que conmociona a la opinión pública. Ayer fue la muerte del kioskero en manos de un delincuente, hoy el asesinato en ocasión de robo de un empresario exitoso mientras circulaba en su moto, y mañana puede ser la jubilada que se desnucó al caer en la calle cuando dos motochorros le arrancaron la cartera. Son eventos que se generalizan rápidamente, para embutir en ese acontecimiento no solo el resto de la conflictividad social sino la política entera. Si el delito siempre es el mismo delito, el castigo es uno solo.

No hablamos de consensos racionales, fruto de la reflexión paciente y el debate público, sino de consensos químicos o afectivos, hechos con emociones más o menos profundas que tienen la capacidad de interpelar los sentimientos que fuimos depositando periódicamente en los bancos de odio. Basta que alguien agite la banderita en un mar regado con tiburones para que todos juntos salgamos espantados al grito de “mano dura”. Las demandas de seguridad y reclamos de justicia suelen ser la expresión de esos movimientos de indignación que tienden a desautorizar y clausurar los debates colectivos.

 

 

No hay sociedad sin delito

No se trata de un tema nuevo, esta dinámica era algo que no se le había escapado a uno de los fundadores de la sociología moderna, Emile Durkheim, que llamaba la atención a no tomarse las cosas con ligereza ni dejarse impresionar por las apariencias. En efecto, para Durkheim el criminal no es un ser radicalmente asocial, un parásito o cuerpo extraño o inadmisible de la sociedad, sino “un agente regular de la vida social”. No hay sociedades perfectas, donde la cohesión sea total o completa. La integración siempre es una pregunta pendiente y el delito, el problema del delito callejero puede ser un punto de partida para bocetar una respuesta que nos una.

Durkheim estaba discutiendo con sus contemporáneos, los criminólogos positivistas que tomaban por un hecho consumado y demostrado, de una vez y para siempre, que el crimen era una patología, un dato inscripto o escondido en la naturaleza de las cosas. Una enfermedad individual que se explicaba a su vez en las malformaciones psicofísicas, atávicas. Allí donde había delito no había sociedad. El delito era la negación misma de la sociedad.

Por el contrario, para Durkheim el delito, lejos de romper los lazos, contribuye a soldarlos: el crimen no es una patología sino una fisiología social, no es una enfermedad sino un elemento de la salud social. Durkheim no llega a decir que el crimen hace a la sociedad, pero por lo menos la mantiene en guardia. Se comprende la paradoja que encierra el crimen: aquello que lo amenaza es lo que la conserva.

Lo dicho hasta acá sirve para señalar las dos características que para Durkheim tiene el crimen: uno, el crimen es un fenómeno normal; y dos, constituye un fenómeno funcional. Normal, porque la criminalidad aparece ligada a las condiciones de toda vida colectiva. No hay sociedades donde el crimen esté ausente. Sin duda, hay sociedades donde el crimen alcanza tasas exageradamente altas y puede que este exceso sea de naturaleza mórbida. Pero es un fenómeno normal, además, porque es uno de los factores que determinan la salud pública. El crimen es parte integrante de toda sociedad sana. Y funcional, porque el crimen es indispensable para la normal evolución de la sociedad. En ese sentido, el crimen es útil, entre otras cosas, porque contribuye a conservar los sentimientos colectivos cuando activa el derecho penal. El delito provoca (determina) el castigo y, cuando lo hace, cohesiona, estabiliza, mantiene vivo el sentimiento colectivo, reasegura la pertenencia social.

En definitiva: no hay sociedad sin crimen. Más aún, no hay Estado sin delito. El crimen no solo activa al Estado, sino que, al hacerlo, se refuerzan los lazos de solidaridad. El crimen pone en marcha un sistema punitivo que permite devolverle a la sociedad aquella pátina de moralidad sin la cual no hay vida colectiva. El sistema penal, junto a las corporaciones sociales y las escuelas, aporta una malla de solidaridad mecánica en sociedades orgánicas. Son los polos morales que contribuyen a agregarle integridad social a una sociedad que las transformaciones económicas amenazan con descomponer.

 

 

El giro a la derecha a través del delito

En la vereda de enfrente, el Centro de Birmingham, con Stuart Hall a la cabeza, llegó a una conclusión parecida, solo que lo hacía desde un punto de vista crítico, no celebratorio.

El punto de partida es el “pánico moral” leído esta vez en clave gramsciana. En efecto, para Hall existe una relación entre el pánico moral y la crisis política, es decir, entre las representaciones desproporcionadas ensayadas por los medios de comunicación masiva y las crisis de confianza que atraviesan las élites. Cuando las clases dirigentes no pueden dirigir, encuentran dificultades para ganarse la adhesión de los sectores subalternos, suelen construir chivos expiatorios para desplazar la cuestión social por la cuestión policial, haciendo derivar la atención hacia otros problemas menores que tienen, sin embargo, la capacidad de ganarse la atención y la adhesión de aquellos sectores debido a que involucran valores y tocan fibras muy sensibles que no están dispuestos a resignar. El pánico moral, entonces, crea una atmósfera moral para el control social, es decir, habilita y justifica las respuestas punitivas que se estaban postulando, a saber: la creación de cuadrillas de anti-asalto callejero.

Pero para Hall el pánico no es la consecuencia de los conflictos sociales previos sino una consecuencia directa de la reacción oficial. No hay un problema primero y luego aparece la respuesta. Acá la respuesta crea el problema, el conflicto. Esas respuestas desproporcionadas, que no guardan ningún tipo de relación con la realidad, con la amenaza existente, contribuyen a crear gran parte del problema que quiere atenderse. En la construcción del pánico moral participan la “vox populi”, es decir el gobierno, los jueces, pero también la prensa. Todos ellos contribuyen a generar un contexto referencial en el que se considera que el significado del “asalto callejero” es el creciente malestar social en los barrios. La novedad, entonces, no sería tanto el aumento de los delitos violentos, sino que estos son cometidos por jóvenes negros a víctimas blancas y el rótulo que se usa para nombrarlos: “asalto callejero”.

De modo que, si el pánico es la consecuencia de una interpretación inflada de la realidad, producto de una lectura interesadamente desproporcionada de lo que realmente sucede, entonces la Escuela de Birmingham pondrá especial atención en el papel que juegan los  medios de comunicación masiva en este proceso de ampliación, es decir, en el tratamiento que la prensa local le da al delito en general y el asalto callejero en particular.

En definitiva, el giro a la derecha es la respuesta a una crisis orgánica de larga duración. Los funcionarios van invertir mucha energía emocional y harán esfuerzos inagotables y constantes para defender y conservar el statu quo. Si es una crisis profunda, estos esfuerzos –dice Hall en El largo camino de la renovación– no pueden ser únicamente defensivos. Serán formativos: aspirarán a un nuevo equilibrio de fuerzas, a la aparición de nuevos programas y repertorios políticos de gran atracción popular con vistas a construir un nuevo consenso alrededor del castigo, que liga a la gente a esa necesidad de autoridad. Los populismos punitivos trabajan sobre contradicciones genuinas, tienen un núcleo racional y material: “Su éxito y efectividad no residen en su capacidad para embaucar a un pueblo ignorante, sino en la forma en que se dirige a problemas y experiencias reales y vividas, a contradicciones reales. (…) Lo que hace que estas representaciones sean populares es que tienen encaje en la práctica, le dan forma, están inscritas en su materialidad”.

 

 

El delito como insumo político

Finalmente, contamos con la interpretación de Jonathan Simon, criminólogo y profesor de derecho de la Universidad de California en Berkeley y autor del libro Gobernar a través del delito. Para Simon, el delito, lejos de ser un problema para el establishment, puede convertirse en la oportunidad de sortear los cuestionamientos que le llegan por el lado de algunos movimientos sociales y, de esa manera, no solo reproducir las desigualdades sociales que, como se sabe, en los Estados Unidos, son además desigualdades raciales, sino recomponer la legitimidad que la guerra de Vietnam y la contracultura juvenil estaban licuando.

No hay que confundir “gobernar a través del delito” con “gobernar el delito”. Cuando las instituciones sufren la amenaza del delito en forma reiterada o con efectos destructivos, desarrollan estrategias que van más allá de la intervención de la justicia penal. El delito se ha convertido en un factor importante en el ejercicio de la autoridad, y aclara: “No es que el poder del Estado se haya ampliado a través del delito, sino que la importancia que el Estado ha conferido al delito deja fuera a otro tipo de oportunidades, que, si el orden de prioridades en materia de problemas públicos fuera distinto, podría también ocupar un espacio más prominente”. El delito permite no solo revitalizar las iniciativas políticas sino redefinir al Estado y sus oportunidades. En efecto, la centralidad que empezó a tener el delito modificó el peso específico de distintos actores del Estado y de la sociedad. Algunos actores empezaron a gravitar más en la escena pública y otros empezaron a perder prestigio. Es el caso de los fiscales y procuradores, que empezaron a ganar cada vez más protagonismo en el armado de las políticas criminales, y la resurrección de la importancia de los gobernadores cuando se convirtieron en los abanderados de la ejecución de los homicidas con la pena de muerte. Por el contrario, los jueces y los especialistas que trabajaban en las agencias del New Deal se llevaron el cuestionamiento y el descrédito, toda vez que fueron apuntados como responsables de la expansión del delito, sea por la indulgencia de las sentencias como por el desarrollo de una “cultura de la ayuda” que, en la medida que premiaba la vagancia, fue minando la responsabilidad de los ciudadanos.

Al mismo tiempo, otros actores de la sociedad civil, como las víctimas, empiezan a tener una injerencia específica que, lejos de vigorizar y robustecer los debates públicos, terminan clausurándolos. No solo las víctimas sino sus testaferros, es decir, todos aquellos que se agarran del relato de las víctimas y salen de gira con ella por los programas de radio y televisión. “La identidad de la víctima del delito unifica a los estadounidenses”. Estar a favor de las víctimas es estar a favor de las fuerzas del orden público. Por eso, defender a la víctima es defender las respuestas punitivistas.

Ahora bien, el gobierno a través del delito está convirtiendo, agrega Simon, a los Estados Unidos en un país menos democrático y más polarizado en términos raciales y sociales. Debilitan las formas de solidaridad y responsabilidad necesarias para el funcionamiento de las instituciones democráticas. El gobierno a través del delito no brinda mayor seguridad, sino que alimenta una cultura del miedo y el control, erosiona las capacidades democráticas cuando destruye la confianza y su capital social.

 

 

El mito del pibe chorro

Estas dinámicas son la que, íntimamente, han captado y comprendido muy bien buena parte de la dirigencia política contemporánea en nuestro país, sobre todo aquella que le habla a la hinchada y le dice a la gente lo que quiere escuchar, que hace política a través de los focus groups que ayudan a calibrar las encuestas. Cuando la sociedad se fragmenta y la política se polariza, se necesitan enemigos públicos a la altura de los fantasmas que surcan el imaginario argentinísimo. Enemigos para componer consensos morales que los partidos no están pudiendo elaborar. El delito los compromete, el delito callejero y predatorio violento se convierte en la nueva arena universal donde pueden finalmente acercar posiciones, ensayar acuerdos, sancionar nuevas leyes, aumentar el presupuesto destinado a seguridad, votar facultades discrecionales para las policías, construir nuevas cárceles, presionar entre todos para que las sentencias sean más duras. Esos acuerdos no están hechos de garantías constitucionales y respeto hacia los estándares internacionales de derechos humanos, no están hechos de reflexiones pacientes, perspectiva de infancia, con estudios profundos y complejos, sino formulados con mucha pirotecnia verbal, en base a cifras que se tiran al boleo, con la tapa de los diarios sobre la mesa, subiendo constantemente las apuestas para ver quién propone más penas y penas más largas para determinados delitos.

En otras palabras, el “pibe chorro” es el artefacto cultural que se construyó en las últimas décadas alrededor de los delitos callejeros y predatorios protagonizados por los jóvenes, un mito que permite, finalmente, juntarnos. Los argentinos cierran filas frente al delincuente común. La “guerra al delito” necesita otra plaza llena y los argentinos se la darán, necesita muchos trending topics y los usuarios indignados de las redes se la darán con placer. Los funcionarios encuentran un punto de apoyo para acercar posiciones. El delito sincroniza las emociones, allana las discusiones. No hay tiempo que perder, la intervención deberá ser urgente. El rechazo unánime al “pibe chorro”, presentado como la suma del mal, una alteridad radical, esencialmente distinta a “nosotros”, reactiva la reserva moral que activa a su vez las pasiones punitivas.

Por supuesto que hay otros temas más importantes, la desocupación y el trabajo informal, las tarifas, el precio de los alquileres, el aumento de los alimentos, y los sueldos que se escurren de las manos. En este país baja la inseguridad cuando sube la inflación. Pero cuando se acomoden los melones, habrá que hacerse cargo de la “suciedad” que dejó la tormenta. Será el momento en que entren a escena los payasos ubuescos de siempre, sean progresistas o reaccionarios.

El precio de la seguridad sigue siendo la democracia. La democracia no está hecha solamente de consensos sino de disensos. La urgencia de las respuestas frente al delito y la atención a las víctimas impone unanimatos, diluye los ámbitos de reflexión y discusión colectivas. El orden público exige resignar la democracia, los tiempos y las formas que necesita la ciudadanía para discutir y decidir entre todos y todas cómo queremos vivir juntos.

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, La máquina de la inseguridad, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
** La ilustración de esta nota fue especialmente realizada por el artista Augusto Falopapas Turallas.

 

 

 

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