El poder judicial de Vicentin

Una reforma político cultural imprescindible

 

Por estos días se manifestó con toda crudeza, a través del accionar de los directivos del Grupo Vicentin, la actitud depredadora de nuestro capitalismo agroindustrial succionando el trabajo de obreros, empleados, agricultores y toda las extensiones laborales que involucran a sus empresas, para engrosar la única cosecha importante, la del dinero imprescindible para alimentar su codicia, esencia centrípeta de la ilimitada voracidad apropiadora privada individual.

El fenómeno era predecible y esperable  dadas las características de capitalismo financiarizado que abrazó el modo de producción –de dinero, antes que de bienes— por estas pampas durante los últimos años. Lo ocurrido es “lógico”, “natural”.

La reacción del gobierno en búsqueda de reparar daños, impedirlos mayores, empezar a construir futuro de control del Estado en un sector fundamental de nuestra economía  y para ello tomar en sus manos el problema, separando a los que, delictuosamente, lo han creado, es harto plausible como cumplimiento fiel del  mandato popular.

Lo preocupante es que casi todos los dirigentes del campo popular –en el gobierno o fuera de él— parecieran ignorar la fuerza del Poder Judicial y su capacidad de daño como jugador ineludible y de última instancia en el campo de la política. Volumen decisorio estimulado cuando advierte que sus actos seguirán cerrando caminos a como dé lugar y que ninguna cuenta deberán rendir por ellos.

Decimos capacidad de daño porque, tomado en su conjunto, desde hace mucho el Poder Judicial ha tenido éxito, por dar algunos ejemplos, en frustrar la organización democrática de los medios de difusión, o la democratización del servicio de justicia, ambas cuestiones esenciales para  la democracia y la república sancionadas por leyes del Congreso que contaban con alto consenso social y popular. O, como tema actual, su coautoría de los más aberrantes hechos atentatorios de derechos humanos básicos cometidos mediante extorsiones mediadas por escuchas ilegales. También es “natural” y “lógico” dadas sus innumerables muestras de constituir, básicamente, una corporación conservadora con larga historia –toda— de servicio objetivo y muchas veces también subjetivo a los poderes efectivos de la riqueza, antes sólo oligárquica, ahora también del gran capital económico y financiero nacional e internacional. Salvo valiosas aunque minoritarias excepciones, sea dicho.

Ahora bien, si el gobierno democrático, nacional y popular (Ejecutivo y Legislativo) no está en condiciones de correlación de fuerzas de impulsar y lograr una reforma de la Constitución; si como corresponde y es correcto, no se inmiscuye en las causas judiciales en forma alguna (sin pedidos, sin presiones, sin sugerencias, sin operaciones), no debe ignorar que cuanto decida valdrá o no valdrá, se cumplirá la voluntad de los mandatarios del pueblo o se desechará, según decidan los jueces de ese Poder Judicial, de ese sirviente probado de las variadas potencias económicas que manejan nuestra sociedad.

Parece un camino sin salida. No es así, la hay aunque de dificultosa construcción, cuestión también natural y lógica, porque la devastación que produjo el neoliberalismo en solo cuatro años no es una frase, es una realidad que hace doler minuto a minuto. Pero como siempre, lo primero es advertir la complejidad y magnitud del obstáculo, cuestión que, nos parece, no ocurre.

¿Cómo superar las obstrucciones de los jueces, que con lejano sustento electivo popular están ungidos, sin discusión admisible, con la competencia de establecer cuál es la ley y cuál no?

Con el camino constitucional cerrado, deberán estrujarse las viabilidades legales. El problema es mucho más amplio como para creer que se disolvería licuando el poder de los jueces federales penales, como hasta ahora ha trascendido. Valga como ejemplo justamente el caso Vicentin, donde un magistrado no penal de primera instancia de una ciudad de provincia paralizó un decreto ley del Presidente e ignoró una pretensión de análogo contenido del gobernador, dejando al frente de la empresa a sus saqueadores. Creemos que jugando en el plano legal, un desarrollo político bien planeado, con amplitud de participación social y con movilización eficaz, daría posibilidad a dos reformas trascendentes para el objetivo democrático.

Una sería la modificación del número y organización de la Corte Suprema, con cantidad de ministros necesaria para dividirla en salas especializadas que atiendan las ramas fundamentales del derecho y, todas, los recursos por arbitrariedad; y que con un trámite especial las declaraciones de inconstitucionalidad fueran apelables directamente ante la Corte Suprema (hay proyectos académicos al respecto), cuya decisión sería de aplicación obligatoria. Otra ley podría reorganizar el Consejo de la Magistratura, llave de la elección de los nuevos buenos jueces y la remoción de los malos. De máxima, que sus miembros sean elegidos por votación popular coincidentes con las de medio término; de mínima, que su integración sea tal que resulte representativa mayoritariamente de todo el espectro social y no sólo del mínimo y elitista sector forense, como en los hechos ocurre ahora. Es cuestión factible, más aún, es la que constitucional y legalmente corresponde. Para quienes se preocupen por su viabilidad como proyectos legales, cabe recordar que no se trata de una Corte Suprema ni de un Consejo de la Magistratura oficialistas, sino representativos de toda la sociedad. Y que si se aceptara el proyecto, a mi juicio, mejor elaborado, habría once vacantes para el tribunal superior y para el Consejo de la Magistratura todas las que correlación de fuerzas políticas y sociales determinen. Sería un buen comienzo para una reforma político cultural imprescindible que se propague al país entero y a sus sistemas de administración de justicia.

 

 

* Ex Juez de Cámara en lo Penal Nacional, miembro de CD de Justicia Legítima

 

 

 

 

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