El problema bimonetario

El desafío de bajar la inflación y la utilidad de la presencia del FMI para fortalecer la confianza

 

En una carta abierta publicada en octubre de 2020, la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner sostuvo que “la economía bimonetaria se ha transformado en el problema más grave del país”. En esa comunicación explicaba que “la Argentina es el único país con una economía bimonetaria: se utiliza el peso argentino que el país emite para las transacciones cotidianas y el dólar estadounidense, que el país obviamente no emite, como moneda de ahorro y para determinadas transacciones como las que tienen lugar en el mercado inmobiliario”. Luego se preguntaba: “¿Alguien puede pensar seriamente que la economía de un país puede funcionar con normalidad de esa manera?”, para concluir señalando que “el problema de la economía bimonetaria no es ideológico. No es de izquierda ni de derecha. Ni siquiera del centro. Y no hay prueba más objetiva de esto que la alternancia de modelos políticos y económicos opuestos que se operó el 10 de diciembre de 2015. Todos los gobiernos nos hemos topado con él”.

En relación con este tema, la mayoría de los expertos coincide en que la existencia de una economía bimonetaria es consecuencia de la desconfianza en la moneda local y, a su vez, la desconfianza en la moneda local se ve reflejada en la elevada inflación. Como señala Joseph E. Stiglitz en El precio de la desigualdad (Editorial Taurus), “la inflación es el impuesto más cruel y afecta a todo el mundo de forma indiscriminada, y sobre todo a los pobres que son menos capaces de soportarla”. Por ese motivo, todos los países evitan tener una inflación elevada debido a los múltiples problemas económicos y sociales que esta situación provoca. De hecho, son muy pocos y no llegan a un docena los países del mundo que tienen una inflación superior al 10%. Entre estos, son tres los países que se destacaron el año pasado por su mayor inflación y la Argentina ocupa un lugar en ese pódium con una tasa del 50,9% junto con Líbano (224%) y Venezuela (686%). Por consiguiente parece oportuno abrir una reflexión acerca de si el acuerdo negociado con el Fondo Monetario Internacional puede ser un factor que coadyuve a abordar el problema de la inflación.

En general, los debates que se han abierto acerca de las ventajas o inconvenientes del acuerdo con el FMI giran alrededor de si impone sacrificios excesivos o si las metas pactadas son alcanzables. Pensamos que también se debería incorporar al análisis la eventual ayuda que el acuerdo puede ofrecer para el abordaje del grave problema de la inflación y de la economía bimonetaria.

 

 

Las causas de la inflación

Se ha debatido durante muchos años sobre las causas de la inflación, pero en la actualidad existe un cierto consenso en considerar que la inflación es “multicausal” y que corresponde a cada país valorar las circunstancias que están operando con más fuerza en cada peculiar estructura económica según las causas históricas que la han ido moldeando. Entre las numerosas causas que impulsan la inflación pueden contabilizarse la existencia de sectores muy concentrados o monopólicos que ejercen un fuerte dominio sobre el mercado; la inflación importada por el aumento de insumos estratégicos como el petróleo; el aumento del precio de las commodities que se exportan, como la carne, que provocan un efecto de arrastre sobre los precios interiores; la inflación cambiaria, por efecto de una devaluación; o la existencia de una puja distributiva, cuando una estructura sindical consolidada trata, justificadamente, de evitar el retraso salarial. Otro factor, de orden psicológico, motoriza la inflación inercial, cuando los precios se acomodan a distintas expectativas de los operadores en el mercado. Finalmente, aún se discute si habría que incluir entre las causas que la impulsan a la emisión monetaria excesiva que procura cubrir persistentes déficits fiscales. La ortodoxia neoliberal siempre sostuvo que el problema de la inflación es una cuestión monetaria, considerando que cualquier aumento de la cantidad de dinero en la economía, por encima del crecimiento del producto, provoca un aumento proporcional de los precios. De allí que las recetas tradicionales, acogidas por el FMI, llevaban a reclamar la reducción del déficit para evitar la emisión monetaria que lo financia. En realidad, muchas veces detrás de estas recetas se ocultaba la intención de reducir el tamaño del Estado. Por ese motivo, frente a esa rígida ortodoxia monetaria se alzaron voces heterodoxas señalando que un déficit moderado en momentos de recesión actuaba como estabilizador automático y que una inflación benigna permitía aumentar el consumo, la producción, la recaudación fiscal y el gasto público. En cierto modo, estas políticas heterodoxas han ganado espacio en la última crisis provocada por el coronavirus, y las políticas económicas de las principales economías capitalistas han desbordado ampliamente los límites que imponía la ortodoxia financiera, admitiendo generosos déficit e inyectando enormes cantidades de crédito en la economía para evitar una recesión.

Ahora bien, la existencia de una mayor flexibilidad de las políticas monetarias y fiscales no debe hacernos caer en el error de pensar que los déficits fiscales se pueden financiar eternamente con emisión. Es evidente que la estrategia de monetizar el déficit se agota cuando la inflación alcanza niveles alarmantes. Esto lo reconocen aún los representantes de la Teoría Monetaria Moderna (TMM), considerada como la abanderada de la tesis más extrema. Según esta teoría, las políticas expansivas de gasto del Estado no deben quedar subordinadas a la necesidad de preservar la estabilidad presupuestaria y la sostenibilidad de la deuda pública. Afirma que el Estado dispone de un poder ilimitado para crear su propio dinero (fíat) dado que el Estado no necesita haber recaudado antes su propio dinero fiduciario que solo él puede crear. Considera que el único límite real a la capacidad del Estado de autofinanciar su gasto mediante la creación de dinero propio es la voluntad de los receptores de aceptarlo como forma de pago. Sin embargo, la TMM reconoce que el gasto público debe quedar sujeto a ciertas restricciones. Según L. Randall Wray en Teoría Monetaria Moderna (Ed. Lola Books), “demasiado gasto puede dar lugar al aumento de la inflación; demasiado gasto puede crear presiones sobre el tipo de cambio y demasiado gasto por parte del gobierno puede dejar unos recursos demasiado escasos para los intereses privados”. Añade que cuando el gasto público conduce a la economía al pleno empleo es probable que también se haya topado con el límite donde la inflación se hace presente. Por su parte, Thomas Piketty en Una breve historia de la igualdad (Deusto) señala que el dinero es una herramienta indispensable de la política económica, pero añade que el único límite real de la política monetaria es la inflación. “Mientras no se produzca un aumento sustancial de los precios al consumo, no hay ninguna razón sólida para oponerse a una mayor creación de dinero si ésta contribuye a financiar políticas útiles, como la lucha contra el desempleo, la garantía de empleo, la renovación térmica de los edificios o la inversión pública en sanidad, educación o energías renovables. Al contrario, si la inflación vuelve a despegar de forma sostenida, significaría que se ha alcanzado el límite de la creación de dinero y que ha llegado el momento de recurrir a otras herramientas para movilizar recursos (empezando por la fiscalidad)”. De modo que para estos autores el límite de toda política monetaria expansiva está siempre marcado por la presencia de una inflación que excede lo que puede considerarse una tasa moderada.

 

 

El combate de la inflación

Los debates teóricos acerca de los factores que mayor incidencia tienen en el desborde inflacionario afrontan el desafío práctico de operar con éxito para transformar una realidad inercial difícil de cambiar. Y en esta labor es importante tener en cuenta que, como bien señala CFK, “en política no solamente es lo que uno cree, sino lo que ve e interpreta el conjunto”. Frente a este desafío, los gobiernos que deciden abordar el problema no disponen de muchas herramientas y deben ganarse la confianza de los distintos actores que operan en los mercados para diseñar una estrategia anti-inflacionaria. En general, lo que señala la experiencia que registran algunos países es que los gobiernos se ven obligados a asumir un compromiso firme en alcanzar en un tiempo razonable un equilibrio en las cuentas públicas reduciendo al mismo tiempo la monetización del déficit. Generalmente, el compromiso que adopta el gobierno suele ir acompañado de un acuerdo entre el sector empresarial y los sindicatos, que persigue el propósito de anclar expectativas. De manera que en la credibilidad del plan presentado por el gobierno reside su éxito. En el caso de la Argentina, la presencia de un auditor de las cuentas públicas, como es el FMI, puede ser de suma utilidad para fortalecer esa confianza. Aún los escaladores más expertos del Himalaya utilizan un guía sherpa para llegar a destino. El ejemplo de éxito en el despliegue de una estrategia antiinflacionaria de largo plazo lo ofrece el caso de Israel. Cuando Israel decidió abordar el problema de una inflación que en el año 1985 había alcanzado el 480% también existía un problema de economía bimonetaria dado que el 90% de las transacciones inmobiliarias se hacían en dólares y se registraba una fuerte fuga de capitales. Después de aplicar un plan antiinflacionario gradual, basado en metas de inflación consensuadas que se desenvolvió a lo largo de diez años, consiguieron reducir la inflación al 3% y a partir de entonces prácticamente todas las transacciones inmobiliarias se hicieron en shekels. De modo que hay evidencias elocuentes de que si se quiere acabar con la economía bimonetaria, el camino pasa por reducir la inflación.

Para que el plan antiinflacionario provoque el menor daño social, debe desplegarse de un modo gradual, a lo largo de varios años, tratando de evitar una recesión de la economía. Este ha sido el objetivo proclamado por el ministro Martín Guzmán en el acuerdo alcanzado con el FMI. No se pueden negar las dificultades de la empresa, pero tampoco se debiera descartar a priori las posibilidades de que se alcancen los objetivos trazados. Una de las señales que indicaría que las cosas van en la buena dirección sería la reducción paulatina de la inflación. Si este fuera el caso, los beneficios para la economía que pueden provenir de reducir el impacto inflacionario serían innegables y hasta se podrían registrar réditos en el terreno electoral derivados de la percepción ciudadana de que se ha abordado con rigor el mayor problema que registra la economía argentina. Es muy difícil salir de una situación como la actual si los actores políticos y sociales no se ponen a la altura de las circunstancias. Cristina Fernández de Kirchner señalaba también en la carta citada que “el problema de la economía bimonetaria que es, sin dudas, el más grave que tiene nuestro país, es de imposible solución sin un acuerdo que abarque al conjunto de los sectores políticos, económicos, mediáticos y sociales de la República Argentina. Nos guste o no nos guste, esa es la realidad y con ella se puede hacer cualquier cosa menos ignorarla”. El acuerdo con el FMI ofrece una buena ocasión para convocar a todos los sectores detrás de ese objetivo, y si bien la encarnizada oposición que practica la derecha autóctona no permite ser optimista, el gobierno, al menos, habrá cumplido con su deber.

 

 

 

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