El problema político de la inflación

Cuesta entender un 65% de devaluación con superávit comercial de 26.000 millones de dólares

 

Al ponerle la oreja a la base material sobre la que se asienta la vida del país, se escuchan algunas resonancias sobre el problema político de la inflación, que es una de las principales razones que dificultan su aquietamiento como intríngulis económico. Asunto clave del difícil momento político que se vive, y no sólo por la forma de digerir el resultado de las PASO, un primer golpe de vista al connubio de persistencia en el alza de precios-dilución del espacio político suscita apreciar su evolución como de pronóstico reservado. El tanteo, que no le esquiva al escepticismo, encuentra su razón de ser en las incógnitas no despejadas acerca de si los que tienen que menear el toro por las astas están o no a la altura de las circunstancias.

Es sabido que el aumento del precio de la nafta y la tasa de inflación se comportan con simpatía. A mediados de la semana que termina, el barril de Brent –precio internacional del petróleo, referencia para la Argentina– ya ronda los 80 dólares. A principios de año estaba en 54,77 dólares. En enero, el litro de nafta premium estaba 83,10 pesos. En agosto, el Brent estaba 70,75 dólares y el litro de nafta premium 104,80 pesos. Si se mantiene la misma relación, pronto la nafta premium debería llegar a valer algo así como 118 pesos el litro, un aumento del 12%. A menos que haga como hizo el gobierno anterior en 2019, que cuando perdió las PASO, y con la vista puesta en recuperar votos, congeló el precio del combustible, entre otras medidas puestas en vigencia con la intención de mejorar los malogrados ingresos de las mayorías. Hay que considerar, además, que los analistas del mercado del petróleo del banco de inversión Goldman Sachs –expresando una opinión bastante generalizada en el ámbito de los especialistas– proyectan que el barril de Brent tocará los 90 dólares antes de fin de año.

No es el único tropezón con la energía. Llegando el invierno boreal, el precio del gas está volando en Europa y Asia y sube fuerte en los Estados Unidos. En enero, el millón de BTU (unidad térmica británica) se pagaba poco más de 2 dólares en el mercado de los Países Bajos (en el que se transa el fluido para toda Europa y que en la jerga se llama Dutch TTF). En la tercera semana de septiembre, orillaba los 25 dólares. Lo mismo para Asia. En los Estados Unidos se paga el millón de BTU de gas 6 dólares (el mercado de referencia se conoce como Henry Hub). A principios de año estaba 2 dólares. Las causas para este incremento van desde el cambio climático (más uso de gas en la transición) hasta un invierno que el año pasado duró mucho y agotó las reservas, pasando por las acusaciones a Vladimir Putin –que él niega– de que no bombea el suficiente gas para que Alemania apruebe hacer el segundo gasoducto Nord Stream. La realidad es menos conspirativa. Rusia y Noruega inyectan la mitad del gas europeo. Noruega frenó las entregas de gas por reparaciones de la infraestructura de distribución gasífera y en Rusia se incendió una importante planta de gas y estación de bombeo de Siberia. Por supuesto, la reactivación por la salida de la pandemia puso lo suyo. Los analistas de estos mercados calculan que los aumentos, a lo sumo, seguirán un par de meses más y recién a fines del primer trimestre del año que viene –con la primavera en el norte– empezarán a bajar.

La incidencia en los costos globales de producción es muy marcada si se tiene a la vista el dato de que el 25% de la electricidad que se genera en el mundo es a partir del gas. Asia va por arriba del promedio con un tercio. Tanto en Europa como en los Estados Unidos, el gas calefacciona más o menos al 40% de las casas de familia. En cuanto a insumo industrial, el gas se utiliza para hacer fertilizantes, de manera que hay que aguardar un aumento considerable de los cereales, otras especies vegetales y las carnes. Lo que se venía haciendo desde hace décadas cuando faltaba gas era quemar el más barato –pero más contaminante– carbón. Menos oferta minera (nadie quiere excavar, por el cambio climático) y la demanda china repercutieron en que la tonelada de carbón pasara de 35 dólares en enero a 74 dólares hoy. Quemar más cantidad de carbón para suplir la falta de gas natural también trae como consecuencia que suban los precios de los derechos de emisión por incremento de la demanda.

  

 

Ellos y nosotros

Algo atenúa la subida del precio del carbón. China está tratando de deshacerse de la dependencia del mineral y por esa causa está atravesando una etapa de apagones programados. La dieta eléctrica ya hizo que bajaran un punto las proyecciones del crecimiento del producto bruto para 2022. El carbón como sustituto no es una buena opción cuando el cambio climático está obligando a los gobiernos de todo el mundo a reducir las emisiones. Sin embargo, se están tomando su tiempo para sentirse muy obligados. En junio pasado, en Cornualles, el G7 no pudo acordar cuándo definitivamente se deja de quemar carbón. En este punto, las divergencias entre la Unión Europea y los Estados Unidos son grandes. Tampoco en la reunión de los ministros de medio ambiente del G20 que tuvo lugar en el mes de julio en Nápoles se registraron avances promisorios.

A medida que la economía mundial se recupera tras la pandemia, por sí mismo también lo hacen los precios de la energía, lo que ya había avivado los temores de un aumento de los costos del combustible. Lo del gas fue un peludo de regalo. Un punto a favor de sofrenar y hacer retroceder los precios de la energía es el empeño de la administración de Joe Biden de aflojar esta presión en los costos para que no se traduzca en inflación. Nadie puede negar el compromiso de la Casa Blanca para frenar el cambio climático, pero si en la coyuntura hay que bombear más petróleo y quemar más carbón, no parece que en ese ámbito le tiemble la pera a ninguno.

A mediados de agosto, el asesor de Seguridad Nacional Jake Sullivan comunicó oficialmente que el objetivo es atajar el precio de la energía. Si no lo hacen con el cuento del ogro de la inflación (en extremo moderada para los estándares argentinos) los opositores a Biden (incluidos los de su propio partido) exacerbarán sus críticas para tratar de revertir la política de mejora de los ingresos populares (lo que implica más proteccionismo). Por ahora, incurriendo en un clásico de la acción psicológica mundial para torpedear los gobiernos progresistas, o tan siquiera algo preocupados por la suerte de los menos favorecidos, vienen agitando el fantasma de la inseguridad y las tasas de homicidio. Pero no están para el descuido. Según viene dando cuenta la prensa especializada, “inflación” es un término que se ha puesto de moda en los informes trimestrales que envían las grandes corporaciones –reunidas en el S&P 500, el índice bursátil más representativo de la economía norteamericana– a la bolsa de New York para explicar por qué ganaron o perdieron. La consultora FactSet dice que el concepto “inflación” está en más de 220 de los 500 informes correspondientes al segundo trimestre. El récord anterior fue del primer trimestre, lo que muestra que el aumento de los precios no es una preocupación pasajera. Entre 2010 y 2020, el monetarismo reinante como ideología, temiendo las consecuencias de las facilidades cuantitativas (emisión para enfrentar las crisis de 2008), una y otra vez alertaba sobre la inflación en los informes trimestrales, pero a un promedio de 120.

A nosotros nos pega en dos frentes. El indirecto, a través de que, previsiblemente, vuelva a subir el costo en el mercado mundial de los alimentos y, sin retenciones, esto prosiga estropeando el ya muy deshecho poder de compra de los salarios argentinos. El atisbo de la hipotética situación, además de prometer subir la pobreza, amenaza con consolidar sus desagradables veleidades de endémica, porque se retrotrae la inversión, dada su impronta de ser una función creciente del consumo. Más pobres somos, más pobres nos volvemos. Como si esto fuera poco, la agencia Bloomberg (01/10/2021) advierte que el precio internacional de las materias primas alimenticias está recibiendo señales al alza por los problemas del suministro eléctrico de China, debido a que están afectando fuertemente las buenas perspectivas de cosecha de otoño en curso. China, el principal productor agrícola mundial, es también el mayor importador de alimentos del mundo y quinto exportador planetario de ese rubro. El año pasado tuvo que importar una cantidad récord de productos agrícolas debido a la escasez interna, lo que llevó los precios y los costos mundiales de los alimentos a máximos de varios años. Bloomberg redondea estas presiones alcistas informando que en Brasil, el cuarto exportador mundial de alimentos (primero en todo lo que tenga que ver con lo que desayuna el mundo), la impresionante sequía que sufrió y el inédito frente frío que soportó llevaron a que su corazón agrícola se seque, con niveles de agua inferiores al 20% para la mayoría de los cultivos. Los cultivos sanos requieren un almacenamiento de suelo de, al menos, el 60% de agua.

El directo, además de la nafta, está en la importación de gas y el monto de los subsidios a las tarifas del servicio domiciliario. Este año la bajante del Río Paraná, generada por la sequía brasileña, anuló en gran forma el aporte de la generación hidroeléctrica al consumo argentino. Como resultado, importamos 1.700 millones de dólares de gas a 8 dólares el BTU. Ya hoy, el millón de BTU se transa a 14 dólares en los mercados de futuros (marzo). La perspectiva es importar más energía y más cara en 2022. Todo un tema con la negociación en ciernes con el FMI y ciertos segmentos de los hacedores de política económica reacios a los subsidios a las tarifas. No obstante, debe consignarse que el Plan Gas, al haber fijado por cuatro años un precio bastante inferior al actual, salva largamente la ropa.

 

 

Zanahorias y palos

En medio de toda esta presión a los costos –junto al manejo del sector externo, los diagnósticos poco felices, la realidad de la distribución del ingreso y un espectro opositor que permanece fiel a la tradición de ser parte del problema inflacionario y jamás de la solución–, el alza de los precios va camino a engullirse más de un acuerdo político, particularmente de los que emanan un distintivo tufo a entongue.

Por ejemplo, es difícil entender por qué razón, si desde diciembre de 2019 a la fecha llevamos acumulados prácticamente 26.000 millones de dólares de superávit comercial y poco más de 7.000 millones de dólares de superávit de cuenta corriente –sin haber pagado un dólar de pasivos externos y con términos de intercambio muy favorables–, el gobierno decidió devaluar el peso 65%, alimentando así la caída del salario y la tasa de inflación. Que se siga hablando en abstracto de restricción externa no es menos insólito frente a lo concreto del superávit comercial. Ciertamente, esto desafía el entendimiento promedio.

Que se amenace con el monto de las reserva de libre disponibilidad del Banco Central para apagar el ascenso de la actividad económica y aumentar el superávit comercial compite en extravagancia, porque se olvida que las empresas sobre-reaccionan no reinvirtiendo utilidades y sacándolas al exterior por las falta de oportunidades internas para invertir. A la postre, el deterioro de la cuenta corriente es mayor que la mejora en el superávit comercial. Algo parecido propugnan los liberales peligrosos de la oposición, que diagnostican que el problema es el déficit fiscal, por lo cual se debe seguir bajando el gasto, como si menores ingresos significaran mayores inversiones. Es cuestión de controlar la cantidad de dinero, aleccionan estos monetaristas ramplones. Qué depresión se van a agarrar el día que se anoticien de que la cantidad de dinero no se puede controlar. Serán los últimos en enterarse. Suele pasar. Disparates en el que siguen y siguen enfrascados desde que Raúl Prebisch trazara el oscuro camino de la política económica de la Revolución Libertadora.

Pero con todo, el tema más importante y de mayor consecuencia política es la restauración del mercado interno. Hablando en números redondos, el costo de la canasta básica mensual para una familia tipo es de 70.000 pesos. Según datos del INDEC, el ingreso promedio mensual de los 11,7 millones de ocupados que conforman el sector laboral argentino es de (siempre en cifras redondas) 52.000 pesos. Los casi 7 millones de seres humanos que dependen del sistema previsional para vivir cobran jubilaciones y pensiones de un promedio mensual de 37.000 pesos. Subir esos ingresos implica enfrentarse a la alternativa de aumentar la inflación o subsidiarle al sector privado la diferencia de costos para que no peguen en los precios, volver reales los incrementos nominales y meterle pata con la sustitución de importaciones.

La clase dirigente argentina ni se imagina lo segundo y la tentación con la factoría de bajos salarios es grande. De manera que, como la presión de los costos sigue –también la presión social– cada vez se encuentran más en ridículo echándole la culpa de la inflación a los monopolios, al almacenero de la esquina o los siniestros conspiradores del recontra-aumento de precios. También pelotudeando con que los empresarios son malos y no aceptan una reducción de ganancias. Nada en la historia es gratis y menos y particularmente para los negros. Así que llega un punto en que hay que poner orden a como dé lugar. El gran peligro de la falta de acuerdo político o de su dilución, como consecuencia de su inoperancia, es el descontrol típico que lleva a la respuesta típica reclamada por dos tercios de la sociedad: pongan orden a los palos. Ante tan, pero tan feo prospecto, es difícil entender cómo se toma el menor riesgo. ¿Será que el proceso que sufre Milagro Sala es un anticipo de lo que vendrá en materia del gran entongue argentino?

 

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