El pueblo que dibujaba perros

Hay talentos que parecen no tener norte, hasta que al final esplenden

Cuando llegué a la marcha por el Día de la Independencia sabía que iba a cruzarme con conocidos, pero nunca imaginé que iba a terminar pensando en Lafcadio Hearn. Hijo de un cirujano irlandés y de una griega de noble linaje, Hearn tuvo una vida azarosa y no exenta de dolores que lo llevó de adulto a Japón, donde encontró un hogar e inspiración. A él le debemos la difusión mundial de leyendas locales a través de libros llamados —por ejemplo— Cuentos de hadas japoneses (1898). El cuento del que me acordé se llama El niño que dibujaba gatos. Soy consciente de que el perfume a paty y chori no conjura imágenes del Japón folklórico; pero si tienen paciencia, verán que la asociación no fue caprichosa.

Un par de horas antes me había encaminado al Centro vía subte D. (El verde, diría mi compañera, que como es optimista identifica las líneas por colores.) Todo estaba como suele estar en un feriado-con-marcha: tren lleno, gente ansiosa. En el otro extremo de mi vagón, un hombre acompañado por una nenita explicaba su circunstancia en voz alta. No entendí lo que contaba, pero saqué la billetera igual. Aceptó mi dinero con un gesto seco, pero cuando el señor que venía a continuación convirtió la entrega en un apretón de manos, el hombre le pidió disculpas. No me queda otra, dijo, aunque nadie le había reclamado explicación. La nenita, que iba de su mano, siguió tironeando. Me pregunté qué callo obtendría de la experiencia de circular por la calle con un padre que se disculpa ante extraños, porque no le queda otra que pedir ayuda. No tuve tiempo de respondérmelo. Enseguida apareció una mujer con su niña a cuestas, pidiendo también. Esta historia la registré, pero no importa aquí. Me quedé con que la nena se llamaba Naiara. Dormía con la cabecita sobre el hombro de su madre, Naiara. El único cachete que exponía a la vista era gordito y rosado, como una nube de algodón de azúcar.

 

 

Mientras caminaba por la 9 de Julio hacia Avenida de Mayo empecé a cruzarme con gente conocida. El bancario Sergio Palazzo, Cynthia García tomando un café en una mesa sobre la vereda, el periodista Juan Amorín —uno de los Jóvenes Maravilla, que por suerte son muchos, del Nuevo Periodismo Argentino— y su compañera. El recuerdo de la marcha del 25 de Mayo me angustiaba, porque aquella vez todo se ordenó en torno al Obelisco y ahora sus inmediaciones estaban raleadas. Hombre de poca fe, pensé al aproximarme al monumento al Quijote. Del otro lado de la Avenida de Mayo la muchedumbre era compacta.

Tardé una eternidad en cruzar de Irigoyen a Lima. Remonté la corriente hasta Chile, donde decidí poner fin a mi expedición. Desde allí era sensato inferir que las columnas llegaban bastante más allá de la avenida Independencia. Estaba a punto de desandar mis pasos cuando vi un profusión de banderas propia de una peli de Kurosawa. Eran las columnas de La Cámpora, que avanzaban hacia el escenario. Divisé a Máximo Kirchner, que se desplazaba a duras penas entre un enjambre de gente que le robaba besos y selfies. Me aparté para verlos pasar y, al retroceder, me choqué con un señor que llevaba una pancarta casera. Había recortado y aplicado los rostros de personajes de la administración Macri, sobre una escena de dibujito animado. Lo identifiqué al vuelo, porque era de los populares en mi infancia. Pero el señor le había facilitado la tarea a las generaciones jóvenes, pintando con marcador negro: Don Gato y su Pandilla.

 

Don Gato y su Pandilla en la cuna de la Independencia.

 

No fue ese gato el que me llevó a Lafcadio Hearn. Al menos, no de inmediato. El cuento al que me refiero habla de un crío que forma parte de una familia de campesinos, que no saben bien qué hacer con él. En vez de cumplir con las tareas que le encargan, el niño se encierra a dibujar gatos. Lo hace con gracia, pero esa gracia no tiene lugar en su circunstancia: sus padres no tienen dinero ni para enviarlo a la escuela, en su mundo el arte es un absurdo. Frustrado porque lo considera un inútil, su padre lo entrega a un templo para que lo empleen como aprendiz y potencial acólito. Pero allí tampoco encaja. Es un niño dado a las ensoñaciones y por ende distraído, que sólo parece feliz cuando dibuja gatos. Por eso terminan echándolo y librándolo a su suerte. A modo de despedida, el abad le da algo de comida y un único consejo: Evita los lugares espaciosos, limítate a los pequeños.

La marea de gente que había sobre la 9 de Julio la convertía en un lugar asfixiante. Oí la lectura del documento que clausuró el encuentro a varias cuadras del escenario, donde de todos modos no cabía nadie más; durante un instante fantaseé con dejarme caer, para probar si era cierto que —como presumía— los cuerpos que me rodeaban evitarían que me desplomase.

El documento arrancó con la misma frase que me había impactado como si nunca antes la hubiese oído, durante la celebración del Día de la Bandera. Oíd el ruido de rotas cadenas dice el Himno y retomó la proclama, llamando a producir un crack: a romper con el Fondo, con el endeudamiento, con el ajuste, con el olvido, con el patriarcado, con el pensamiento único y con la mentira sistemática — esos monstruos a los que abrimos las puertas del templo donde vivíamos, y del que ahora pretenden expulsarnos.

Durante la desconcentración volvió a deslumbrarme la amplitud de la muchedumbre congregada. Siempre me impresiona que haya gente de toda laya, pero esta vez vi tanto veterano —a los que no me costaba nada imaginar militando en los '70— y tantxs jóvenes con críos que me pregunté si la propensión a resistir en la calle formará ya parte de nuestro ADN.

 

 

 

Ya de regreso en el subte, me crucé con un twitt de J. K. Rowling —la autora de la saga de Harry Potter— que me desconcertó, porque parecía estar hablando de la realidad argentina. "Esto es lo que pasa —decía— cuando te gobiernan hombres que han sido criados desde la cuna para creer que los desastres que producen a su paso deben limpiarlos siempre otros. Cuando finalmente producen un desastre de esos que no se pueden arreglar, sólo atinan a armar un escándalo". Pero no, estaba hablando del Brexit, al igual que el editorial del diario inglés The Independent que se me cruzó a continuación. Tuve que releer el texto para cerciorarme de que había visto bien: un medio serio, elegante, claramente pro-mercado, hablando del renunciante ministro Boris Johnson en términos de inequívoca indignación. "Ese punching-ball humano... El equivalente de aquel viejo juguete llamado Weeble, que se bamboleaba pero no caía nunca", decía. Aun a sabiendas de que un editorial expresa la línea central del diario todo, el texto no escatimaba rabia: "(Boris Johnson) No tiene idea de lo que hizo — se las arregló para pulir el turd que es la administración de Theresa May". La palabra turd define, en inglés, la unidad mínima de evacuación fecal.

Entonces se me mezclaron la crisis de los ingleses con Lula el prisionero político y el inevitable ninguneo que sobrevendrá a la demostración cívica de hoy (su ausencia de la tapa de los diarios conservadores, los comentarios maliciosos que dirán que no sirvió de nada) y me pregunté si no será hora de ir pensando en propuestas que excedan la fragmentación nacional y privilegien un prisma más amplio. ¿O no estamos todos siendo víctimas de la misma clase de turds, más allá de sus pasaportes? Al menos —pensé— tenemos la ventaja comparativa de saber que la batalla esencial se juega en la calle. Aunque parezca que, por más que nuestras manifestaciones crezcan mes tras mes, nada cambie al día siguiente.

Y ahí sí que me acordé de Lafcadio Hearn.

 

Lafcadio Hearn (1850-1904), escritor y periodista que entendió el valor de considerarse ciudadano del mundo.

 

El cuento sigue con el pobre niño vagando sin norte, hasta que da con otro templo —este vacío, visiblemente abandonado— en el que decide pasar la noche. Lo que el niño no sabe es que el templo está así porque se lo considera embrujado. Durante años los monjes han orado y practicado ritos para purificarlo pero sin suerte, optando al fin por exiliarse.

Asustado por la perspectiva de la noche a solas en el sitio extraño, el niño apela a lo único que lo tranquiliza: dibujar gatos, cosa que procede a hacer sobre las paredes de papel de arroz, las vigas de madera y los delgados colchones que recubren los suelos. Cuando el sueño lo vence, recuerda el consejo del abad — evita los lugares espaciosos, limítate a los pequeños— y se mete a dormir dentro de un armario.

En plena madrugada lo despierta un ruido horrendo, mezcla de alarido, desgarro y lamento. El niño no se mueve. El estrépito crece, enriqueciéndose del modo más escalofriante: ahora suena también a huesos que estallan. El pequeño permanece oculto hasta que el silencio adviene. Se toma su tiempo hasta sentirse seguro y al fin sale. Para encontrar en medio del templo a un duende gigantesco, con forma de rata, destrozado y muerto. Pero eso no es lo único que ve. Cuando observa sus propios dibujos, advierte que las bocas de sus gatos están húmedas y rojas. Los vecinos llegan a tiempo para comprender que el templo ha sido exorcizado y que el niño es el responsable. Lo adoptan como propio, consagrándolo héroe; con el tiempo deviene artista famoso.

A veces pienso que nos parecemos un poco al chico del cuento. Nosotros no dibujamos gatos, no. (Y menos en este caso, cuando al líder de la pandilla que nos acosa se lo considera felino en la acepción tumbera del término.) Pero tenemos otro extraño talento, el de no dudar en salir a las calles y ocuparlas y reclamar desde allí cada vez que intuímos que algo delicado está en juego. Los poderosos dicen que es un talento inútil, en tanto no conduce a nada: el 10 de julio no exhibirá cambio alguno y el 11 habrá quedado en el pasado. Pero un día volveremos a hacer lo de siempre y nos quedaremos en las calles —a las que empequeñecemos siempre, de tantos que somos— durante todo el tiempo que haga falta y esa vez, aunque no entendamos bien por qué, algo cambiará; y así los perros que dibujábamos sin saber para qué servían cumplirán la misión para la que se perfeccionaban, desde que agarramos el lápiz por vez primera.

 

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