El reino está desnudo

Isabel de Sebastián, que vive parte del año en Estados Unidos, cuenta el coronavirus desde Brooklyn.

Despertarse y sentir una nueva forma del miedo, habiendo conocido tantas. Lavo los platos del desayuno y pienso en nuestros antepasados que sintieron la aprensión del contagio y la muerte en tiempos en los que, si la peste llegaba al pueblo, arrasaba con la mayoría de la población. Miedo atávico: puedo explicarme y racionalizar, comprar alcohol en gel, seguir las indicaciones de la OMS, pero ahí está esa angustia súbita, debo tenerla en algún lugar del ADN. Estoy en una ciudad inmensa donde el riesgo de transmisión está por explotar. Tengo a mi familia aquí, algunos de mis queridos con edades de alto riesgo. Estoy en el país económicamente más poderoso del mundo, pero gran parte de la población no va al médico porque el seguro es carísimo e igualmente pagas una fortuna de "deducible" antes de que el sistema comience a pagar algo. No hay salud pública salvo para gente bajo el nivel de pobreza y los jubilados. A cargo de la crisis está el Vicepresidente Pence, culpable de miles de muertes en los tiempos de la epidemia del SIDA por haber votado contra la financiación del test. Los médicos a domicilio no existen aquí. Si terminás en un hospital, las posibilidades de que te llegue una cuenta impagable que te arruinará de por vida son enormes: salvo que tu seguro sea por empleo (situación cada vez más escasa, por la creciente precarización del trabajo), estás sin red. El capitalismo más feroz queda aquí desenmascarado. La fragilización a la que somete a los ciudadanos queda cada vez más expuesta. Y este es el sistema a cuyos brazos el mundo parecía estar arrojándose. Trago saliva y seco los platos, sintiendo adentro algo parecido a un rezo, como en una escena de hace varios siglos en un pueblo pequeño y asustado.

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Hace sólo unos pocos días, durante una semana que era vital para contener la propagación, Trump se encargó de desestimar el alcance del coronavirus diciendo que en un par de semanas no habría más casos, culpó a los demócratas de estar “inventando” un problema para atacarlo, puso en duda la necesidad de cancelamiento de su multitudinario mitín proselitista y bautizó al Covid-19 como “el virus chino”. También continuó actuando la masculinidad de sus apretones de manos, incluyendo las de un portador (adujo no necesitar el test a pesar de ese contacto, hasta que lo convencieron que debía hacérselo), y siguió trabajando cara a cara con sus empleados sin saber si portaba el virus. Finalmente, y demasiado tarde, tuvo que aceptar una realidad que para todo el resto del mundo era evidente. Lo hizo con su grandilocuencia habitual, asegurando que las medidas tomadas son brillantes, que su respuesta exitosa no tiene precedentes y que será la mejor de la historia. También dijo que hay tests “perfectos” para todos, y se autocalificó con diez puntos por su actuación ante la crisis. Lo que no dijo es que este año decidió recortar en 1.300 millones de dólares el presupuesto anual del Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) del Departamento de Salud, y prefirió no responder sobre la total desaparición, en 2018, de la oficina de Seguridad Sanitaria Global y Biodefensa del Consejo de Seguridad, la cual tuvo un rol fundamental en la lucha contra el ébola. El Rey está desnudo, pero también lo está el reino, y los ciudadanos, y hace frío aquí.

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En Brooklyn, barrio cuyo nombre recorre el mundo en cientos de miles de remeras estampadas, comenzamos a vivir una película distópica, como tantas que se han filmado aquí, sólo que esta vez los actores somos los vecinos. Estamos hablando de una gigantesca población urbana con una franja altísima de personas con graves problemas de salud, y una cantidad de tests de coronavirus que, por el momento, no alcanzaría para cubrir los posibles casos de Sierra de la Ventana. Frente a nosotros aparecen los verdaderos colores de este sistema que tantos ponderan. Por ahora, en Nueva York seguimos sin un número de teléfono específico para llamar. Te comunicás con el médico y te manda al #311 de la municipalidad, donde elegís entre un menú que va de información sobre recolección de basura a reglas de estacionamiento, pasando por "si es por temas de coronavirus consulte a su médico". Así que volvés a llamar al médico, que contesta tarde y agotado, y nos dice que no tiene protocolo, que no le mandaron guías, que no sabe dónde hay kits. Mientras, la venta de armas en la ciudad sube notablemente, la primera vez en el país que esto sucede por un virus, o más bien, por los problemas sociales que pueda causar la pandemia. Por lo demás, bien, gracias.

 

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Los hermanos Matt y Noah Colvin (nombres que suenan a personajes de los hermanos Cohen) tienen 17,700 botellas de alcohol en gel que compraron en un raid a través de docenas de pueblos en un par de días, con la idea de revenderlos en Amazon o eBay. Esta vez les tocó un algoritmo justiciero que les impidió la especulación, y ahí están, apesadumbrados, sentados en un granero bajo una montaña de frascos de alcohol, mientras yo hace días que no consigo ni uno. Pero bueno, tampoco consigo marca alguna de acetaminophen, el antifebril que me aconsejó el médico, porque aparentemente el ibuprofeno podría empeorar la enfermedad. Sin test y sin antifebril se me complica. Y pienso, menos mal que a mi hijo mayor se le fue la tos. Menos mal que quiero a muchos, y que muchos me quieren, tantos de ellos en Argentina. Menos mal que allí esta catástrofe sideral e incierta llega teniendo un Presidente como Alberto.

 

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¿Que vivan los estudiantes? 

La Universidad de Nueva York (NYU) es un ejemplo del tipo de extrema transformación neoliberal a través de los años. En su caso, ha pasado de ser una institución académica a una compañía de bienes raíces, siendo la segunda empresa no estatal que más inmuebles tiene en la ciudad. NYU cobra cifras astronómicas a sus alumnos por camas en habitaciones compartidas, superando el precio de mercado. Por otra parte, cuadriplicó sus fondos por ganancias (endowment) a más de 4.350 millones de dólares desde el año 2000, y cobra a sus alumnos el doble de la media nacional (U$S 60.000 al año de matrícula). La universidad, que a esta altura vende más su “marca” que su excelencia, tiene una creciente cantidad de maestros de contratación precaria, el 54% de su planta, unos puntos más arriba que la media nacional. Esto significa que la mayoría de los maestros no tienen ninguna seguridad sobre el futuro de su trabajo, ni vacaciones, ni seguro de despido.

¿Cómo responde esta institución tan renombrada al coronavirus? Este 18 de marzo todos los estudiantes recibieron una notificación: Tienen 48 horas para juntar sus pertenencias y dejar las habitaciones donde viven. Si no lo hacen, la universidad enviará sus cosas por correo a la dirección que figura en sus contratos, y ya no tendrán posibilidad de acceso a los lugares que ya pagaron hasta mitad de mayo. Sorprende, aunque no tanto, el cinismo de las razones aducidas: “Quizás esas habitaciones se necesiten para enfermos”. La Universidad de Nueva York no necesita dejar a nadie en la calle para crear amplios hospitales de campaña: con sólo sus instalaciones deportivas y auditorios pueden albergar decenas de miles de camas. Una multitud de pibes volverán como puedan a sus casas, estresados hasta los huesos, hacinándose en los aeropuertos y en los autobuses, contagiándose entre ellos y a los que encuentren en su camino. Esta es la irresponsabilidad y la crueldad a la que puede llegar una institución (en principio “sin fines de lucro”) al pasar, en cuestión de un par de décadas, de ser un agente de aprendizaje a una maquinaria despiadada y disruptiva, tanto para los alumnos como para los profesores. El coronavirus le saca el velo a la mueca despiadada de la codicia. Los paradigmas ahora están allí, claritos, frente a todas las miradas. Buena ocasión para hacerles rendir cuentas a muchas instituciones como la venerable y cada vez más siniestra Universidad de Nueva York.

 

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Whole Foods es una empresa que pertenece a Jeff Bezos,el dueño de Amazon y del diario Washington Post que en este momento es el hombre más rico del planeta. En una notificación de esta semana el CEO de Whole Foods, John Mackey, les explicó a los empleados (en su amplísima mayoría temporarios y sin derechos) que pueden donar su PTO (lo percibido por ausencias por enfermedad o vacaciones) a un fondo  de ayuda para los trabajadores que tengan problemas de salud por el coronavirus. Sé que es insólito e increíble, pero el hombre más rico del mundo, que podría mantener por décadas a poblaciones enteras de varios países pequeños, les pide a sus trabajadores, en un momento como el que vivimos, que se banquen entre ellos. Cabe recordar que Amazon pagó U$S 0 (cero) en impuestos por sus ganancias de 11 mil millones anuales durante el año pasado.

Por otra parte, el New York Sports Club, una de las cadenas de gimnasios más visible de la ciudad, suma interacciones en Twitter a la velocidad de la luz, pero no precisamente por su loable conducta en tiempos difíciles. En los primeros días de la crisis sus directivos se negaban a cerrar locales, aduciendo que “es importante estar en forma en estos momentos”. Ahora que está paralizada la ciudad, le informaron a sus usuarios que si quieren “congelar” su membresía hasta que pase el temblor, deberán pagar U$S 15. La catarata de odio generada es una muestra más de cómo los negocios en los tiempos del coronavirus tienen una gran oportunidad de mostrar su columna vertebral (o por lo menos su capacidad de relaciones públicas).

Mientras tanto, hay también noticias como la de LVMH (conglomerado que incluye por ejemplo a Louis Vuitton) que anuncia que por el momento transformará sus fábricas de perfume en productoras de alcohol en gel que distribuirá gratuitamente, o la de Gary Neville, dueño de una cadena de hoteles en Inglaterra que acaba de ofrecerlos íntegramente para ser usados por el Servicio Nacional de Salud. Estas noticias vienen de Europa. Aún no encuentro ese tipo de relatos aquí. Pero los debe haber, y sin duda, se multiplicarán. Quizás, del otro lado de esta crisis, podamos comprender que la solidaridad es un imperativo moral y un resplandor de la redención humana, pero que también puede ser un buen negocio. ¿Estaremos yendo hacia una supervivencia empresarial del más empático? Imagino un auditoría post-pandemia donde los ciudadanos castigaremos y premiaremos con nuestro consumo a las empresas que estuvieron a la altura de la situación. El paradigma tiene que cambiar. Por lo menos yo, mirando desde mi ventana las calles aún invernales y casi desiertas, sé que ya no seré la misma.

 

 

 

  • Isabel de Sebastián prefiere definirse como cantante y cancionista. Desde los '80 con la banda Metrópoli y a través de una riquísima solista se ha convertido en una de nuestras artistas populares más notables. En pocos días más difundirá su nueva obra, "Corazonada".

 

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