En marzo de 1852, el Presidente de los Estados Unidos, Millard Fillmore, atendiendo al pedido de comerciantes y armadores norteamericanos, autorizó una expedición naval al Japón para abrir sus puertos al comercio internacional. Encargó la misión al comodoro Matthew Perry, que en julio de 1853 penetró en el puerto de Tokio con cuatro barcos y transmitió a las autoridades locales que regresaría al año siguiente con una nueva flota cargada de mercancías que debían ser admitidas para evitar que tuviera que entrar a cañonazos.
En febrero de 1854 regresó al mando de una flota de siete cañoneras bien artilladas y cargadas con mercancías estadounidenses. Las autoridades japonesas optaron resignadamente por evitar el conflicto accediendo a la apertura de sus puertos, firmando un tratado con los Estados Unidos que regulaba el comercio.
Eran los métodos propios de la época del colonialismo, como ya lo había demostrado Gran Bretaña en 1841, cuando emprendió la guerra contra China para garantizar el libre comercio del opio y lucrar con su comercio. Los británicos tomaron Cantón, luego Shanghai y bombardearon diversos puertos, por lo que China se vio forzada a pedir la paz. En agosto de 1842 debió ceder Hong Kong a Gran Bretaña, accedió a facilitar el comercio del opio pese a los estragos que causaba en la población y debió pagar una indemnización de 20 millones de dólares.
La aplicación de un arancel del 50% a los productos procedentes de Brasil dispuesta por el Presidente estadounidense Donald Trump, como medida de presión para evitar que la Justicia brasileña procese a Jair Bolsonaro, guarda un aire de familia con el uso de las cañoneras en el siglo XIX para imponer la ley del más fuerte.
Los anuncios de Trump
Donald Trump no ha tenido reparos en reconocer que la imposición de un elevado arancel a Brasil obedece a una estrategia que supone una clara injerencia en los asuntos internos del gigante sudamericano. En una carta que envió al ultraderechista ex Presidente del Brasil, dijo textualmente: “Vi el terrible tratamiento que estás recibiendo en manos de un sistema injusto dirigido contra ti. ¡Este juicio debe terminar inmediatamente!”
La exigencia de Trump llegó luego de que la Fiscalía de Brasil pidiera una condena de cárcel para Bolsonaro y sus colaboradores más cercanos por organizar un golpe de Estado que incluía como objetivo el asesinato de Lula da Silva, del Vicepresidente Gerardo Alckmin y del juez del Supremo Tribunal Federal (STF), Alexandre de Moraes. Este último había adoptado decisiones penalizando la desinformación y los delitos de odio en las plataformas de las grandes tecnológicas. Por ese motivo Trump añadía en la carta un reclamo por “los ataques a la libertad de expresión, tanto en Brasil como en Estados Unidos, procedentes del actual gobierno”, en referencia a las medidas adoptadas por la Justicia brasileña. La carta finalizaba con una velada amenaza: “Mi más sincera esperanza es que el gobierno de Brasil cambie de rumbo, pare de atacar oponentes políticos y acabe con su ridículo régimen de censura. Estaré observando de cerca”.
Según un informe del Departamento de Estado, "la persecución de figuras políticas brasileñas cercanas al ex Presidente Bolsonaro, así como las restricciones a las plataformas tecnológicas extranjeras, son percibidas por Estados Unidos como un ataque a la libertad de expresión y un desafío a la soberanía tecnológica". En cuanto a la sanción contra Alexandre de Moraes, a quien se le ha prohibido el ingreso a Estados Unidos, se basa en una aplicación arbitraria de la ley Magnitsky, que autoriza al gobierno estadounidense a sancionar a ciudadanos extranjeros implicados en "actos de corrupción o violaciones a los derechos humanos". La ley recibe su nombre de Sergei Magnitsky, un abogado ruso que murió en una prisión de Moscú en 2009 tras ser encarcelado por denunciar casos de corrupción de alto nivel.
El actual Presidente de Brasil respondió en tono sereno pero firme, calificando la decisión de Trump de una clara "desviación de todos los estándares de negociación diplomática". Señaló, en términos pedagógicos, que "cuando hay un desacuerdo comercial o político, se llama por teléfono, se programa una reunión, se habla y se intenta resolver el problema. Lo que no se hace es imponer impuestos y dar un ultimátum". Lula recordó que luego de negociar durante meses, “esperábamos una respuesta y lo que vino fue un chantaje inaceptable, en forma de amenazas a las instituciones brasileñas, y con informaciones falsas sobre el comercio entre Brasil y Estados Unidos”. Lula añadió que las redes sociales, como el resto de empresas, deben estar sujetas a la ley brasileña y evitar difundir desinformación y discursos de odio. Afirmó que Brasil usará todos los instrumentos legales para defenderse, incluida la Ley de Reciprocidad Económica, que podría aumentar los aranceles a los productos procedentes de Estados Unidos si finalmente se cumple la amenaza de Trump.
Paradójicamente, las medidas de Trump han fortalecido a Lula en el plano interior. Inclusive políticos conservadores, como João Amoêdo, uno de los fundadores del partido de derecha Partido Novo, calificó las sanciones como “un intento inaceptable de injerencia extranjera en el sistema judicial brasileño”. También Eduardo Leite, que gobierna el estado de Rio Grande do Sul, dijo que no puede aceptar “que otro país intente interferir” en las instituciones de Brasil.
El principio de no intervención
El principio de no intervención en los asuntos internos de cada Estado surgió en el siglo XIX como corolario necesario del principio de soberanía estatal. Las frecuentes intervenciones armadas de Estados Unidos y las grandes potencias europeas motivaron que los países latinoamericanos adoptaran una militante actitud anti intervencionista.
Durante muchos años, estos países realizaron denodados esfuerzos para obtener la incorporación del principio de no intervención al derecho internacional, bajo la incuestionable premisa de que existe una igualdad entre los Estados que impide que prevalezca la voluntad del más fuerte. Estos intentos se plasmaron en la doctrina Drago, anunciada en 1902 por el ministro de Relaciones Exteriores argentino durante la segunda presidencia de Julio Roca, Luis María Drago. Fue una respuesta diplomática a las acciones del Reino Unido, Alemania e Italia, quienes impusieron un bloqueo naval a Venezuela para obtener el pago de una cuantiosa deuda externa. La doctrina Drago establecía que ningún Estado puede utilizar la fuerza contra una nación americana con la finalidad de cobrar una deuda financiera.
En la Séptima Conferencia Interamericana de Montevideo de 1933 se consagró el principio de no intervención en la Convención sobre Derechos y Deberes de los Estados, estipulando en el artículo 8 que “ningún Estado tiene derecho de intervenir en los asuntos internos ni en los externos de otro”. Este principio también fue recogido en el Pacto Saavedra Lamas y en el Protocolo de Buenos Aires sobre no intervención de 1936. La doctrina Saavedra Lamas se refiere a la propuesta del diplomático y político argentino Carlos Saavedra Lamas, que buscaba la paz internacional a través de la resolución pacífica de los conflictos. Saavedra Lamas obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1936 por su mediación en la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay. Finalmente, con la Carta Constitutiva de la OEA de 1948, el principio de no intervención alcanzó su plena consolidación.
En el marco de las Naciones Unidas, la Resolución 36/103 de 9 de diciembre de 1981 incorporó la “Declaración sobre la inadmisibilidad de la intervención y la injerencia en los asuntos internos de los Estados”, expresando que “los Estados tienen el deber de abstenerse de explotar y deformar las cuestiones relativas a los derechos del hombre con el fin de injerirse en los asuntos internos de los Estados”. De acuerdo con esta resolución, debe considerarse el principio de no intervención como figura jurídica diferente al principio de prohibición del uso de la fuerza. De este modo se engloban conductas muy amplias, como “los actos que pretendan obligar a un Estado a admitir la interferencia de otro Estado en su administración de justicia o en cualquier otra esfera de su competencia exclusiva”.
El silencio de Milei
Frente al descarado intento intervencionista de Donald Trump, el Presidente argentino, aliado tradicional de Bolsonaro, ha mantenido absoluto silencio, pese a que los arbitrarios aranceles provocan un grave impacto en la economía de nuestro principal socio comercial.
Es lamentable y causa dolor comprobar cómo los principios tradicionales de la diplomacia argentina, que prestigiaron a nuestro país, son abandonados y pisoteados por un improvisado que solo ha estudiado economía y carece de una mínima formación en el resto de materias. A lo que se debe añadir que en el plano internacional se ha abonado a doctrinas basadas en parámetros mesiánicos, absolutamente desprovistas de realismo y sentido común. Es difícil evaluar el costo que ha de pagar la Argentina por esta dura travesía por el séptimo círculo del infierno de Dante, reservado para las almas de los violentos, aquellos que en vida se entregaron a la malicia y la crueldad.
En el plano internacional, la política tradicional de los neocons estadounidenses de quebrar el sistema de Naciones Unidas sigue adelante con un resultado desesperanzador. El unilateralismo duro y rudo de Trump está rompiendo el débil entramado del derecho internacional hasta hacerlo irreconocible. Se impone así la visión de los partidarios de incrementar el gasto militar porque consideran que la paz sólo se consigue por medio de la fuerza. De este modo, las grandes potencias super militarizadas frustran la posibilidad de un nuevo orden más representativo, plural y cosmopolita, basado en el respeto a los derechos humanos y la igualdad entre las naciones.
Si los Estados militarmente poderosos, como Israel, pueden violar tranquilamente las convenciones internacionales sobre derecho humanitario y cometer graves crímenes de guerra a la vista de todo el mundo, el intento de regular la vida entre los Estados evidencia un claro fracaso. Sin embargo, lo único cierto es que sin un entramado institucional respetado internacionalmente será imposible la solución de los grandes problemas comunes de la humanidad. El objetivo de imponer una supremacía evitando políticas de moderación y equilibrio nos pone al borde de una catástrofe de dimensiones incalculables.
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