El retorno de viejas recetas

Seguridad interior y democracia

 

 

Entre la crisis y la excepcionalidad

En tiempos de crisis, lo excepcional se vuelve tentador. En nombre del orden, la eficiencia o la defensa de la Nación, se habilitan prácticas que alteran el delicado equilibrio entre libertad y autoridad; en otras palabras, afectan el ejercicio del poder dentro del marco legal y de manera socialmente responsable. En la Argentina, esa zona fronteriza tiene una trágica historia conocida: es aquella que diluye los límites entre defensa nacional y seguridad interior. Lo que está en juego no es solamente una cuestión técnica o doctrinal, sino la arquitectura democrática de un país soberano. 

Los recientes decretos que habilitan la intervención de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior, sumados a ciertos discursos políticos internacionales —como los del futuro embajador de Estados Unidos en la Argentina—, apuntan a una peligrosa reconfiguración institucional que reactualiza la lógica de la doctrina de seguridad nacional. La remanida fórmula de la injerencia estadounidense para el “mejoramiento de la calidad democrática” en países soberanos —incluida la lucha contra el comunismo— tiene una nueva versión.

 

 

Doctrina de seguridad nacional: una arquitectura ideológica del control

 

La historia ofrece advertencias. Los casos del Plan CONINTES y la doctrina de la seguridad nacional en los años ‘70 terminaron en graves violaciones a los derechos humanos. No es casual que las leyes sancionadas en democracia establecieran de forma expresa la prohibición de tareas de seguridad interior por parte de las Fuerzas Armadas, salvo en casos excepcionales y bajo conducción política clara.

La doctrina de seguridad nacional nunca constituyó un cuerpo jurídico formalizado, sino una construcción ideológica que estigmatizó al socialismo en general y al comunismo en particular, legitimando así el uso de la fuerza militar frente a supuestas amenazas internas. En su formulación clásica, gestada en el contexto de la Guerra Fría, redefinió el rol de las Fuerzas Armadas en América Latina: ya no se trataba únicamente de repeler ataques externos, sino de combatir a los llamados enemigos internos, etiquetados como “subversivos”, “insurgentes” o “enemigos del orden”.

En otras palabras, la doctrina de seguridad nacional otorgó al aparato militar una misión de tutela sobre el cuerpo político, habilitando golpes de Estado y lógicas de excepción sostenidas en el tiempo. Esta doctrina, importada y adaptada al contexto latinoamericano con fuerte influencia estadounidense, posibilitó prácticas sistemáticas de represión estatal, tortura y desapariciones forzadas.

 

 

El retorno de una doctrina por otros medios

 

Los decretos 1107/2024 y 1112/2024, junto con la Resolución 347/2025 del Ministerio de Defensa, avanzan hacia una redefinición del rol militar en la seguridad interior. Bajo el pretexto de combatir “nuevas amenazas” —como el narcotráfico, el terrorismo o los ciberataques—, estas normas habilitan la actuación de las Fuerzas Armadas dentro del territorio nacional, erosionando las barreras legales construidas durante la posdictadura para impedir abusos institucionales.

Es crucial señalar que este desplazamiento doctrinario no viene acompañado de un debate legislativo que contemple la reforma del sistema, sino que se impone mediante decretos, lo que viola el principio de legalidad consagrado en el artículo 99 inciso 2° de la Constitución nacional. En efecto, el Presidente no puede legislar sobre materias propias del Congreso, y mucho menos alterar el espíritu de leyes fundamentales como la Ley de Defensa Nacional (23.554) o la Ley de Seguridad Interior (24.059).

 

 

El “fantasma del norte”: la influencia estadounidense

 

Un elemento no menor en esta reconfiguración es la reciente declaración del candidato a embajador de Estados Unidos en la Argentina, Peter Lamelas, ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado estadounidense. Al comienzo de su intervención, el futuro representante aludió a la necesidad de “cooperación estratégica” en áreas como seguridad, control de fronteras y lucha contra el crimen organizado. Si bien en apariencia se trata de enunciados diplomáticos estándar, el contexto regional y las experiencias históricas dotan a estas palabras de una densidad preocupante.

Lo más inquietante surgió cuando Lamelas prometió “limitar la influencia maligna de China en la región”, “visitar a los 23 gobernadores”, “apoyar a Javier Milei” en su gestión al frente del Ejecutivo, y manifestó su acuerdo con que Cristina Kirchner “reciba la justicia que se merece”. A todas luces, una intromisión inadmisible en asuntos de política interna y jurisdiccional —casi una declaración de tutelaje colonial— a un país soberano como el nuestro.

Por otro lado, como ha demostrado la historia, la influencia de Estados Unidos sobre las doctrinas de defensa en América Latina ha sido persistente. La Escuela de las Américas, centro de formación militar con sede en Panamá, fue uno de los principales canales de difusión de la doctrina de seguridad nacional. Allí se formaron oficiales que luego protagonizaron golpes de Estado y represiones masivas. Hoy, si bien el lenguaje ha cambiado, el mensaje conserva antiguos ecos: los problemas internos deben abordarse con herramientas de índole militar y con respaldo y asesoramiento extranjero. Además, persiste una contienda solapada contra la presencia de China en la región, como una sutil evocación del comunismo de posguerra.

 

 

El riesgo institucional de la militarización

La militarización de la seguridad interior tiene efectos estratégicos e institucionales adversos. En primer lugar, afecta el principio de distinción de funciones entre defensa y seguridad, central en cualquier sistema jerárquico y profesionalizado. Las Fuerzas Armadas están preparadas para la guerra, no para el patrullaje civil. Su doctrina, entrenamiento y equipamiento no están diseñados para lidiar con la complejidad de conflictos sociales internos, que requieren herramientas de contención no letales, mediación y trabajo comunitario. La multidimensionalidad de la seguridad, estudiada como fenómeno social, no puede restringirse únicamente a la presencia de personal armado en las calles.

En segundo lugar, esta política debilita la profesionalización del instrumento militar. Como ha demostrado la experiencia mexicana con la militarización de la “guerra contra el narcotráfico”, las Fuerzas Armadas se ven expuestas a tareas para las cuales no están preparadas, lo que conlleva riesgos de corrupción, violaciones de derechos humanos y desgaste institucional. En otras palabras, transformar a las Fuerzas Armadas en policías improvisados no solo viola leyes fundamentales, sino que también las debilita, justo cuando el contexto internacional exige, más que nunca, su fortalecimiento y profesionalización.

Por último, se afecta el control democrático del uso de la fuerza. El traslado de atribuciones civiles a la esfera militar sin mediación del Congreso ni de organismos de derechos humanos constituye una regresión en términos de calidad institucional.

 

 

Legalidad en suspenso: decretos versus ley

Uno de los aspectos más críticos de esta reconfiguración es la manera en que se está llevando adelante: mediante decretos del Poder Ejecutivo que modifican de hecho leyes aprobadas por el Congreso. La Ley de Defensa Nacional de 1988 y la de Seguridad Interior de 1992 establecen con claridad que las Fuerzas Armadas no pueden intervenir en asuntos de seguridad interior, salvo bajo circunstancias extraordinarias, con autorización parlamentaria y conducción política clara.

Así las cosas, la ley de seguridad interior dispone en los artículos 27 al 32 cuándo, cómo y por qué esto puede ocurrir. El artículo 27 establece que las Fuerzas Armadas pueden llevar a cabo operaciones de apoyo a las fuerzas de seguridad cuando estas hayan perdido dicha capacidad. En tanto, los artículos 28 y 29 abordan la problemática de las agresiones a unidades militares y su defensa o recuperación. Finalmente, los artículos 30 al 32 tratan, con exclusividad, los extremos que deben cumplirse para que las Fuerzas Armadas se desplieguen en operaciones de combate, toda vez que las fuerzas de seguridad hayan sido superadas y no puedan restablecer el orden interno.

Sin embargo, y en clara violación a lo dispuesto en las precitadas normas, el ministro Petri firmó la Resolución 347/25 y materializó el despliegue militar con amplias atribuciones y facultades. Esta interpretación expansiva del rol militar erosiona la seguridad jurídica y el control político.

 

 

¿Hacia una doctrina “de facto”?

El conjunto de medidas y discursos mencionados apunta a una mutación doctrinaria no declarada, pero activa: una doctrina de seguridad nacional “de facto”, que opera por omisión de los controles institucionales y aprovechamiento de las zonas grises del derecho. La “eficiencia” como justificativo comienza a ocupar el lugar del derecho como fundamento de la autoridad estatal. Y allí radica el mayor peligro.

Judicializar protestas, militarizar territorios, deslegitimar a opositores como “enemigos internos” o “infiltrados” forma parte de una lógica de gobernabilidad autoritaria que reintroduce patrones históricos profundamente dañinos. No se trata solamente de una cuestión jurídica, sino también simbólica y política: la naturalización del uso de la fuerza como mecanismo de control social.

 

 

Un espejo retrovisor para la democracia

Argentina ha logrado, con esfuerzo, construir un modelo de seguridad democrático basado en la separación de funciones, el control político y el respeto a los derechos humanos. Este modelo ha sido imperfecto y, en muchos casos, ineficaz frente a desafíos complejos como el crimen organizado o el tráfico transnacional. Pero representa un camino institucional que, con reformas y recursos, puede fortalecerse.

El retorno de la lógica militar como herramienta de gestión interna no solo representa un retroceso, sino un camino de alto costo político, social e institucional; no se debería permitir que las soluciones fáciles de hoy se conviertan en las pesadillas del mañana. El uso de las Fuerzas Armadas como respuesta a problemas estructurales revela una falla del sistema político para construir soluciones civiles y democráticas.

 

 

Defensa de la institucionalidad frente a la excepción

La seguridad democrática exige reglas claras, funciones definidas y controles institucionales robustos. Diluir las fronteras entre defensa nacional y seguridad interior implica desdibujar la legalidad y, con ello, debilitar los fundamentos de la convivencia democrática.

El avance de una nueva doctrina de seguridad nacional, disfrazada de modernización o eficacia, debe ser denunciado y debatido. No se trata de erigir a las citadas leyes como contenidos dogmáticos indiscutibles, sino todo lo contrario. Es necesario institucionalizar el debate y llevarlo adelante en el ámbito propicio y determinado por la Constitución nacional: el Congreso de la Nación.

Si bien, por definición, el Estado ostenta el monopolio de la fuerza, no es menos cierto que ese ejercicio debe estar categorizado por su uso y objetivos. En este sentido, el empleo de la fuerza, en términos militares, implica el uso extremo de la violencia estatal, persiguiendo objetivos concretos: soberanía, integridad territorial, autodeterminación y la vida y libertad de los habitantes de la Nación, frente a actores que, por su organización y poder de fuego, representen una amenaza a esos intereses vitales.

Por su parte, la violencia ejercida por las fuerzas policiales tiene como finalidad hacer cesar conductas delictivas, así como también neutralizar la amenaza con el mínimo uso necesario de la fuerza, preservar la vida de las personas y conducir al infractor ante la autoridad judicial competente, para que esta determine responsabilidades y aplique, si corresponde, las sanciones previstas por el Código Penal.

De este modo, puede definirse sintéticamente la aplicación del monopolio de la fuerza por parte del Estado: categorizando su uso según ámbitos de acción, poder de fuego —principio de proporcionalidad— y objetivos claramente diferenciados. Es decir, que los fines a defender y las amenazas a neutralizar determinan el nivel de respuesta estatal.

La historia argentina demuestra que, cuando las Fuerzas Armadas asumen funciones civiles, el resultado no es más seguridad, sino menos democracia. Asimismo, cuando actores foráneos se involucran en decisiones soberanas, lo hacen en defensa de sus propios intereses, y el país termina perdiendo recursos estratégicos y profundizando procesos de desindustrialización que impactan de forma letal en el tejido social. Hoy, más que nunca, es fundamental mirar por el espejo retrovisor para no repetir errores que aún persisten en la memoria colectiva.

 

 

* Roberto C. López es director de la Maestría en Seguridad Pública de la Universidad Argentina John F. Kennedy y coordinador del Área de Asuntos Estratégicos del Instituto de Políticas Públicas y Estado de la UNLa. Consultor.

 

 

 

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