El lunes 12 de agosto del 2019, el todavía Presidente Mauricio Macri dio una conferencia de prensa junto a su candidato a Vice, Miguel Ángel Pichetto. Con cara de tránsito lento, culpó al kirchnerismo por las turbulencias financieras: “El riesgo país sube porque en el mundo hay miedo de que los argentinos quieran volver atrás”. El día anterior, la fórmula del Frente de Todos había obtenido más de quince puntos de diferencia con respecto a Juntos por el Cambio en las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO). No sin cierto candor, Macri se había ilusionado con dos encuestas imaginarias publicadas unos días antes en Clarín, que anunciaban “un final cabeza a cabeza” con una leve diferencia a favor del Frente de Todos en la primera vuelta y una victoria de Juntos por el Cambio en la segunda. Al creer en esas encuestas amañadas, el Presidente padeció el llamado Mal de Tony Montana, que consiste en consumir el producto que sólo se debe vender.
Con fastidio, Macri explicó a los periodistas que “los que no nos votaron representan una bronca del proceso duro económico que arrancó con la herencia que recibimos”. También sostuvo que “el problema que tenemos es que la alternativa no tiene credibilidad. El kirchnerismo debería hacer autocrítica”. El kirchnerismo debía hacer una autocrítica por su victoria y no el oficialismo por su derrota. “El Presidente está en control”, aseguró Pichetto hacia el final de la conferencia, lo que no hizo más que confirmar el visible desconcierto de ambos.
Entre la pesada herencia recibida del inicio y el miedo al kirchnerismo del final, “el mejor equipo de los últimos cincuenta años”, como lo definía el propio Macri, fue en realidad un gobierno jardín de infantes, sin responsabilidad alguna sobre sus decisiones.
Hace unos días, Federico Sturzenegger –un funcionario que incendió el país dos veces y aspira a mejorar su marca– habló con algunos periodistas sobre la volatilidad financiera. “No es riesgo país, es riesgo Kuka”, afirmó, y llamó a que la gente “apoye el rumbo que estamos tomando” en las elecciones de medio término.
Unas semanas atrás, el banco de inversión JP Morgan recomendó a sus clientes vender los bonos argentinos: “Con el pico de ingresos agrícolas ya superado, la probabilidad de salidas continuas de divisas por turismo, posible ruido electoral y cierto bajo rendimiento del peso (...) preferimos dar un paso atrás y esperar”. Desensillar hasta que aclare, hubiera dicho el General Perón.
Lo más notable del texto, escrito en la lengua franca de los financistas, es la comparación de las elecciones a un ruido, es decir, a algo objetivamente negativo. Federico Furiase, director del Banco y asesor del Ministerio de Economía, retomó ese extraño concepto y afirmó “el JP Morgan se está haciendo eco del ruido electoral y el ruido electoral en realidad es básicamente lo que dicen unos y otros”. Entre esos “otros”, el funcionario destacó las “proclamas políticas” de CFK, que buscan “hacer ruido económico para afectar, en definitiva, políticamente al gobierno”. Al parecer, según el funcionario, la ex Presidenta pretende “intervenir en la economía”, un pecado capital a menos que esa intervención consista en pisar los sueldos y las jubilaciones, y endeudarnos para entregar dólares baratos listos para la fuga.
La noción de ruido electoral, sin embargo, no se limita sólo a nuestra derecha, hoy extrema derecha, sino que hace su camino en otras latitudes. Entre los dueños de las grandes empresas tecnológicas, por ejemplo, que controlan las plataformas de redes sociales, los servicios informáticos y la inteligencia artificial, y que, al definir nuestro entorno digital, condicionan nuestra vida.
Desde la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas, esos tecno-ricos –para retomar la definición de Valeria Di Croce– se han posicionado mayoritariamente hacia la extrema derecha. El corrimiento político se explica por razones pragmáticas –como las promesas de Trump de recortar impuestos y desregular el sector (desde la eliminación de regulaciones ambientales hasta la limitación de las leyes antimonopolio impulsadas por los demócratas)–, pero también por razones ideológicas. Muchos de esos tecno-ricos consideran al progresismo como una amenaza hacia la libre empresa. El breve paso de Elon Musk en el gobierno de Trump fue el resultado de esa afinidad ideológica. Una gestión no exenta de críticas entre sus pares, como la de Bill Gates –dueño de Microsoft–, que lo increpó por haber recortado los recursos de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), decisión que supuso la discontinuidad de programas contra el VIH, la malaria o la polio: “El hombre más rico del mundo se ha involucrado en la muerte de los niños más pobres del mundo”.
El ruido electoral empieza a aparecer también como una preocupación en ese grupo de tecno-ricos que no tienen tristeza. El argumento se presenta desprovisto de carga política: las inversiones necesarias en el sector son tan colosales que requieren de políticas de largo plazo que trasciendan los limitados períodos presidenciales. En otras palabras, los vaivenes electorales serían incompatibles con el desarrollo económico o al menos lo complicarían.
No hay nada nuevo bajo el sol. En septiembre del 2016, durante el Foro de Inversiones y Negocios –más conocido como Mini Davos–, Esteban Bullrich, ministro de Educación del gobierno de Mauricio Macri, afirmó: “El problema es que nosotros tenemos que educar a los niños y niñas del sistema educativo argentino para que hagan dos cosas: o sean los que crean empleos, que le aportan al mundo esos empleos, crear Marcos Galperín (dueño de Mercado Libre), o crear argentinos que sean capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla”.
El mundo que nos ofrece nuestra derecha, hoy extrema derecha, tiene dos territorios. Uno minoritario, en el que el Estado garantiza todo tipo de incentivos y certezas, y en el que incluso las elecciones pueden ser asimiladas a un ruido que afecta las inversiones. El otro territorio, en el que vive la enorme mayoría de los ciudadanos, padece una realidad adversa –de ajuste y amenaza permanente–, con la terrible exigencia de no sólo aceptar la incertidumbre, sino incluso gozarla.
Los aplausos que el 0,1% más rico del país le dedicó al Presidente de los Pies de Ninfa en el Hotel Llao Llao en marzo del 2024 o la conferencia que dio en la Bolsa de Comercio de Rosario –donde prometió con frenesí vetar el aumento a los jubilados y la emergencia en discapacidad votados por el Congreso– ilustran el primer territorio. Los palazos y gases que, con precisión helvética, reciben cada miércoles los jubilados, o los recortes y agravios que padecen los trabajadores de los hospitales públicos, los científicos y los asalariados en general e incluso las personas discapacitadas y sus familias, ilustran el segundo territorio.
Los tecno-ricos y sus satélites disponen de al menos dos instrumentos para consolidar ese mundo bipolar. Por un lado, la letanía de extrema derecha que impulsa un cambio de paradigma: de la tradicional lucha de clases entre pobres y ricos, pasamos a la lucha entre pobres. El enemigo ya no es el rico caricaturizado con un traje con chaleco y un habano –como en los maravillosos dibujos de Quino–, sino el vecino pobre. Ya sea porque ese vecino es un “planero” –noción vaporosa que incluye desde un empleado público hasta quien recibe una asignación familiar– o porque es un extranjero, noción igualmente vaporosa que puede incluir a residentes, extranjeros ilegales o incluso a nacionales hijos de inmigrantes. El otro instrumento poderoso es el impulso al descreimiento en la democracia electoral, que se traduce por un aumento del ausentismo en los comicios. Que sólo vote una minoría le quita legitimidad a la política electoral y consolida el dominio del poder real. Le otorga a nuestros tecno-ricos la discrecionalidad que tanto exigen. Además, como sostiene Artemio López, esta tendencia constituye un “voto calificado estructural”, ya que se percibe un claro sesgo socio-económico en la no participación. La relación es directa: “A mayor vulnerabilidad social, más ausentismo electoral”. Un ausentismo que aumenta el peso político efectivo de los estratos socioeconómicos más altos, y que está potenciado por la proscripción de CFK, la candidata del espacio nacional y popular con mayor apoyo electoral.
Cuando el ministro Luis Caputo, el Timbero con la Nuestra, afirma que “cada día nos parecemos más a Perú”, se refiere a un modelo bipolar con apenas un 20% de integrados y una enorme mayoría de cuentapropistas a la intemperie, sin un Estado que le provea salud o educación. Un modelo que desde hace décadas expulsa ciudadanos hacia otros países. Hace casi veinte años que Julio Velarde preside el Banco Central de Reserva del Perú, mientras que en el mismo período se sucedieron nueve Presidentes, varios de los cuales fueron destituidos por el Congreso o terminaron presos. En realidad, poco importa el destino de esos mandatarios: ninguno tuvo el poder para definir la política económica del país. Ese es el sueño húmedo del JP Morgan o los Furiase de este mundo.
La tarea del kirchnerismo, el único espacio opositor relevante a la coalición político-empresarial que sostiene a Javier Milei, es desandar el camino que nos lleva hacia ese modelo de exclusión, un mundo con dos territorios antagónicos. El contraejemplo a tener en cuenta es el Frente de Todos, cuyo fracaso impulsó a una parte de la ciudadanía a confiar en un desquiciado. El kirchnerismo no debe volver a construir una alianza de referentes con bordes programáticos laxos para incluir a todos los que hoy se proclaman “anti-Milei”. Es un listado que podría incluir a Victoria Villarruel, a Alejandro Biondini o incluso a algunos empresarios que piden aún más ajuste.
Al contrario, el mejor camino para volver a representar a las mayorías es impulsar cambios mayores, inspirándose en el primer peronismo y los doce años kirchneristas. El odio tenaz de nuestro establishment hacia esos dos períodos políticos es una pista sobre su virtud. No se trata de defender un statu quo apolillado que la propia ciudadanía pone en tensión o conformarse con una democracia formal que se cae a pedazos, sino de radicalizar la agenda política, correr los límites de lo decible y dejar de tolerar lo inaceptable.
En definitiva, volver a transitar el ejercicio pleno e impaciente del poder, ese que genera mucho ruido electoral.
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