El secreto de mi éxito

Del ¿nuevo? Orson Welles y Falstaff a la desobediencia civil

 

La primera vez que vi El ciudadano (Citizen Kane, 1941) fue en el cine Arte, que estaba a metros de Corrientes y Nueve de Julio. Los únicos que asistimos a esa función de comienzos —o a lo sumo mediados— de los '80 fuimos quien esto escribe y la rata que, muy oronda, caminaba por el borde de la pantalla aún blanca. No sé qué opinó la rata porque piró antes de que volviesen las luces, pero a mí la peli me partió la cabeza. (Lo cual explica, entre otras cosas, por qué recuerdo una función de cine de hace treinta y pico de años.) Me pareció lo más deslumbrante que había visto, una paradoja perfecta: un film enorme, consagrado a un personaje —el magnate mediático Charles Foster Kane— que malogra su deseo de alcanzar grandeza.

Parte de lo que me enloquecía era que Orson Welles hubiese hecho una maravilla así a los 24 años. Durante un tiempo esa noción pendió sobre mi cabeza como espada de Damocles: sentía que si a los 24 no había creado una obra de esas dimensiones, mi vida iba a carecer de sentido. (Como imaginarán, eso no ocurrió. Menos mal. Pocas condenas son más crueles que la de obtener éxito antes de tiempo, cuando todavía se es un gil inmaduro.) Víctima de mi fascinación, se me escapó algo que debería haber encendido alarmas: que un pendejo talentoso —como Welles lo había sido— arrancase su carrera con un film sobre un viejo que contempla su vida reducida a cenizas era, cuanto menos, llamativo.

Pronto entendí que la grandeza malograda era una obsesión de Welles. Está presente en casi todos sus films: The Magnificent Ambersons (1942), Mr. Arkadin (1955), Touch of Evil (1958), Chimes at Midnight (1965) y la póstuma El otro lado del viento, que rodó entre 1970 y 1976 y acaba de estrenar Netflix, en un prodigioso acto de rescate. Claro, Welles tenía sus razones para ser sensible al tema. Huérfano de madre a los 9, prácticamente se había hecho cargo de su padre, Richard Head Welles, que ganó una fortuna con el invento de una lámpara para bicicletas para convertirse en un alcohólico irredimible. ("Orson no pudo ser nunca un niño", se lamentaba su tutor Roger Hill.)

 

Charles Foster Kane (Orson Welles), el dueño de un imperio mediático que termina en cenizas.

 

Por otra parte, una vez que se hizo famoso por sus incursiones radiales y firmó el contrato con la RKO que le garantizaba una libertad creativa inédita, El ciudadano fue víctima de un boicot que determinó su fracaso comercial. Welles y su guionista Herman Mankiewicz habían osado inspirarse en la vida de un hombre poderoso de verdad, pero mezquino y vengativo: el proto-Magnetto William Randolph Hearst, patriarca del periodismo amarillo de los Estados Unidos. Hearst no consiguió su objetivo de máxima —evitar que el film se estrenase—, pero presionó a las cadenas de distribución y El ciudadano se estrenó en pocas salas y consecuentemente perdió dinero. Ese piletazo hizo que Welles nunca volviese a conseguir una producción que le permitiese filmar tranquilo. Por el resto de su vida (o sea, lo que va de los 24 a los 70), sus pelis se vieron comprometidas por falta de dinero o libertad creativa; en más de una oportunidad quedaron inconclusas o arrastraron sus rodajes durante años, hasta que aparecía un nuevo productor o Welles ganaba un cheque como actor que reinvertía en sus films. ¿Cómo no iba a temer la frustración de sus mejores ambiciones?

La mayoría de sus protagonistas —que, para subrayar su comunión y ahorrar otro cheque, solía interpretar— son hombres de un enorme potencial, frustrado por sus debilidades. Eso vale tanto para sus versiones de Shakespeare (Macbeth, 1949; Othello, 1951) como para sus propias, neo-shakespirianas criaturas: el misterioso señor Arkadin, que pretende —convenientemente— haber olvidado su pasado; el policía Hank Quinlan de Touch of Evil, que fue un gran detective pero ahora prefiere fraguar pruebas a obtenerlas; el cineasta Jake Hannaford de El otro lado del viento, que trata de resucitar su carrera mediante un proyecto desesperado y termina muerto a los 70 (la misma edad de Welles al morir, por cierto), al estrellarse contra la pantalla de un autocine. (Esto no es un spoiler, ya que se lo aclara apenas empieza el film.)

 

Hank Quinlan (Welles), el policía que prefiere fraguar pruebas a obtenerlas.

 

Pero ese derrotero de frustraciones sufrió un sutil desplazamiento, que ningún film expresa mejor que Chimes at Midnight, su tercera obra basada en textos shakespirianos. Aunque toda experiencia parezca condenada al fracaso —desde que pocos escapan a la decrepitud y nadie elude la muerte—, existe una diferencia muy grande entre el fin que aguarda a millonarios vanos como Kane y Arkadin y el crepúsculo que cae sobre el magnífico John Falstaff.

 

Al servicio secreto de sí mismo

Y quién es este Falstaff, preguntarán. Una duda que no debería avergonzar a nadie. Shakespeare no escribió ninguna obra llamada Falstaff. Formalmente es un personaje secundario en ambas partes de Henry IV —de su ciclo de obras históricas— que asoma tambien en la comedia The Merry Wives of Windsor. Y sin embargo los académicos con cinturón negro en materia de Shakespeare, de William Hazlitt a Harold Bloom, coinciden en que es el más grande de sus personajes, en pie de igualdad tan sólo con el Hamlet que sí cuenta con tragedia a su nombre. Welles adaptó estas obras como base de Chimes at Midnight y se reservó el personaje de Falstaff, para el que se había preparado —bebiendo, fumando, comiendo a destajo y rodeándose de bellas mujeres— su vida entera.

 

Doll Tearsheet (Jeanne Moreau) y su adorado Falstaff (Welles).

 

Definir a Falstaff no es fácil, porque se trata de una contradicción ambulante. Por un lado, hay que admitir que el gordo es un turro: "Glotón, borracho, cobarde, mentiroso, lascivo, fanfarrón, tramposo, ladrón, pícaro, rufián, villano", lo describe Harold C. Goddard. Pero si bien no cuadra soslayar sus faltas, en las que incurre gozosamente, esa parte de su persona es la que concierne al Falstaff Inmoral; el hecho es que también existe el Falstaff Inmortal: "La vera encarnación del encanto, uno de los libertadores del espiritu humano, la figura cómica más extraordinaria de la historia de la literatura", confiesa Goddard casi a regañadientes.

Las obras shakespirianas que lo contienen se vertebran sobre una tensión: la que existe en las alturas del poder que el rey Henry IV obtuvo de modo discutible —e intenta cimentar— y la anti-educación que Falstaff prodiga al príncipe Hal, hijo del monarca, sustituyendo la universidad por la taberna rasa. La oportunidad que asiste al príncipe es única, desde que la compañía de Falstaff le permite entender cómo vive el pueblo y qué lo hace vibrar; y además lo ayuda, mediante su ingenio inagotable, a cuestionar todos los valores tradicionales. Visto desde hoy Falstaff es un proto-populista, con algo de peroncho en su defensa militante del goce de vivir (el gordo es dionisíaco, cree en el principio ordenador del placer) y mucho de anarquista gentil, en su defensa a ultranza de la libertad del espíritu para autodeterminarse. "La mitad de su encanto reside en el hecho de que es aquello que desearíamos ser y no somos: libres", dice Goddard. "(Falstaff) hace realidad el sueño eterno de todos los hombres: despertar por las mañanas sabiendo que no existe amo, ni empleador, ni necesidad física ni sentido del deber que lo reclame, y ningún miedo u obstáculo en su camino — sólo tiene por delante un día que es pura potencia y le pertenece por completo".

 

Falstaff, según la ilustración del célebre George Cruikshank.

 

Pero por detrás de su inmoralidad hay una cabeza pensante (digámoslo: hay método en su locura), y en el sentido menos convencional. No hay que olvidar que Shakespeare moldeó a Falstaff a partir de un cobarde legendario, Sir John Fastolfe. Pero lejos de acomodarse al estereotipo, Shakespeare lo dio vuelta. Que en una época tan dependiente de la industria de la guerra (el Henry IV histórico data del siglo XV, el dramaturgo vivió entre los siglos XVI y XVII) se animase a expresar un rechazo tan elocuente a los códigos que justificaban la violencia no podía sino ser revulsivo. "¿Puede el honor remendarte una pierna? No. ¿O un brazo? No. ¿Puede llevarse el dolor de una herida? No. ¿El honor no sirve entonces como medicina? No. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Y qué es la palabra honor? Aire, algo insignificante", dice Falstaff, a quien Harold Bloom define como "un Sócrates cómico". "¿Quién lo tenía? Aquel que murió el miércoles... El honor es apenas un escudo de armas de los que se lucen en un funeral: y así termina mi catecismo".

Al gordo se le permite (casi) todo porque es un atorrante encantador. Pero por debajo de su aire disoluto hay una elección, una decisión consciente respecto de cómo vivir, de qué hacer con la existencia que cayó en nuestras manos. A pesar de que podría aferrarse a los privilegios de su rango —no olvidemos que Falstaff es un Sir—, prefiere moverse en los márgenes de la sociedad y entre su gente de discutible estofa, donde la exuberancia no es una excepción sino la norma. Pero además, cuando la realidad parece conminarlo a optar entre la espada y la pared —por ejemplo, cuando se lo obliga a defender al rey en el campo de batalla, porque lo contrario implicaría pasarse al bando de aquel que desafía su poder—, Falstaff se caga en todo. No sobreactúa su alianza con unos u otros ni rechaza la violencia a partir de planteos éticos, porque ello podría costarle la cabeza. Simplemente finge que participa del juego y elude los peligros durante la conflagración, porque considera que hay algo más importante que esa paparruchada: su derecho a conservar la vida que quiere seguir viviendo en sus propios términos.

Hazlitt expresa la postura en términos inmejorables: "(Falstaff) es enemigo de todo lo que interfiera con su tranquilidad, y por lo tanto enemigo de todo lo serio, y especialmente de aquello que la va de respetable y moral. Porque esas cosas imponen límites y obligaciones y nos sujetan a esa antigualla que es la ley, y al imperativo categórico, y a nuestra posición y sus deberes, y a la conciencia y a la reputación y a la opinión de los otros y a un montón de molestias más... Pero decir que es su enemigo no sería del todo justo, porque implicaría que se toma en serio esas cosas, que reconoce su poder, cuando en realidad ni siquiera las toma en cuenta. Para él son absurdas, y reducir una cosa ad absurdum es reducirla a nada y alejarse de ella libremente y hasta con regocijo... No con la amargura del cínico, sino con la alegría de un niño". (Que es inocente mas nunca ingenua, cabría señalar. Falstaff es lúcido porque entiende que la vida es el sujeto ideal del verbo to play, en su doble acepción como juego y representación.) "Y por eso lo llenamos de loas, porque no ofende a nadie más que a los virtuosos y niega que la vida sea real o que la vida sea seria y nos libra de la opresión de semejantes pesadillas, elevándonos a la atmósfera donde se respira libertad verdadera".

Lo que Falstaff nos obsequia —lo que le regaló a Welles justo a tiempo, quiero creer— es una forma de ser-en-el-mundo que ayuda en una tarea que hoy no podría sernos más necesaria: la de restarle poder al Poder.

 

 

El otro lado del fracaso

Yo fui siempre un chico católico, adicto a la culpa, que se hace mala sangre por todo. Y en estos tiempos estoy en mi salsa: ¿cómo no sufrir bajo la égida de estos infames que nos gobiernan, con tanta gente que la pasa mal y parece no saber cómo defenderse? ¿Cómo no angustiarme a diario, ante un país que hoy es pura grandeza malograda? Pero por suerte tuve un abuelo falstaffiano que se parecía a Welles —todavía conservo las cajas de los habanos que el gordo fumaba: Partagás, White Owl— y me enseñó el extraño arte de reír y llorar al mismo tiempo; cultivo la amistad de alguien que me anima a defender el estado de ánimo; y no me despego nunca de mis ediciones de los Henry shakespirianos. Lo cual me ayuda a arrimar el bochín a un balance y a darnos, y a darme, un poco más de crédito. Estamos como el orto pero aún sabemos vivir. Mientras que el Conurbano está lleno de Falstaffs, en Barrio Parque no debe haber ni uno.

Para Harold Bloom, Falstaff encarna —un verbo creado para él, en tanto montaña de fibra, grasa, sangre y humores— la mejor versión de la condición humana. Porque desde su materialidad descomunal le reclama a la existencia su anhelo más espiritual, aquello que Bloom llama La Bendición. En el Libro del Génesis, Jacob forcejea la noche entera con un ángel oscuro y, al asomar el sol y percibir el temor del contrincante, le demanda: "No te dejaré ir hasta que me dés tu bendición". ¿Y en qué consiste esa bendición? En aquello que Falstaff expresa así, desde el campo de batalla en Shrewsbury: "Give me life", o sea "Dame vida", pero no meramente la vida orgánica con la cual se cuenta ya, sino más bien: Dame vida en plenitud, vida verdadera que encienda esta forma biológica que somos y nos permita esplender.

Esa es la bendición que los niños piden a diario sin saberlo, por el mero hecho de ser niños, por lo menos hasta que pierden la inocencia; y es la bendición que recordamos cuando tenemos suerte y espabilamos, de tanto decirnos: La vida no puede ser lo que estos hijos de puta dicen que es, este páramo a lo cual pretenden que nos resignemos. Existe un proverbio que reza: All work and no play / makes Jack a dull boy, lo cual literalmente significa: Trabajar todo el tiempo y nunca jugar (actuar, representar) / convierte a Jack en un pibe aburrido. Que la historiografía haya rastreado ese proverbio hasta el siglo XVII shakespiriano y que Falstaff sea un Jack —en tanto derivado de John— no puede ser del todo casual.

Por algo Anthony Burgess, el autor de La naranja mecánica —una novela que apuesta a la supervivencia del alma humana, incluso en las peores condiciones— decía que el espíritu falstaffiano mengua "cuando el Estado es demasiado poderoso y la gente se preocupa demasiado por su alma": porque el Poder y la Religión presentan un camino único al que no habría alternativa ("no hay Plan B", le encanta decir al Procusto que elegimos Presidente), mientras que Falstaff revela no sólo que existe otra vía, sino que además es grandiosa. Ese Plan B supone el comienzo de la desobediencia civil, desde que el primer paso de toda rebelión es el desconocimiento de una autoridad a la que se sabe indigna.

En el ciclo que se llama La Henriada —por los Henry monarcas—, Shakespeare presenta a su público y sus lectores las mismas opciones que ofrece al príncipe Hal. Podemos apostar por la Autoridad o por la Imaginación. Podemos apostar por la Fuerza o por la Libertad. Podemos apostar por la Guerra o por el Juego y la Actuación. Aquí no hay avenida del medio. Y el bando de Falstaff no puede estar más claro. "Sir John —dice Bloom— representa la libertad para imaginar, como oposición militante al tiempo, a la muerte y al Estado... Libertad respecto de la autocensura, el superego, la culpa". Que el príncipe Hal caiga en la trampa y elija el poder y la gloria, rompiendo el corazón de Falstaff (la escena en que lo niega —Yo a vos no te conozco, viejo— es una de las más tristes de la literatura), impresiona pero no constituye el final de la obra. El juego que propone el arte dice que toda obra termina, se completa, recién al recalar en nosotros. Hal eligió, sí, pero eso no significa que debamos imitar su camino. Nosotros estamos a tiempo de forcejear con el ángel y en vez de demandar pelotudeces pedir vida al mango.

 

Devenido rey, Hal rechaza a Falstaff: "Yo a vos no te conozco, viejo".

 

 

Quiero creer que Welles entendió que las apetencias de sus personajes —el dinero, la fama, el poder— eran papel pintado, y que convenía atesorar riquezas que no se queman ni devalúan: el afecto, el disfrute de los sentidos, la imaginación creativa, el humor inalterable. (La visión de El otro lado del viento lo sugiere, desde que es casi una comedia: la forma en que se mofa del cine de Antonioni es descojonante. El film-dentro-del-film es una mezcla entre El desierto rojo y The Room, la más desopilante película mala de la historia del cine.) Ojalá que ante su fin no se haya sentido un viejo que malgastó su energía en nada, como Kane, sino un tipo que las hizo todas, disfrutó a saco y se despidió del mundo con una risotada.

 

Peter Bodganovich y John Huston en "El otro lado del viento".

 

A juzgar por el modo que interpreta a Falstaff, parece haber entendido que pretender ser Hal o confiar en un príncipe de esos sólo trae quebrantos. A esa gente no hay que concederle más poder sobre nuestras vidas que el mínimo indispensable: una cosa es que influyan sobre nuestros ritmos y menúes cotidianos y otra muy distinta es concederles dominio sobre el espíritu. “Seamos libres, lo demás no importa", decía San Martín cuando intentaba precisar la ratio entre la independencia y el goce verdadero. "De comer no faltará y si no hay vestuario, andaremos en pelotas, como nuestros paisanos los indios”. Si algo está claro es que conviene asolearse como indios a malvivir como conquistadores. Hay más plenitud en un momento gris de Milagro Sala que en la entera vida del príncipe Mauricio.

Y así termina mi catecismo.

 

 

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