El tropezón

No es fácil ser oso

Lía y yo vivíamos a arroz y sardinas. Mi actividad de director de coros me daba hermosas satisfacciones pero ni una moneda, y vivíamos con los bolos televisivos que Lía hacía en un micro de Canal 7 en un programa infantil de un personaje detestable llamado Payasín que detestaba a los chicos y era odiado por ellos. Una vez por semana Lía armaba en 10 minutos una historia mimada, bailada y narrada en off, llamada primero “Los líos de Lía” y luego “Cuentos cambiados”.

Como la malaria era generalizada solían hacer de ositos, lobitos, gusanos, diablitos y otros personajes repugnantes los queridos Ulises Dumont, Julio López, Angel “La Pavlosvky” Pavlosky, Carlitos Perciavalle y otras precelebridades. También yo, y por el bolo de $5000 semanales que nos permitía comprar huevos y, de vez en cuando, una tira de asado, hacía de vez en cuando un personaje extra.

Hasta que una semana fatal no hubo actor disponible  para representar Ricitos de Oro. Había llegado mi oportunidad de demostrar mis grandes dotes actorales.

Era noviembre, y en ese estudio de la calle Viamonte sin aire acondicionado e iluminado por decenas de spots de 1000 vatios, la temperatura debería andar por los 50 grados. Yo, dentro de un apolillado disfraz de piel de oso carolina, superaba en 20 grados la temperatura ambiente,

Para colmo de males, la cabeza no encajaba bien y sólo podía ver una estrecha franja de mundo a través de la boca de la cabeza y encima a través de una cortina de transpiración que nacía en mi frente, empañaba mis ojos e inundaba mi cuello.

La audición era en vivo, ya que no existía todavía el videotape y el estudio estaba tapado en sus cuatro paredes por un paño negro, llamado ciclorama, que pendía mediante argollas de barrales. Había tres cámaras de esas enormes y una plataforma con el boom del micrófono y un flaco encaramado en ella que lo iba apuntando hacia donde fuera necesario.

A punto de desmayarme del calor, tuve la presencia de ánimo de cargar en brazos a Lía, que usaba una asquerosa peluquita rubia llena de rulitos, para ir a depositarla en su cunita. Pero mi agotamiento y el peso de la petisa me jugaron en contra y con ella en brazos sentí que caía hacia atrás. Tratando desesperadamente de recuperar el equilibrio, mientras retrocedí me agarré de lo primero que toqué, que resultó ser la plataforma con el boom y que al apoyarme con todo mi peso y el de Lía acumulado contra ella hizo que se viniera en banda con un enorme estrépito mientras con el rabillo del ojo veía como el flaco iba dando vueltas por el aire en dirección a las pequeñas bestias que empezaron a dar alaridos de excitación.

Yo, cada vez con menos equilibrio y con el temor de caerme y de romperle todos los huesos a la petisa, me aferré nuevamente de algo que no sabía lo que era pero se sentía suave: era el ciclorama que comenzó a arrancarse del barral y siguió arrancándose alrededor de todo el estudio, cayendo sobre los niñitos y dejando ver las paredes mugrientas del estudio.

Y en ese preciso momento recuperé la estabilidad, solté a Lía, me arranqué la maldita cabeza del oso carolina, vi los restos de Nagasaki que había dejado en el estudio y arriba, en la ventanita del control, la cara paralizada de terror del director a quién, naturalmente no se le había ocurrido cortar la escena que salió completa al aire.

Ya en el pasillo, con Payasín llorando desconsoladamente hecho un ovillo en el suelo, Alberto Moneo, productor general del canal, le hizo ua seña con el dedo a Lia, a quién le dijo extrañamente calmado, señalándome:

—O usted, o él. Elija.

Y se fue.

Por eso desmiento los falsos rumores de antisemitismo que se difundieron durante los dos años que tuve la entrada estrictamente prohibida al viejo y querido Canal 7.

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