Tenemos tantos venerables en el placard, que nos convencimos de que la cultura era nuestra. (Del mismo modo en que, con tanto venerable político y tanta doctrina a cuestas, creímos que el pueblo era nuestro para siempre. ¿O acaso no poseíamos el copyright? ¿No nacía el pueblo peronista por default?) Sin darnos cuenta, permitimos que hicieran con la cultura popular lo mismo que criticábamos a los sacerdotes de la alta cultura: armaron un panteón, sacralizaron artistas y colocaron a cada uno en su nicho. Y de ese modo, se la domesticó. La cultura popular lleva demasiados años convertida en algo agradable, cálido, que no desentona en ningún hogar decente. Es lógico que haya zonas de la cultura popular que sean así, que soplen la brasa de la tradición, que la usen como se usa una bolsa de agua caliente o un almohadoncito. Pero cuando sobrevolás la producción actual y todo te parece igual de tibio, de predecible, de confortable, tenés que darte cuenta de que algo no funciona. Si desde la cultura popular no están surgiendo obras inquietantes, perturbadoras, a las que no encontrás dónde encajar porque no caben en ningún nicho pre-fabricado, hay que aceptar que algo huele a podrido en Culturamarca.
Algún día habrá que pensar a fondo por qué dejamos que la cultura se convirtiese en un departamento más de la Industria del Bienestar. Y, cuando estemos en ese baile, preguntémonos además si ese movimiento no fue funcional a un modelo que estaba convencido de que el capitalismo que conocemos y la vida en este planeta eran compatibles. Tal vez nos hayamos vuelto más conservadores de lo que creíamos. Puede que hayamos comprado esa de que en este sistema había lugar para todos. Ahora es el sistema mismo el que nos grita en la jeta que no es así, que en los botes salvavidas sólo hay lugar para pocos. Que ni siquiera serán los mejores, sino los más pícaros, los desfachatados, los repentistas — y ante todo, aquellos que no estén lastrados por emociones como la piedad.
Debimos avivarnos cuando el caballo de madera al que abrimos las puertas de Troya no fue un producto político como los anteriores (los Menem, los Macri), sino uno eminentemente cultural. Que ya a simple vista tenía más de personaje que de persona. (Si algún día se revela que en realidad fue un prototipo creado por la Inteligencia Artificial incipiente, no cuenten conmigo para que participe de la sorpresa general.) Desde el principio era un meme humano: el pelito, la mueca, la gestualidad violenta, la voz chirriante, la vulgaridad, las propuestas delirantes. Ya venía dotado del don de la replicabilidad ad infinitum. El tipo, y ante todo aquellos que lo manejan y habilitan, entiende cómo funciona la cultura en el mundo de hoy. Pero cuando digo esto no me refiero tan sólo a que sabe cómo surfear el mundo digital, ojo. Por supuesto que lo maneja bien. Pero además tiene claro cuál es el rol que debe desempeñar la cultura en una sociedad, en términos históricos.
Llamar la atención, romper con el statu quo, imponer la osadía, proponer formas que deslumbran (no a pesar de, sino precisamente porque van a contrapelo de las estéticas aceptadas), instalar consignas, cimentar ideas-fuerza y no dejar de estar nunca en movimiento, como los tiburones. Así es como se han impuesto siempre las vanguardias, cada vez que dejaron marca en la historia de la cultura. Así es como se mueven estos muchachos.
Nosotros, en cambio, seguimos pasmados. Haciendo gestos de impotencia, señalando la imponencia de nuestro panteón y preguntándonos cómo puede ser que esté pasando esto, cuando toda la biblioteca está de nuestro lado. ¿Cuánto tiempo más vamos a seguir así? El lloriqueo y la queja no producen cultura relevante. El sarcasmo garpa en Twitter, cuando te están dando una paliza y querés sugerir que sos ética o estéticamente superior, pero no suele inspirar grandes obras. Estamos tan domados, que hasta nos avenimos a usar acríticamente el lenguaje que ellos impusieron entre los suyos. ¿Cómo vamos a decir "fingí demencia"? Si todos fingiésemos demencia, actuaríamos como locos, y cuando todos estamos locos no hay ley — que es exactamente lo que querrían obtener. ¿Cómo vamos a jactarnos de que "entró la bala"? (Y ni hablar de esa otra forma, que sólo puede sonar apropiada en boca de un cretino: "Entró la balubi". Me da asco hasta escribirla.) ¿Justo nosotros, que siempre hemos sido, somos y seguiremos siendo las víctimas de la violencia? ¿En qué cabeza cabe celebrar que a otro le "entró la bala", aunque se trate de una argumental o simbólica?
No podemos seguir esperando a entender. El arte no es el quehacer de los que primero entienden y después producen. Es el oficio de quienes primero producen y después interpretan, o incluso le ceden la interpretación a otros. Lo original es la mancha. Es lo que hay que hacer de arranque, para recién después encontrarle una forma y refinarla. No se produce cultura perdurable desde las certezas, el dogma o la bajada de línea. Se la produce cuando dejamos que hable lo que todavía no es consciente, cuando permitimos que aflore lo que no sistematizamos aún, cuando empezamos a vomitar conejitos blancos con los que, como en el cuento de Cortázar, no sabemos qué hacer. Y sin embargo, seguimos estreñidos. No cagamos ni vomitamos nada que no sean pataleos o pequeños episodios histéricos. Y acá no podemos echarle la culpa a que el gobierno cortó los fondos que subvencionan a los artistas. Por supuesto que eso jode, pero tampoco vale hacerse los boludos e ignorar cuán conveniente resulta que retaceen medios materiales cuando hay tanto artista que no sabe qué decir.
Lo concreto es que ellos están produciendo cultura y nosotros no. (Aclaro, por las dudas: no me refiero a la cultura que se manifiesta en obras que uno puede colgar en la pared o ver en el cine Lorca, sino a la cultura que es el lenguaje que hablamos todos en un momento determinado — el clima de época, el estado de ánimo.) Si yo fuese adolescente hoy, me costaría resistirme al poder de lo que generan a diario. ¿Quién está haciendo ruido, rompiendo todo, escandalizando, desconcertando, creando moda, inspirando ideas que hasta ayer eran inconcebibles — y, en suma, pasándola bien? ¡Ellos, ellos! Y por supuesto que tengo claro que esta remake de la actitud punk en exclusiva clave derechista es el mascarón de proa de un proyecto político y económico que de rebelde no tiene nada. (Al punk original le ocurrió algo parecido, dicho sea de paso.)
Por eso no encuentro qué admirarles, a diferencia de los que morían por bautizar Nouvelle Droite a una derecha que nació muerta, y también a diferencia de los que hoy les aplauden la macro. Yo sigo encontrándolos aberrantes. Lo único que les reconozco es que están haciendo las cosas que nosotros renunciamos a hacer a pesar de que deberíamos estar haciéndolas, por supuesto a nuestro modo. Me parece un reconocimiento imprescindible, porque ayuda a que asumamos que si no estamos produciendo una cultura deslumbrante es porque no tenemos proyecto, o peor aún: porque, en el fondo, no creemos en él. Si de verdad coincidiésemos en trabajar por un sistema donde prime la justicia social, que desde ya dependería, para triunfar, de una fuerza con espíritu y poder revolucionarios, ¿dónde están las obras contemporáneas que deberían abrirle camino?
Y por favor, no caigamos en la trampa de lo viejo funciona. Yo tengo un montón de vinilos históricos en casa, ¡divinos!, pero no tengo bandeja giradiscos. Para que esos sonidos operen en el presente, para que vuelvan a intervenir en el mundo físico, a incidir sobre él, a transformarlo, necesito de un dispositivo que hoy no tengo. A la oposición política y cultural le pasa lo mismo. Sí, ya sé que las ideas están, y que son lindas. (Aunque también sé que hay una preferencia generalizada por las ideas coquetas y funcionales antes que por las revolucionarias, que son lo único viejo que siempre funciona, porque toda revolución es una renovación per se.) Pero el dispositivo político para ponerlas en marcha no está, o en el mejor de los casos estaría en el taller de reparaciones. Entonces hay que ayudar a la realidad, que no se hace sola. Y si existe alguien que por definición no debe esperar conducción política, es el artista.
Lo nuestro —la mancha, la forma— es hoy. Lo político se acomodará después, como siempre lo ha hecho. Y por favor: cuando eso ocurra, no permitamos que vuelvan a relegar a la cultura a un rol decorativo. No somos jarrones: somos animales salvajes, líderes de manada.
No habrá oposición política eficaz si antes no hay oposición cultural de peso. Que no pasa por escribir y cantar Milei feo y malo, caca, sino por la producción de formas y obras nuevas que deslumbren por su originalidad y su energía, que generen identificación y movimiento, que inviten a sumarse a su utopía. (Tomemos nota de esto, que es crucial. La comunicación actual concibe a cada artista como un hecho aislado y el periodismo actual ya no piensa en profundidad, no mira panorámicamente y, en consecuencia, no identifica ni ayuda a dar forma a nuevas corrientes. Y eso es lo que necesitamos: artistas brillantes, sí, pero consustanciados con una serie de principios estético-políticos que articulen movimientos.)
Hacen falta odres culturales nuevos. Porque, como ya se sabe desde tiempos bíblicos, el vino joven fermenta y rompe las costuras del viejo odre de cuero, que carece de la elasticidad requerida. Y hoy existe mucho vino joven, entre nosotros, para el cual necesitamos un mejor envase.
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