Elogio del pibe chorro

Es aquello que el sistema dice odiar pero íntimamente necesita, para mantener la economía en marcha

 

  1. La ambigüedad del crimen

Tanto Marx como Engels comprendieron y condenaron al delito callejero. Lo comprendieron porque entendían que el delito era una consecuencia de la miseria y la desocupación crónica. Lo condenaron porque no veían allí política alguna, sino alienación, ausencia de conciencia, pura desesperación. Por eso no dudaron en ubicar a los criminales en las filas de aquella masa informe, difusa y errante que los marxistas llamaron lumpenproletariado. Una clase hecha con los restos de todas las clases, sin política pero también sin historia.

A pesar de ello, alguna vez Marx elogió este tipo de delitos. El crimen es aquello que repugna pero también algo que merece ser elogiado. Repugna cuando victimiza a los trabajadores, cuando se hace con la complicidad policial, o cuando el criminal se identifica con los valores del burgués y solo quiere ser como el burgués. Pero si dejamos de mirar el delito por el ojo de una cerradura y abrimos el plano, entonces nos daremos cuenta que el delito es mucho más que un problema, es una gran oportunidad para todos. No hay capital sin crimen. El crimen puede ser enfocado como una cualidad productiva.

Pero escuchemos primero a Marx, porque esta página de los Grundrisse, escrita posiblemente entre 1860 y 1862, y publicado póstumamente con el título Teoría de las plusvalías, es realmente imperdible:

“Un filósofo produce ideas, un poeta poemas, un clérigo sermones, un profesor tratados, y así siguiendo. Un criminal produce crímenes. Si observamos de más cerca la conexión entre esta última rama de la producción y la sociedad como un todo, nos liberamos de muchos prejuicios. El criminal no solo produce crímenes sino también leyes penales, y con esto el profesor que da clases y conferencias sobre leyes, y también produce el inevitable manual en el que este mismo profesor lanza sus conferencias al mercado como ‘mercancías’. Esto trae consigo un aumento de la riqueza nacional, aparte del goce personal que el manuscrito del manual aporta a su autor.

“El criminal produce además el conjunto de policías y la justicia criminal, fiscales, jueces, jurados, carceleros, etcétera; y estas diferentes líneas de negocios, que forman igualmente muchas categorías de la división social del trabajo, desarrollan diferentes capacidades del espíritu humano, crean nuevas necesidades y nuevos modos de satisfacerlas. La tortura, por ejemplo, dio surgimiento a las ingeniosas invenciones mecánicas y empleó muchos artesanos honorables en la producción de sus instrumentos.

“El criminal produce además una impresión, en parte moral y en parte trágica según el caso, y de este modo presta ‘servicios’ al suscitar los sentimientos morales y estéticos del público. No sólo produce Manuales de Derecho Penal, no sólo Códigos Penales y con ellos legisladores de este campo, sino también arte, literatura, novelas y hasta tragedias, como lo muestran no sólo Los ladrones de Schiller, sino también Edipo Rey y Ricardo III. El criminal rompe la monotonía y la seguridad cotidiana de la vida burguesa. De este modo la salva del estancamiento y le presta esa tensión incómoda y esa agilidad sin las cuales el aguijón de la competencia se embotaría. Así, estimula las fuerzas productivas. Mientras el crimen sustrae una parte de la población superflua del mercado de trabajo y así reproduce la competencia entre los trabajadores –impidiendo hasta cierto punto que los salarios caigan por debajo del mínimo–, la lucha contra el crimen absorbe a la otra parte de la población. Por lo tanto, el criminal aparece como uno de esos ‘contrapesos’ naturales que producen un balance correcto y abren una perspectiva total de ocupaciones ‘útiles’.”

No vamos a encontrar en la obra de Marx o Engels una teoría del delito, no hay criminología, pero podemos encontrar pasajes muy sugerentes para tirar de la cuerda y seguir pensando. Estos fragmentos que acabamos de citar me parecen la mejor prueba.

Hay en el crimen una productividad que no se le escapaba a Marx cuando estaba investigando el modo de producción capitalista. Sabemos que no hay capital sin violencia, que la violencia fue un recurso productivo durante la acumulación originaria entre los siglos XVI y XVIII. El Estado no solo necesitó la violencia y la amenaza de la violencia legítima para expropiar las tierras comunales a los campesinos, sino para asociar la fuerza de trabajo que se negaba a adscribir su tiempo libre a un espacio de producción. Vaya por caso la legislación que criminalizaba el vagabundaje y la creación de las casas de trabajo, el sistema colonial, etc.

No hay capital sin violencia, pero tampoco sin crimen. El crimen, la lucha contra el crimen, las noticias sobre el crimen, las narrativas que se ensayan alrededor del mundo del crimen, las tecnologías que se fueron produciendo en torno al universo criminal, sea para prevenir o conjurarlo, fueron creando condiciones de posibilidad para el auge y expansión de mercados muy distintos. Todos esos mercados necesitaban el crimen. No hay crónicas sin crimen, no existirían el periodismo televisivo y las series de Netflix sin crimen. Pero tampoco nosotros estaríamos escribiendo este artículo. No solo los “delincuentes” viven del crimen, también los clases bajas que proveen a los integrantes que integrarán las filas de las fuerzas policiales que perseguirán a los criminales y vigilarán a ellos una vez encarcelados; también las capas medias que proveen a los profesionales que juzgarán al crimen y peritarán a los criminales. Si no hubiese crimen, los albañiles, los herreros, los cerrajeros, los vidrieros, los ferreteros, los serenos y el personal de las agencias privadas de seguridad no tendrían tanto trabajo hoy día. En las sociedades de prevención, el crimen es una de las fuentes de trabajo más importantes, un recurso productivo inextinguible.

De la misma manera, si no existiera el crimen no habría contadores intentando ocultar las evasiones impositivas, disimulando las quiebras fraudulentas o las defraudaciones al Estado. No habría abogados armando estructuras ficticias que faciliten la fuga de divisas a paraísos fiscales. Tampoco sobreprecios para financiar las estructuras partidarias y las costosas campañas electorales, no habría coimas para asegurarse las costosas licitaciones del Estado.

Por eso me parece muy interesante la tesis de Marx sobre la productividad del crimen. Por mi parte me gustaría destacar dos elementos productivos en el capitalismo contemporáneo. Porque la productividad no solo es económica sino política. Veamos por separado cada uno de estas facetas. En este artículo solo me voy a detener a pensar la productividad del famoso “pibe chorro”, que tanta indignación provoca entre los emprendedores morales. Y vamos a dejar para otra oportunidad el análisis de los “tipos chorros”.

 

  1. La productividad política del crimen

Cuando la seguridad se convierte en la vidriera de la política, tanto los partidos oficialistas como los opositores suelen apelar el crimen como forma de gobierno. Nils Christie dijo alguna vez que cuando los gobiernos no pueden hacer política con el trabajo porque cada vez hay más desocupación o aumenta el empleo informal; cuando no pueden hacer política con la vejez porque impulsaron, por ejemplo, una reforma previsional que bajó el monto a las jubilaciones; cuando no pueden hacer política con la salud o la educación porque están despresupuestando esas áreas; cuando no pueden hacer política con la energía porque le sacaron los subsidios a las tarifas que ahora se fueron por las nubes; entonces las autoridades tienen muy pocos temas para presentarse como merecedores de votos. Uno de los pocos ítems que les queda a los funcionarios para ganarse la adhesión en el mercado político es el delito, la lucha contra el delito. Entonces propondrán más policías, más patrulleros, más penas y más cárceles a cambio de votos. Los candidatos harán política manipulando el dolor de la víctima, diciéndole a la opinión lo que esta quiere escuchar.

Desde hace varios años, presidentes, gobernadores y ministros se la pasan sobrerepresentando esta cuestión porque saben que el delito es un recurso moral para producir consensos afectivos. En efecto, como señaló alguna vez Pierre Bourdieu el delito tiene la capacidad de no generar divisiones. Más allá de que uno viva en una villa o un country, sea de River o de Boca, todos nos vamos a sorprender diciendo “¡qué barbaridad!”. La indignación que produce el delito callejero es una fuerza moral que no se puede desdeñar, que hay que saber captar y canalizar para ganarse la atención y adhesión de los distintos sectores sociales.

Pero hay más todavía: el delito es productivo, políticamente hablando, porque puede servir para desplazar el centro de atención de la opinión pública. A través del delito de los llamados pibes chorros las cuestiones sociales se transformarán en cuestiones policiales. En vez de estar hablando sobre la fuga de divisas hacia los paraísos fiscales o del endeudamiento externo, hablaremos del joven que, de un balazo, le voló la cabeza a un colectivero. No estoy diciendo que sea una cuestión que no haya que pensar y tampoco negando su dimensión trágica. Pero en la escala de problemas que tiene un Estado, si se compara el impacto que tiene el endeudamiento con un robo más o menos violento o con un homicidio cometido en ocasión de robo, estos hechos son absolutamente banales. Las deudas que contrae un Estado tendrán muchas más consecuencias sociales que el impacto de ese tipo de hechos. Sin embargo, la sobre-representación del crimen, el tratamiento truculento de esos eventos, puede activar pasiones punitivas que se convertirán no solo en un punto de apoyo para desviar la atención de la gente sino para hegemonizarla.

 

 

Por eso el criminal será uno de los mejores chivos expiatorios en la actualidad. Se necesitan enemigos para destruirlos, porque de su destrucción no sólo el gobierno saldrá legitimado sino fortalecido. A través de los mitos del pibe chorro, el narcovillero y el mapuche terrorista, el gobierno modela fantasías a la altura de los fantasmas que asedian el imaginario de la vecinocracia. Fantasías que “garpan” políticamente hablando porque se traducen en votos. Las políticas de Tolerancia Cero y Mano Dura son políticas que tocan fibras autoritarias que nunca terminaron de desandarse en el país. Los políticos saben interpelar esas pasiones punitivas que surcan el imaginario social, las evocan para ganarse la adhesión y refrendar los consensos que supieron reclutar en las elecciones anteriores.

 

  1. La productividad económica del crimen

Ahora bien, la productividad del “pibe chorro” –dijimos— no solo es política sino también económica. Hay una economía en el piberío que no hay que perder de vista. Me explico, y para hacerlo voy a poner algunos ejemplos concretos.

En este país el robo de autos no es un problema de seguridad sino una cuestión económica. No sólo los desarmaderos necesitan esos repuestos de dudosa procedencia, también las empresas automotrices y las empresas aseguradoras. Y, por supuesto también el Estado. Esos repuestos no caen del cielo, alguien tiene que salir a buscarlos. De modo que los famosos “pibes chorros” que tanto nos indignan serán los encargados de conseguirlos y, de esa manera, contribuir a resolver problemas con los que se miden distintos actores.

Por un lado, las empresas aseguradoras pueden optimizar sus costos financieros, recuperando la caída de la cuota de su ganancia producto de la abultada cartera de juicios (por la alta tasa de siniestralidad existente) que tienen, empujando a parte de su clientela a que resuelva sus problemas apelando al mercado informal que le proveerá repuestos más baratos. Por el otro, las grandes empresas automotrices no tienen necesidad de importar componentes para estoquear el mercado repositor formal toda vez que saben que hay actores que se encargarán de ofrecerlos, incluso a mejores precios.

También el Estado resolverá algunos problemas. Si tenemos un sistema de transporte ineficiente, que no ingresa a determinados barrios o solo lo hace a determinadas horas, si las ambulancias, por ejemplo, no entran a las villas porque son lugares “peligrosos”, entonces es comprensible que esas tareas las ejerzan las flotas de remises “truchos”. Ahora bien, si al Duna o al Corsita se le rompe una caja de cambio, ¿dónde van a conseguir el repuesto sino en el mercado informal?

Otro ejemplo. Si un albañil no puede dejar la mezcladora en el obrador porque se la roban, pero tampoco puede pagar un flete todos los días, necesitará un auto grande que la lleve y traiga. Pero si el motor del Falcon se llega a romper, es muy probable que la única forma de conseguir el repuesto que el mecánico necesita sea en los desarmaderos porque se trata de modelos que ya no se fabrican más en el país y las automotrices no tienen la obligación de surtir el mercador repositor pasados diez años desde que se introdujo el modelo al parque automotor.

Los repuestos que ofrecen los desarmaderos que pendulan entre la ilegalidad y la legalidad, los van a proveer los mercados ilegales, es decir, aquellos empresarios que tienen la capacidad económica para comprar autos robados en efectivo, que rápidamente van cortarlos en pedacitos en predios ubicados en áreas periurbanas; autopartes que luego van a guardar en distintos galpones distribuidos en distintos puntos de la gran ciudad para luego llevarlos a la dirección que le indicó el desarmadero, donde se encuentra el taller mecánico o chapista que está arreglando nuestro coche.

Ahora bien, esos mercados ilegales necesitan, como cualquier mercado (los legales y los informales) de fuerza de trabajo. Necesitan aquellos saberes especiales que se van produciendo al margen de estos ilegalismos, pero que van a ser referenciados por los empresarios del crimen como cualidades productivas. No es fácil meterle un revolver en la cabeza a una persona, reducirla a través del miedo, para sacarle el auto; no es fácil salir a levantar coches un sábado a la madrugada.

Y lo mismo podemos decir de otros mercados ilegales. Para disponer de la droga que las distintas clases necesitan para trabajar o relajarse y disfrutar el fin de semana o tener onda, se necesita de una fuerza de trabajo que la compre, la transporte, la cocine, la corte, la guarde, la empaquete, la cuide y la venda. Esa fuerza de trabajo reclutada por los transas, la proveen en gran parte, los sectores más pobres. No es fácil vender merca en una esquina. Hay que conocer los códigos de la calle, saber leer la calle, moverse en la calle, plantarse y pararse de palabra no sólo frente a la policía sino a ante los otros grupos que disputan la plaza en el mercado que regula la policía.

En definitiva, los mercados ilegales no constituyen un mundo paralelo: están enmesetados a los mercados legales e informales. Las economías criminales resuelven muchos problemas a los actores que operan y se mueven en el mundo legal.

 

  1. Reclutamiento policial: una bolsa de trabajo para el piberío

Los ilegalismos callejeros son un campo de entrenamiento para desarrollar esas cualidades que después serán puestas a producir. Pibe chorro, entonces, no se nace, se hace. ¿Quién lo hace? En parte la policía a través del hostigamiento policial. Cuando las policías detienen sistemáticamente a determinadas personas, están certificando los prejuicios que los vecinos tienen sobre aquellos actores, están –de esa manera— dejándolos solos, rompiendo solidaridades, generando malentendidos al interior de los sectores más pobres, entre las diferentes generaciones.

Hostiga para producir su propia clientela, pero también para perfilar trayectorias criminales. En efecto, a través del hostigamiento la policía va empujando a los jóvenes que viven en la pobreza a que asocien su tiempo a una economía ilegal que, como cualquier economía, necesita no sólo de fuerza de trabajo sino de una fuerza de trabajo cualificada. Esas cualidades las van desarrollando más o menos autónomamente, mientras roban sueltos, al boleo. Más allá de que se muevan como cazadores furtivos aprovechando las oportunidades que se le van presentando, mientras practican sus fechorías sin planificación alguna, los “pibes chorros” van adquiriendo destrezas, desarrollando habilidades, entrenando talentos que, con el tiempo, la policía se encargará de conectar a las economías ilegales.

La policía funciona como una gran bolsa de trabajo, reclutando el bardo flotante que necesitan los empresarios criminales para luego resolverles los problemas a los empresarios informales y formales. Porque las economías ilegales, como cualquier mercado en el neoliberalismo, se han flexibilizado y los empresarios del crimen tienden también a tercerizar las actividades que más riesgos insumen. Total, si mañana matan a un “pibe chorro”, tendrán otras diez personas que podrán ocupar ese lugar para sostener la demanda constante de autopartes, la demanda creciente de drogas ilegalizadas.

Por eso, detrás de la merca, detrás del repuesto que nos consiguió nuestro chapista, están los famosos “pibes chorros”. El pibe chorro resuelve montones de problemas a numerosos actores muy desiguales. Pero el pibe chorro es el eslabón más débil de una cadena que no controla. De allí que, como dice el refrán, el hilo suela cortarse por la parte más delgada.

En definitiva, el pibe chorro es aquello que odiamos pero íntimamente necesitamos. Si no hubiese pibes chorros estaríamos en grandes problemas. Algunos actores más que otros. Por empezar las grandes empresas con sus empresarios. No hay tipos chorros sin aquellos pibes chorros. Pero entre los tipos y los pibes estamos todos nosotros aprovechándonos de sus servicios ilegales.

 

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