Empezar por casa

Virtudes que no pierden vigencia

 

Si se acepta que la coherencia consiste en mantener una actitud lógica y consecuente con los principios que se declaman, entonces la coherencia es un signo distintivo en la prolongada trayectoria política de Cristina Fernández de Kirchner; tan arraigada que le ha ocasionado costos personales, familiares y políticos que muy pocos están dispuestos a asumir y menos a resistir, al mismo tiempo que probablemente constituya el factor determinante del poderoso vínculo de amor y lealtad que la une a vastos sectores populares.

No son muchos los y las políticos/militantes que hayan exhibido —y exhiban— este atributo. Entre los emblemáticos pueden citarse a Antonio Gramsci, Evita y el Che, por orden cronológico, al margen de las ideas que profesaban y más allá de los errores que pudieron haber cometido: cualquier explicación de la trascendencia histórica de estas figuras y sus ribetes mitológicos incluirá necesariamente la importancia política de la coherencia.

Poco después de la muerte de Gramsci, el intelectual y político italiano Palmiro Togliatti, entonces secretario general del Partido Comunista de Italia, escribió que “en el momento más grave de su dolencia física se le comunicó —a Gramsci, M. de C.— que sería puesto en libertad si accedía a dirigirse personalmente a Mussolini en petición de gracia. La respuesta de Gramsci fue esta: ‘Lo que se me propone es un suicidio, y yo no tengo ninguna intención de suicidarme’”.

Salvando las distancias, puede verse la analogía con el desafío de Cristina: “Una muy buena noticia para usted, Magnetto, ¿sabe por qué? Porque el 10 de diciembre del 2023 no voy a tener fueros, no voy a ser Vicepresidenta, así que le va a poder dar la orden a sus esbirros de la Casación y de la Corte Suprema de que me metan presa. Sí, pero mascota de usted, nunca, jamás”.

No se trata de un llamamiento al heroísmo abstracto y moralista, sino a la práctica consecuente de una voluntad política concreta. No fue casual que Togliatti comparara ese comportamiento de Gramsci en la cárcel con la posición del “izquierdista” Amadeo Bordiga, que en esos momentos estaba ejerciendo su profesión de ingeniero bajo el régimen de Mussolini y que “hoy —dice Togliatti en 1937— vive tranquilo aceptando la normalidad cotidiana del fascismo”.

Tampoco es casual la mención que hago del pronunciamiento de CFK: a) en diciembre ya no tendrá fueros y b) la persecución a ex funcionarios kirchneristas ha sido, es y —seguramente— será selectiva: sólo a aquellos y aquellas que osaron afectar los privilegios del poder.    

La mujer que ha hecho de esa conducta un culto, conducta que representa la negación de toda actitud sectaria y la disposición a negociar, pero que al mismo tiempo afirma intransigentemente la importancia de los principios, tiene y cumple con la responsabilidad histórica de proponer acuerdos en favor de la nación y su pueblo a quienes no sólo los rechazan, sino que han llegado al extremo de intentar eliminarla: “Necesitamos unidad nacional. Si no logramos que ese programa que el FMI impone a todos sus deudores sea dejado de lado y nos permitan elaborar un programa propio de crecimiento, de industrialización, de innovación tecnológica, va a ser imposible pagarlo”. Ella tiene también la obligación política de procurar la cohesión de la fuerza que creó; y tiene —además— la autoridad suficiente como para dirigirse a quienes en momentos críticos se ven tentados de abandonar la lucha cotidiana: “Tomen el bastón de mariscal…”; “basta de pedirle al otro que haga cosas que no estamos dispuestos a hacer”.   

 

 

La militancia

De lo dicho hasta aquí podría inferirse que la coherencia atañe sólo a individuos, pero no es así; como todo lo que corresponde al ámbito político, tiene una ineludible dimensión colectiva. La exhortación de Cristina alude a la importancia decisiva del rol de la militancia en los días que corren, por distintas razones; la más evidente es que la puesta en acto de ese compromiso puede y debe constituirse en uno de los antídotos para contrarrestar el trabajo inclaudicable de poderosos medios de intoxicación de masas.

En esa línea se inscribe otro factor que realza la importancia del trabajo que debe cumplir la militancia: la necesidad de ampliar el bloque nacional-popular que es parte de la construcción de hegemonía, una tarea que debería empezar por casa, por los sectores populares: segmentos importantes han respaldado y respaldan proyectos claramente anti populares.

Empezar por casa equivale a asumir distintos desafíos. Cuando Gramsci analizó las formas con las que la burguesía italiana había conseguido ejercer su hegemonía, entendió que no era posible tomarla como modelo para la clase obrera en la lucha por la suya: una clase que consigue dirigir —no sólo dominar— una sociedad basada económicamente en la explotación de clase, con la pretensión de perpetuarla, debe recurrir a formas de hegemonía que oculten y mistifiquen tal explotación. Distinta es la situación del campo popular: mientras los sectores dominantes, al tratar de conciliar intereses opuestos y contradictorios, están obligados a encontrar los mecanismos apropiados para suscitar un consenso manipulado, el primer interés de los sectores populares es, precisamente, develar los engaños ideológicos que oculta la dialéctica de la realidad; por eso “en la política de masas decir la verdad es una necesidad política” y un “puente hacia la coherencia como virtud política”. En el debate presidencial de 2015, Macri mintió para ganar y ganó, y ya en el gobierno intentó encubrir la sistematización de la mentira con la desvergonzada letanía del llamado al diálogo, pero no le alcanzó para la reelección. Desde entonces “pasaron cosas” para que ahora el macrismo haya elegido como estrategia decir su aciaga verdad y tenga expectativas de ganar. El mismo Gramsci nos da una pista. 

“Decir la verdad” en procura de la hegemonía popular tiene una consecuencia política fundamental: la distinta calidad del consenso buscado por unos y otros. En tanto quienes necesitan ocultar el antagonismo de los intereses sociales tienen suficiente con obtener un consenso pasivo de aliados subalternos, para el proletariado —escribe Gramsci— “es cuestión de vida, no el consenso pasivo e indirecto, sino el activo y directo; la participación, por consiguiente, de los individuos, incluso si provoca una apariencia de disgregación y de tumulto”. Es el debate para llegar a la coincidencia: “Una conciencia colectiva, es decir, un organismo vivo, no se forma sino después de que la multiplicidad se ha unificado a través de las fricciones entre los individuos”. En la hegemonía burguesa siempre un superior prevalece sobre un inferior, y a menudo este prevalecer se resuelve con actos ilegales y hasta brutales: en este caso, y sólo en este caso, hegemonía es sinónimo de prepotencia, los argentinos lo conocemos bien.

 

 

Un gran equívoco

La tarea militante en clave docente es decisiva en una época en la que arrecian los ataques interesados a la política, incluso desde la misma política, como los de aquellos que denuncian a la “casta” y los de quienes con un cinismo a prueba de Tasers meten su historia bajo la alfombra. Un universo más grande nombra impropia y despectivamente a “la clase política”.

En sus Quaderni del carcere, Gramsci defendió firmemente la principal lección de Maquiavelo: la distinción, de carácter analítico, entre ética y política, cuya implicancia directa es que la actividad de la mujer y el hombre políticos debe ser juzgada por la aptitud o ineptitud de sus propuestas y su capacidad para realizarlas en la vida pública, no por lo que hagan o dejen de hacer en su vida privada; es decir, teniendo en cuenta si mantienen o no, y hasta qué punto, sus compromisos políticos. El juicio —piensa Gramsci— es político y, por lo tanto, lo que hay que juzgar es la coherencia. Esto no quiere decir que la coherencia política se oponga al ser honesto, como pretenden los tergiversadores de Maquiavelo, sino todo lo contrario: que el juicio en este plano sea político supone que la honestidad de la persona es precisamente un factor necesario de la coherencia política.

En la vida moderna, esta confusión entre el punto de vista ético y el político tiene consecuencias. La primera y fundamental es la vigencia de una concepción muy extendida tendiente a desvalorizar la política como actividad en nombre de una moral universalista, declamatoria y absolutizadora, que nunca se practica. Es cierto que hay políticos que actúan sin convicciones éticas y hacen de las decisiones públicas un asunto de interés privado o dejan sus convicciones “en la puerta de la Casa de Gobierno”. Estos casos facilitan la identificación vulgar de la política con la mentira. Gramsci rechaza esta generalizada identificación y recuerda al respecto un viejo chiste judío:

“¿Dónde vas?” —pregunta Isaac a Benjamín—. “A Cracovia” —responde Benjamín—. “¡Qué mentiroso eres!, dices que vas a Cracovia para que yo crea que vas a Lemberg, cuando sé muy bien que vas a Cracovia. ¿Qué necesidad hay de mentir?”

De donde deduce, primero, que en la política como praxis, se podrá hablar de reserva —la clásica prudencia— pero no de mentira en su acepción más común; y, segundo, que decir la verdad, en el sentido de ser veraz, es precisamente una necesidad cuando se hace política teniendo en cuenta y priorizando los sentimientos y las necesidades del pueblo. Que el Frente de Todos no haya explicado con claridad la gravedad de la situación en la que recibía el país en 2019, debido al camino minado que dejaba el macrismo, se parece más a una torpeza que a prudencia política.

Hay otro aspecto importante a considerar en la reflexión gramsciana: la confusión señalada entre ética y política en los sectores populares es precisamente lo que acompaña y facilita la generalización y manipulación del sentimiento que provocan la corrupción o la falta de resultados, impulsando a la llamada opinión pública hacia la negación y el rechazo genérico de la política en cuanto tal: el programa de Milei. La oscilación entre el quehacer político sin convicciones y estas manipulaciones de la opinión pública contra toda política es, para Gramsci, la consecuencia última del primitivismo, del carácter muy elemental de una cultura que aún no distingue con claridad los planos ético y político. Dicho de otra manera: lo que muchas veces se presenta como escepticismo o como cinismo respecto de la vida pública no es tal, no es en realidad crítica de la política en acto, sino falta de cultura política inducida por aquellos que quieren mantener a los sectores subalternos al margen de la participación.

 

 

Maquiavelo y Marx

Tampoco se han librado del equívoco algunas versiones de la tradición social marxista. En este caso, Gramsci alude a la improvisación, a la pereza fatalista, al diletantismo fantasioso, a la falta de disciplina intelectual y a la deslealtad moral e intelectual. Esta crítica nos interesa porque trae a la memoria los mismos rasgos psico-sociológicos que había denunciado unos años antes en su análisis sobre los orígenes socioculturales del fascismo en Italia. En aquella circunstancia,  había escrito que el desorden intelectual conduce al desorden moral y que este ha sido uno de los componentes del ascenso del fascismo: he aquí una hipótesis para entender el actual acompañamiento popular a quienes ahora avisan sin tapujos que vienen a cercenar derechos básicos; si la reflexión gramsciana no fuera plausible es probable que, ante el descontento con este gobierno popular, las víctimas se inclinarían por propuestas de izquierda y no por sus verdugos.

Las denuncias marxianas de la doble moral burguesa, de los falsos deberes y de las obligaciones hipócritas estuvieron, en algunos casos, envueltas en el citado equívoco. Así nace, por un lado, el politicismo, la pequeña política —que se desliza desde la negación de la universalidad de ciertos valores hacia el escepticismo absoluto—; y, por otro, la politización de valores en el propio partido político, con lo cual tiende a situarse a los amigos políticos más allá de la justicia. Esta última derivación es, para el revolucionario sardo, lo que caracteriza a las sectas y a las mafias, en las que lo particular —la amistad, la fraternidad y los negocios, propios del ámbito privado— se eleva a universal y no se distingue ya entre el plano de la moral individual y el plano del quehacer político, entre ética y política. O sea que, por extensión, a partir de la relación entre maquiavelismo y marxismo pudo pensar en uno de los grandes asuntos de la vida pública contemporánea, el de la relación entre política y delito: es conocida la atracción que se siente por el “comunitarismo” tradicional de las mafias y las sectas —de las organizaciones cerradas— en los momentos de crisis cultural y de identidad colectiva o crisis de la política; atracción que suele ir acompañada, en los casos de corrupción política, por la tendencia a exigir que se trate a los amigos en la esfera pública como los trataríamos en famiglia: algo que está en el ADN macrista, como lo prueba el caso del delincuente prófugo Fabián “Pepín” Rodríguez Simón.

Así, la búsqueda de un equilibrio entre ética privada y política entendida como ética de lo colectivo es llevada a cabo por Gramsci a través de una crítica del maquiavelismo corriente y del marxismo vulgar. En ambos casos, la degradación del punto de vista original, de Maquiavelo y de Marx, consiste en la confusión de la política con la ética. Además, esta parte del pensamiento de Gramsci sigue siendo interesantísima y de mucha actualidad por otras razones; entre ellas porque, desde la perspectiva de la evolución histórica de los marxismos, conduce a una ampliación radical del concepto maquiaveliano de la relación entre ética y política: a la idea de un “príncipe moderno”, que no es ya un individuo sino una organización colectiva —en nuestro caso el movimiento nacional y popular— que debe saber distinguir también en su seno, analíticamente, entre ética y política. Gramsci piensa que “el partido político no es sólo la organización del partido mismo, sino todo el bloque social activo del cual el partido es la guía porque es la expresión necesaria”.

 

 

Superestructura

Cristina propuso los lineamientos de un programa que requerirá acuerdos, pero sobre todo dentro del Frente, en sede de su superestructura: cualquiera que mire más allá de la fachada del sistema político observará que Sergio Massa y Alberto Fernández representan predominantemente intereses sociales que tienen más afinidad con los representados por Horacio Rodríguez Larreta que con los que expresa CFK. Para que haya acuerdo, ningún programa dejará a todos plenamente conformes, sea por su contenido o por la forma de ejecución. Por ejemplo, entre las coincidencias explicitadas por los integrantes de la cúpula del FdT se destaca la recuperación del nivel real de ingreso de los trabajadores; sin embargo, hay diferencias; entre otras, respecto del tipo de relación que —a tal fin— debe mantenerse con las corporaciones: “Muchas veces hay que ponerle carita fea a los que tienen mucho”, dijo Cristina. La cohesión interna, que implica convergencia en cuestiones centrales, no será una tarea fácil. 

Si se tiene presente que el kirchnerismo constituye la expresión nacional-popular y que cuenta con el apoyo mayoritario dentro del Frente, se entiende la aspiración de rescatar ese rumbo, implícito en lo que se propuso a la ciudadanía en 2019. A esos efectos conviene destacar que la hegemonía nacional-popular no implica una derrota irreparable de la burguesía: en los gobiernos kirchneristas se incrementaron sus ganancias. En cambio, es necesario que la burguesía deponga el comportamiento que describió acertadamente el gran economista polaco Michal Kalecki —algo que no sucederá sin conflicto—, para quien las razones de la oposición de los “líderes industriales” al pleno empleo “obtenido mediante el gasto gubernamental pueden subdividirse en tres categorías: a) la resistencia a la interferencia gubernamental en el problema del empleo como tal; b) la resistencia a la dirección del gasto gubernamental (inversión pública y subvención al consumo), y c) la resistencia a los cambios sociales y políticos resultantes del mantenimiento del pleno empleo. De hecho, una de las funciones importantes del fascismo, tipificado por el sistema nazi, fue contemplar las objeciones capitalistas al pleno empleo. Estas objeciones disminuyen en las recesiones y renacen en los auges. Este estado de cosas es sintomático quizá del futuro régimen económico de las democracias capitalistas […]. En esta situación es probable la formación de un bloque poderoso entre las grandes empresas y los rentistas, y probablemente encontrarán a más de un economista dispuesto a declarar que la situación es manifiestamente inconveniente […]. Por supuesto, el capitalismo de pleno empleo deberá desarrollar nuevas instituciones sociales y políticas que reflejen el mayor poder de la clase trabajadora” (Aspectos políticos del pleno empleo. Michal Kalecki. "Revista de Economía Crítica", N.º 12, segundo semestre 2011).

Como peronista de la primera hora, Kalecki no podía considerar que, 75 años después, aquí tendríamos pleno empleo con salarios bajos y menor poder de los trabajadores. 

 

 

 

 

 

 

 

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