EN BUSCA DE LA QUIJADA PERDIDA

Mitología guaraní y escatología griega se empalman en la primera novela de Rodolfo Yanzón

 

Para el prejuicio vulgar de la franja rioplatense, pocas lenguas tan antagónicas como el griego clásico y el guaraní. Tan distantes ambos, por cierto, de la generosa lengua castellana. Sin embargo, las dos primeras guardan en común un aspecto del que esta última carece por completo y acaso no le hubiese venido mal poseer: el aoristo. Detectado como un resabio de las lenguas indoeuropeas que se dispersaron tras la última glaciación, perdura apenas en el sánscrito, el macedonio y el griego de los tiempos de la toga y la cicuta. Para desespero de los filólogos etnocéntricos, el aoristo aparece también por estos pagos en la mayoría de los dialectos provistos por el guaraní en cinco países del África sudamericana y en los originarios maluches de la costa meridional chilena.

Poética y metafísica forma de conjugar, para describirlo con brutal rapidez, el aoristo señala algo —o a alguien— que pertenece al pasado y, sin embargo, es hecho presente aquí y ahora en el mismísimo acontecimiento de ser nombrado. El asunto tiene una catarata de derivaciones, la menor de las cuales es borrar el horizonte como límite virtual y extender la perspectiva por fuera de lo aparente, muerte incluida, que pasa de ser un hecho biológico a un momento del lenguaje. Sin avanzar en complejidades, el aoristo desata un cimbronazo en el bocho, equivalente a colocar, entre el pasado y el futuro, otro tiempo distinto al presente; ponele. Toda esta monserga viene a cuento en razón —o sinrazón— de ese vicio de los chicos cultos que quieren parecerlo y a tal fin encajan citas griegas a troche y moche. Apoteosis del subterfugio es, en una narrativa cualunque, aplicar vaselina literaria para que calce el aforismo de un filósofo del Egeo tres mil quinientos antes del presente.

 

El autor, Rodolfo Yanzón.

 

Es decir: el recurso grecorromano erudito es la vía regia para que aplaudan los chupamedias y humillen las carcajadas del resto del mundo. Por eso resulta una hazaña Mandíbula, la novela debut de Rodolfo Yanzón que en un aoristo fuera de cálculo (aún por el autor) hace de una discontinuidad cronológica, literaria, espacial y cosmogónica un conjunto coherente, más aún, legible sin respiro. Las mitologías griega y guaranítica logran entrelazarse por fuera de los símiles anecdóticos propios de todo pensamiento mágico. El encuentro se desata a partir de las vivencias de los personajes y la explosión vegetal, animal, mineral y sideral proporcionada por la exuberancia de las selvas, esteros y praderas del chaco formoseño. Escenario incomparable donde se superponen sin exclusión la cultura guaranítica, la griega antigua y la argenta, detrás del baqueano encarcelado por el presunto asesinato de un paisano que cazaba furtivamente en un paraje restringido. Es Samodi, apocopado abogado porteño —como el autor—, el encargado de salvar al paisano de entre las rejas y, en el mejor de los casos, demostrar su inocencia, descifrar el destino encaramado en la mandíbula humana y, de paso, las no humanas, perdidas: “El Virreinato del Río de la Plata dominó las provincias mesopotámicas y su frontera se delineó desde el norte de Buenos Aires a Mendoza, ascendiendo hasta Jujuy y Bolivia. Como quijadas amenazantes, dos espacios indígenas pulsaban por sobrevivir en la Patagonia y el Gran Chaco. La idea de nación resignificó el debate sobre las comunidades y sus territorios. La victoria porteña extendió sus fronteras hacia ambos puntos para beneficio de sus élites. La mandíbula transformada en alimento. Columnas de victoria surgieron de los huesos que abonaban la tierra. La herramienta como carnada y el laurel como premio”.

Luego llegaron los agricultores que desplazaron la ganadería, los sojeros que incendiaron todo; las selvas vírgenes donde marisqueaban los indios se restringieron; la caza, pesca y recolección fueron acotadas en nombre de la ecología y para regocijo de cuatreros, contrabandistas y uniformados cómplices de varios colores. Es en este siglo XXI y en tal ámbito cuando y donde la historia pergeñada por Yanzón toma ritmo a medida que avanza, sin alusión a exotismos folklóricos, más bien como una realidad palpitante, que la lectura contagia a cada paso. Con las diminutas vacilaciones propia de toda novela inaugural, Mandíbula (no confundir con la homónima de la ecuatoriana Mónica Ojeda, de 2018) se esmera y logra evitar la contaminación leguleya que caracteriza la prosa de los abogados puestos a escribir ficción. Por ello la novela en momento alguno toma la forma de un expediente picapleitos: se mantiene entre el policial y la epopeya del explorador que se le anima a un universo salvaje e ignoto, en contraste con el urbano, claro. El lugar del crimen se transforma en el descubrimiento de nuevos mundos y sus derredores en viaje iniciático.

Destacado querellante en los recientes juicios de lesa humanidad, el autor logra zafar de la toxicidad profesional sin esquivar el bulto, sabedor de que los “abogados no trabajan con la realidad sino con las pruebas, que a veces tienen poco que ver con lo que verdaderamente pasó”. Realidad flexibilizada mediante una “versión cariacontecida de los intereses en juego” que le instan a “diseñar el martillo y pergeñar el movimiento sustancial, su lanzamiento exacto y apremiante”, que de repente ha de convertirse en “una lágrima en el océano de la intrascendencia”. Advertencia contra la infatuación que torna el relato en un desarrollo por fuera de la fábula de los expedientes judiciales, empapado de lluvia, rocío y sudor —humano y equino—  mientras se atraviesa la selva; avizorado por una zancuda que despliega unas alas que llegan hasta el Peloponeso, historizado por la silueta de una profesora voluntariosa, que se enmarca en el fresco otorgado por el tereré, esa “ceremonia en honor al monte y la libertad”.

 

 

 

FICHA TÉCNICA

Mandíbula

Rodolfo Yanzón

 

 

 

 

Buenos Aires, 2021

192 páginas

 

 

 

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