En defensa de la tristeza

Ciertas tristezas nos ayudan a metabolizar los sinsabores; otras, en cambio, nos ponen de pie

 

Mi tía China le escapaba a las pelis tristes porque "para triste, ya está la vida". Pero yo discrepaba, aun siendo niño. Me gustaba el cine en el sentido más amplio ("Nuestras vidas están llenas de todos los géneros: miedo, esperanza, tristeza", pensaba Nicolas Roeg, el director de El hombre que cayó a la Tierra y Venecia rojo shocking) y no quería limitar mi experiencia por culpa de un prejuicio. En las décadas que siguieron no cambié de idea, aunque cambiaron mis razones. La dieta estricta de comedias no salvó a mi tía China de su vida crispada y solitaria. (Que poco hice por mejorar, deslumbrado como estaba por el fenómeno de mi juventud.) Con el tiempo aprendí que la tristeza no era un género más de la vida, sino que —en el contexto adecuado, y tomada con una pizca de sal— podía ser una amiga particularmente sabia.

Advertencia: sé que hablo de la tristeza desde una experiencia vital que, en términos generales, ha sido afortunada. No podría decir que mi historia fue un lecho de rosas —crecí en dictadura, conocí tempranamente el dolor de la muerte de alguien amado y, ya mayor de edad, coseché errores y amores de esos que devastan como bomba de hidrógeno—, pero jamás pretendería que mi sufrimiento se compara con los de aquellos que experimentaron hambre, violencia, desprecio o injusticia. Alguien a quien quiero mucho, y que en su infancia padeció horrores a manos de su madre desmadrada, huye cuando pongo música de Bon Iver o Nick Cave. Puede apreciarla estéticamente pero no la tolera: su copa de tristezas está llena y no le cabe una gota más.

 

Bon Iver, 'Holocene': "Y de inmediato comprendí / Que yo no era magnífico".

 

Imagino que mi suerte relativa me habilita a disfrutar de ciertas tristezas. Ojo, que no elegí el verbo por azar: yo disfruto de las tristezas que fueron moldeadas por artistas para dar a luz obras deslumbrantes. No soy de aquellos que, sintiéndose heridos o débiles, necesitan escapar de las tristezas musicales, narrativas o cinematográficas excelsas; al contrario, esas obras me ayudan a metabolizar mi propio blues, a ponerlo en caja, a encontrarle proporción y sentido en el contexto de mi vida.

"Las composiciones musicales pueden ser muy tristes: Chopin, por ejemplo", opinaba Umberto Eco, "pero se puede experimentar el placer de esa tristeza. El consuelo barato pasa por decirse: yo voy a ser feliz. Pero el consuelo mejor pasa por el reconocimiento de que el destino y la vida son como son, lo cual nos permite alcanzar una forma más elevada de la consciencia".

El sufrimiento es, por cierto, una de nuestras creaciones más peculiares. "La tristeza no es inherente a las cosas", explica Emile Durkheim. "No nos viene del mundo, no nos alcanza a través de su mera contemplación. Es un producto de nuestro pensamiento. La creamos entera, desde su tela misma".

En consecuencia, huir de los bajones que presenta el arte es complicado ya que nuestra cultura trabaja sobre la noción del conflicto, cuando no del drama o de la tragedia. Happiness writes white, dice el refrán: la felicidad escribe con tinta blanca, resulta ilegible porque de la plenitud no surge historia interesante alguna. Tiene que haber algo en juego para que la obra nos atrape, y ese algo supone un riesgo para los implicados, tanto protagonistas como lectores / oyentes / público. Claro, muchos artistas trabajan sobre una noción low fi del conflicto. Las canciones populares hablan de decepciones amorosas, pero no impulsan al suicidio sino al baile. En las pelis de superhéroes muere gente a carradas pero el relato no las valora como a personas de verdad; son figuritas en la pantalla de un videogame, cifras, siluetas de utilería. Más que para cuestionarnos, esas obras están pensadas para entretenernos.

En cambio las que trabajan sobre emociones genuinas —las mismas que se formulan preguntas incómodas y necesarias— nos arrastran en su vendaval. De algún modo dicen: entren (lean, vean, escuchen) a su propio riesgo. Porque aquí el riesgo es real. El arte como espejo que devuelve una imagen que no nos congratula; por el contrario, descoloca y mueve a plantear la pregunta por el destino que estamos eligiendo, a conciencia o no. Por supuesto, también existe quien acepta las reglas del juego sabiendo que trampeará. (Aquella señora que, ante los pibes pobres que Héctor Babenco mostraba en Pixote, elegía decirse: Qué cosas terribles pasan en Brasil, como si la miseria fuese drama de otro territorio mas no del nuestro.) Pero aquellos que nos prestamos por entero al juego nos arriesgamos a ser conmovidos, porque ¿para qué exponerse a la belleza, la gracia y la inteligencia, si no estamos dispuestos a —y hasta ávidos de— ser tocados por ellas?

La razón por la cual trabajamos la tristeza desde el arte es simple. Hay que darle palabras a la pena, dice Shakespeare, porque "el dolor que no habla se teje alrededor del corazón agitado y le pide que se rompa". (Macbeth, Acto 4, Escena 3.)

 

Peter Gabriel, 'Mercy Street': "Las palabras sostienen como si fuesen hueso".

 

Está claro que nadie sufre porque le guste. A menudo levantamos tantas defensas para alejar el dolor que, en el apuro, dejamos todo lo sensible del otro lado. Una coraza es útil en el campo de batalla, pero a la hora de amar se vuelve un engorro; el muro que protegía puede revelarse cárcel. (A veces pienso que ese es el tema central, casi excluyente, de mi novela Kamchatka.) Nuestro universo está armado así. No nos concede la oportunidad de discriminar entre emociones, gozando en profundidad del amor y la alegría mientras se mantiene el dolor a distancia. Para amar con todo hay que estar dispuesto a sufrir con todo.

Pero hay tristezas que son una bendición. Me refiero a aquellas que ciertas obras de arte ponen en perspectiva: nuestra valoración filosófica de algo bello que perdimos o simplemente se fue por ley de la vida; nuestra elaboración de un fracaso para convertirlo en jalón del aprendizaje; o nuestra aceptación de la naturaleza del tiempo, fugaz y finito. En lo que hace a estos temas, el arte se vuelve imprescindible porque ayuda a metabolizarlos, nos posiciona en equilibrio para que no trastabillemos ante el primer soplo del destino.

Hay un párrafo de la novela Middlesex de Jeffrey Eugenides que reflexiona sobre la complejidad de estos sentimientos. "En mi experiencia —dice quien narra—, las emociones no pueden ser descriptas por palabras simples. Yo no creo en 'tristeza', 'alegría' o 'arrepentimiento'. Puede que la mejor prueba de que el lenguaje es patriarcal sea que simplifica los sentimientos. Me encantaría tener a disposición emociones híbridas, construcciones germánicas que enganchen nociones como un tren engancha vagones, algo así como 'la felicidad que se experimenta en la antesala del desastre'. O: 'la desilusión que sobreviene cuando uno duerme con la persona que era su fantasía'. ...Me encantaría tener una palabra para 'la tristeza que inspiran los restaurants que fracasan' y también para 'la excitación que produce conseguir una habitación con minibar'".

Cuando hablo de tristeza, pues, estoy simplificando. En realidad me refiero a emociones más complicadas — híbridas, diría Eugenides. A primera oída, puede que muchos definan la versión que Sinatra hizo de It Was A Very Good Year como una canción triste. (Elijo este ejemplo y no puedo dejar de pensar que mi madre se mostraría satisfecha por mi buen gusto.) Y de algún modo lo es, inequívocamente: su letra refleja el paso del tiempo, recuerda los 18 años, los 21 y los 35 desde "el otoño" de la vida. No se dice con palabras, pero el dramatismo de los arreglos sugiere que el cantante es consciente de que no le queda por delante más que el invierno de su existencia. Pero aun así, el mood predominante no es de angustia sino el de algo parecido a una profunda alegría existencial, que deriva del hecho de haber capitalizado esa experiencia para convertirla en algo superior: el mejor de los vinos añejados. Razón por la cual la canción termina siendo —de ser esto posible— una experiencia triste y alentadora a la vez, que inspira una extraña plenitud.

 

Frank Sinatra, 'It Was A Very Good Year': "Pero ahora los días se acortan / Estoy en el otoño del año / Y pienso en mi vida como vino añejado / en viejas y finas barricas".

 

Debería agradecer aquí a mi abuelo, el padre de mi madre, sin el cual probablemente no habría adquirido sensibilidad ante las emociones complejas. El tipo era capaz de prestarle atención al coro de niños pobres que cantaba en Sábados circulares y de llorar y reír al mismo tiempo. A esa clase de tristezas me refiero aquí: las que toman un hecho o circunstancia dolorosos y los elevan mediante la dignidad a que podemos aspirar, cuando somos fieles a la mejor parte de nuestra humanidad. Como dijo alguna vez Dr. Seuss —perdón por la cita de libro infantil pero, ¿acaso no se forman nuestras emociones durante la niñez?—, "no llores porque terminó, sonreí porque ocurrió".

 

El niño con la espina en su costado

El problema es que también ocurren tristezas que nada tienen de naturales. Yo disfruto en cualquier momento de canciones que hablan del final de un gran amor, de la soledad, del destino que insiste en darnos vuelta la cara o hasta de la muerte (incluso de una muerte contranatura, como la que permea las canciones de Skeleton Tree de Nick Cave, editadas después del accidente que le costó la vida a su hijo Arthur), siempre y cuando las encuentre bellas y elegantes. Pero no soy masoquista. Ni siquiera me considero melancólico, no siento nostalgia de tiempos idos: nada me entusiasma más que el futuro que construyo hoy. No cambiaría un segundo de mi presente por ninguna circunstancia del pasado.

 

Nick Cave, 'Skeleton Tree': "Te llamé, te llamé / A través del mar / Pero el eco volvió vacío".

 

Lo que sí rechazo —al menos hasta que me siento en condiciones, con el ánimo preciso para abordarlas— son las tristezas que nada tienen de naturales. Aquellas que están relacionadas con sucesos históricos, como el Holocausto, el genocidio argentino o aquellos otros que, por goteo, tienen lugar en Palestina y en las aguas del Mediterráneo. Puedo escuchar una canción de The Smiths en medio de una tristeza y sin mosquearme (¡puedo bancarme hasta Asleep, que musicaliza el adiós de un suicida!); pero si me cruzo con La lista de Schindler en la tele, sólo me quedaré viéndola si en ese momento me siento fuerte de verdad.

Hechos como el Holocausto, nuestro genocidio, el apartheid que sufren los palestinos y la muerte que se traga a los que huyen en pateras pueden ser explicados, razonados; es factible trazar el camino de decisiones y omisiones que condujo hasta ellos, apelando a la lógica de la política, la economía, la sociología — o sea, a la Historia con mayúsculas. Lo que no se puede, nunca y bajo ningún concepto, es justificarlos. Todo ocurre por algo, esto es innegable. Pero que, de las opciones que se les presentaban, sus protagonistas hayan escogido esa en particular, es mas bien inefable: carece de otra explicación que no sea la de que un grupo de hombres sucumbió a sus peores instintos, a su potencia más perversa, a su insondable capacidad de infligir daño.

 

The Smiths, 'El niño con la espina en su costado': "¿Cómo pueden mirarme a los ojos / Y aun así no creerme?"

 

En presencia de este tipo de hechos, más allá de la conmiseración y solidaridad con las víctimas, lo que siento no es precisamente tristeza. Se trata de otra clase de emoción. Como la que me inunda cuando veo esta foto, que me llegó hace pocos días a través de las redes.

 

 

Mírenla bien. ¿Qué ven ustedes? Yo veo a un niño de la edad de mi hijo más pequeño, descalzo, meado, durmiendo en pleno día en mitad del pasillo de un vagón de tren (cuán cansado debía estar, para desmayarse así a pesar de la claridad solar); más de unx le habrá pasado por encima, cuando intentaba trasladarse de un vagón a otro. Las precisiones se me escapan (alguien dijo que la foto había sido tomada hace meses, otro apuntó que el escenario no era el Ferrocarril San Martín sino el Belgrano) pero no está mal que así sea, porque en este caso sobran. El caso puntual estaría hoy más allá de nuestras posibilidades inmediatas. Lo que cuenta aquí es lo que esa foto dice, pero no sobre el niño —que no puede hacerse cargo de su destino—, sino sobre nosotros.

Las reacciones que la foto inspiró cuando la compartí en las redes servirían como un test de Rorschach. La mayoría de los comentarios expresaban la misma devastación que sentí y preguntaban quién era el niño, dónde estaba, qué se podía hacer. Otros se apresuraban a buscar culpables, para desprenderse del lastre de la culpa. Señalaban a la mujer a la derecha, dando por sentado que era la madre y criticando sus pies descalzos como si fuesen prueba del crimen, en el más lombrosiano de los sentidos. O dictaminaban: Cárcel a los padres, sin siquiera plantearse la posibilidad de que esos progenitores, de existir, fuesen tanto o más víctimas como la criatura de un sistema que es capaz de dejarlos sin zapatos, sin cama y sin control sobre ningún aspecto de sus vidas.

Hubo un par que aprovecharon la ocasión para exhibir su malicia y disparar contra el mensajero. ¿Y usted qué hizo?, me preguntó una, dando por sentado que yo había estado en ese tren de cuerpo presente. Otrx usó la impunidad de su seudónimo —que jugaba con el Oz de los relatos de L. Frank Baum— para decir que me conocía aunque yo no lo supiese y que era terrible que me hubiese limitado a tomar esa foto sin hacer nada. De conocerme aunque más no fuese superficialmente, sabría que ni este mundo ni en ningún otro me habría limitado a tomar la foto. De hecho, ni siquiera habría recordado ser el dueño de un dispositivo electrónico capaz de grabar o fijar imágenes.

Tardé en entender por qué mi cabeza había elegido una imagen en especial para describir mi emoción. (Ante la foto, pensé que sentía deseos de morder mi mano hasta descarnarla, escupir los huesos y seguir royendo el muñón con los dientes.) Esa forma de verbalizar mi desconsuelo apuntaba inconscientemente, y desde el vamos, a lo que había percibido como carencia de la imagen, aquello que gritaba su ausencia: brazos. Lo que faltaba en esa foto eran brazos. Brazos que levantasen al niño del piso sucio y duro, brazos que lo acunasen con suavidad, brazos que lo protegiesen del universo que es pura intemperie.

La tristeza que nos es necesaria es siempre individual. Deriva de la conciencia de nuestra transitoriedad, de nuestras falencias, de la impotencia ante un destino demasiado duro de roer, y como tal es parte de un proceso curativo, de asimilación para la superación. En este sentido depende de una capacidad contemplativa, de observación y ponderación simultánea. En cambio, los dolores que se derivan de una situación social, económica, política, no pueden ser denominados tristezas. Sería demasiado simple — sería desmovilizador. Para definirlos necesitaríamos una formulación compuesta, como las que reclamaba Eugenides en Middlesex: algo así como 'la sagrada energía que despierta en quien ve algo tan triste que afrenta a toda la especie'. O bien: 'la clase de tristezas que, para ser asumidas en toda su gravedad, necesitan ser trascendidas por vía de la acción'.

"Ninguna sociedad —escribió Eugene Ionesco, el maestro del absurdo— ha sido capaz de abolir la tristeza; ningún sistema político nos libera del dolor de vivir, de nuestro miedo a la muerte, de nuestra sed por lo absoluto. Lo que dirige la condición social es la condición humana, y no al revés". Es difícil disentir con Ionesco, pero se puede completar su pensamiento: aunque sea verdad que ningún sistema político nos preserva de esos malos tragos, lo mínimo que les demandamos —condición sine qua non para probar su validez— sería que no los profundicen, que no los abismen.

En 1973, Ursula K. Le Guin publicó un cuento que se llama The Ones Who Walk Away From Omelas. (Aquí lo reprodujo la revista El Péndulo, con traducción de Carlos Gardini: Los que abandonan Omelas, 1981.) La historia habla de una ciudad utópica, sin reyes ni esclavos ni crímenes, donde la gente es feliz pero —al mismo tiempo— cree que esa plenitud depende del encarcelamiento y aislamiento de un único niño, reducido a la imbecilidad por culpa del maltrato. Cuando los jóvenes de Omelas crecen y se enteran de la razón que explicaría su bienestar, se rebelan contra ese orden injusto; pero, con el tiempo, se abren a la idea de que la felicidad de tantos a cambio del sufrimiento de uno no sería lo que se dice un mal negocio. (Pragmático, se lo definiría hoy.)

Le Guin apunta que, de tanto en tanto, algunos deciden abandonar el lugar. Nadie sabe su destino final, porque ¿a qué sitio mejor puede aspirar quien que nació y creció en "la ciudad de la felicidad"? Sin embargo —concluye el cuento—, los que abandonan Omelas parecen saber muy bien adónde van.

 

http://antologiasinpoesia.blogspot.com.ar/2013/07/los-que-se-van-de-omelas-de-ursula-k-le.html

 

Las tristezas privadas nos enseñan a tolerar sinsabores noblemente. Pero las tristezas inspiradas por la injusticia de nuestra sociedad nos obligan a ponernos de pie y a marchar, aunque más no sea metafóricamente; porque nadie que se considere noble de alma tolera con los brazos caídos el daño hecho a un niño, ¡a uno solo!, ya sea que lo encuentre en Omelas o en un vagón del San Martín.

 

 

 

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