En Francia el amarillo no es PRO

La insurrección de los chalecos amarillos demanda una justicia fiscal y social

 

“Pour une justice fiscale et sociale” es la consigna que resume la revuelta de los chalecos amarillos. Mientras muchos comentaristas anunciaban posibles estallidos sociales durante octubre y noviembre, el gobierno seguía aferrado a la esperanza de que la gente se resignara y aceptara la batería de aumentos de combustibles, impuestos y servicios previstos para comienzos de 2019. No fue así.

Ni siquiera el oportunista maquillaje ecológico de las medidas pudo engañar ni aplacar la rabia de los franceses insurrectos. Esta fue la gota que desbordó el vaso. La gente está harta de que su poder adquisitivo disminuya. Hace tres gobiernos que les vienen cortando de a poco sus ingresos. Todo aumenta: la electricidad (en Francia todo es eléctrico incluida buena parte de la calefacción), los impuestos sobre las viviendas, a los jubilados, el precio de los cigarrillos, los peajes, la incidencia de nuevos sectores de gasto ligados a internet, la telefonía móvil e incluso los impuestos a los televisores. En cambio el salario mínimo permanece congelado en torno a 1145 Euros netos por mes, con lo cual es muy difícil vivir, especialmente para las madres solas con hijos.

Los salarios corren detrás de la inflación y desde hace treinta años la desocupación oscila entre 9 y 12%. El crecimiento económico ronda en torno al 2%, la deuda pública en torno al 100% del PIB, las exportaciones no compensan las importaciones y el sector manufacturero cada vez tiene menos peso. La desocupación afecta a unos seis millones de trabajadores, aunque algunos tengan alguna changa. Nueve millones se hallan por debajo de la línea de la pobreza –60% del salario mínimo—. Y si no son muchos más se debe a la asistencia estatal, entre las más altas del mundo. El gasto público supera el 50%, sólo superado por Dinamarca, pero por encima de Suecia, Finlandia y aún Alemania, ni que hablar del Reino Unido. A pesar de ello la sensación que tienen las llamadas clases populares es que sus ingresos cada vez alcanzan para menos.

Macron, a pesar de su verborragia centrista, ni de derecha ni de izquierda, no tardó en revelarse como el Presidente de los ricos y no de la justicia fiscal o social. Basta tomar en cuenta los aumentos de los servicios de todo tipo, la implantación de un nuevo impuesto a las jubilaciones, la cuasi-congelación de los salarios mínimos, el aumentos del costo de la revisión técnica anual de los autos, el aumento de peajes, de los impuestos a los cigarrillos, de las multas y los regalos fiscales a los más pudientes: la anulación del impuesto a la fortuna, la negativa a combatir el carácter regresivo de muchos gravámenes. Al mismo tiempo permanece inactivo frente a la evasión fiscal de las grandes empresas multinacionales, especialmente de las GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple, etc.), campeones de la “optimización fiscal” que suman alrededor de 100.000 millones de euros por año de evasión solo para el caso francés.

La cuestión fiscal es paradigmática en Francia, parte de su ADN. La fiscalidad siempre asumió un rol clave, desde las jacqueries o revueltas campesinas de los siglos XV y XVI y otras revueltas que precedieron a la Revolución Francesa, la propia Revolución de 1789, pero también la de 1849 y en buena medida el levantamiento de la Comuna en 1871, así como otras varias revueltas posteriores, como el alzamiento poujadista de los años '50 del siglo pasado. La explosividad de las reacciones sociales y de clases, tan particular de los franceses —y que ya había sorprendido en su tiempo a Marx y Engels—, tiene menos que ver con una suerte de romanticismo revolucionario que con un profundo rechazo a la desigualdad, y sobre todo a la injusticia fiscal. Y este fue el sentimiento que Macrón despertó en su corto gobierno, perpetuando así una tendencia ya presente bajo Sarkozy y que el propio Hollande no logró rectificar. Tampoco logró convencer al pueblo de que su política permitiría reducir la desocupación, ni reduciría los gases de efecto invernadero.

Sin embargo, la cólera popular no habría llegado a tan altos niveles si el gobierno hubiera mostrado un poco más de muñeca. Si el 17 de noviembre Macrón o su Primer Ministro hubiesen convocado al diálogo, con alguna disposición a revisar sus posiciones, todo habría terminado en protestas aisladas y algunos choques con la policía aquí y allí, pero el fuego habría sido extinguido. En vez de eso el único mensaje del Palacio Matignon era que Macrón no se desviaría ni un milímetro de su línea. El gobierno desaprovechó así la oportunidad de aislar a los sectores más radicales. La reacción no se hizo esperar, las protestas sociales se extendieron por todo el país. El apoyo popular a los chalecos amarillos supera el 70%, a pesar del rechazo que producen los actos de violencia. A los manifestantes de la primera hora se suman cada vez más estudiantes, así como los conductores de ambulancias, sectores de los bomberos, etc. Y lo que es tal vez más problemático para el gobierno: la lista de reivindicaciones explotó, de las tres o cuatro iniciales llegamos a un programa reivindicativo integral, que no solo se focaliza en un par de líneas impositivas, sino que pone en la picota todo el sistema político, la 5ª República entera, con su sistema presidencial y la doble cámara legislativa. También acentúa las críticas a la Unión Europea. Se percibe una aguda desconfianza del gobierno y un viento favorable a la democracia directa y de crítica al sistema representativo clásico, que se expresa en una suerte de que “se vayan todos” (“Qu’ils s’en aillent tous”), la exigencia de la abolición del Senado y la disolución del Parlamento, el llamado a la creación de una asamblea ciudadana para organizar una discusión de fondo sobre la política impositiva del país, inspiradas en los Estados Generales de la Revolución Francesa.

Al mismo tiempo una corriente interna de la protesta propone la convocatoria de nuevas elecciones y anuncia la creación de un partido de los chalecos amarillos, propuesta que muchos comentaristas asocian con la historia del movimiento “Va fan culo”, liderado por Beppe Grillo y que terminó cristalizando en la fundación del Movimento 5 Stelle que hoy gobierna Italia junto con el fascistoide Salvini.

El Partido Socialista prácticamente dejó de existir y los conservadores o republicanos de diverso cuño tampoco constituyen una alternativa. El ex Frente Nacional de Marine Le Pen, por derecha, y la France Insumise de Melanchón, por izquierda, se hacen notar cada vez más y probablemente estén creciendo en las encuestas. Las próximas citas electorales, ambas en 2019, indicarán cuáles serán los efectos de mediano plazo de esta enorme revuelta popular. En el corto plazo el movimiento continuará y no se dejará apaciguar por las promesas del Primer Ministro Eduard Philippe. La moratoria sobre el alza de precios del gasoil y la nafta, la suspensión del aumento de los precios de la electricidad y el gas, “al menos hasta el fin del invierno” y la suspensión del aumento de costo de la revisión técnica del auto, en vez de calmar las cosas amenazan ser vistas como una burla, como un catálogo de migajas. La bronca tiende a volverse más masiva, más generalizada, incluso más violenta.

Las escenas de violencia que dieron la vuelta al mundo y que sacudieron a Paris y en especial la zona de los Campos Eliseos y particularmente el Arco del Triunfo con su tumba al soldado desconocido, son sin duda espectaculares. Se habla de algunos grupúsculos de extrema derecha violentos. Como reacción, se menciona la aparición de grupos de autónomos, anarquistas y los llamados black blocks. Finalmente, ciertos grupos de los suburbios de Paris aprovecharon la caída de la noche y el caos generalizado y se lanzaron a romper vidrieras y a vaciar negocios. Pero si tomamos en cuenta la composición de los 400 ó 500 detenidos, surge una imagen bastante diferente. La gran mayoría son hombres de entre 30 y 50 años, sin antecedentes, laburantes, indignados y furiosos, que no alcanzan a llegar a fin de mes con lo que ganan, que se ven llegando a Navidad sin un euro para hacer un regalo a sus hijos y que, sobre todo, han perdido toda esperanza de que su situación cambie en los próximos meses. Muchos no son parisinos sino del interior. Es decir, franceses indignados, dispuestos a todo o al menos a mucho. Muchos entrevistados en la calle critican la violencia pero muestran una cierta comprensión. Uno de los argumentos más mencionados es que después de todo, siempre ha sido así: las revueltas o insurrecciones populares no transcurren con guantes de seda, ni sin vidrios rotos. Y menos en Francia.

 

*Cordobés, estudió economía en la UNC y militó en la izquierda revolucionaria local. 
Se exilió en 1976 y se recibió de Sociólogo en Frankfurt. Desempeñó altos cargos en el 
bloque verde del parlamento europeo. Fue secretario general de los Global Greens.

 

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