En la calle codo a codo

Colombia es otra cruda muestra de que la verdadera grieta es la desigualdad

 

Las derechas del mundo proponen, como cáscaras vacías, democracias representativas liberales que encubren las causas del malestar social. Diagnostican como si la desigualdad no existiera y adjudican los problemas a la mala praxis de los gobiernos populares que persisten en focalizar en la cuestión social. A su entender la libertad individual (la de los merecedores) es más importante que la justicia social.

Asistimos a un alineamiento mundial del discurso de la derecha que provoca la división que llamamos “grieta”. Una hendidura que parte a la sociedad desde arriba hacia abajo, atravesando y dividiendo interesadamente a los distintos estratos sociales en su mismísimo interior. Un parteaguas que los líderes derechistas critican como un empeño populista mientras lo fomentan con complicidades mediáticas. Todo les marcha en tanto esa disputa simbólica pueda obturar a las mayorías la principal fractura existente, que es la desigualdad. Pero cuando el pueblo “comienza a ver” que la grieta que verdaderamente les afecta la vida es en realidad entre los que tienen todo y quienes apenas alcanzan a la diaria, las cosas se complican y viene el tiempo de la fuerza y de la violencia. Entonces en la política se resignifica el argumento que Heráclito aplicaba a la ciencia: “Los ojos son testigos más exactos que los oídos”.

Colombia es una muestra regional descarada de una decrépita manera de interpretar la vida, la de quienes miran los sufrimientos de las mayorías con lentes de cinismo e insensibilidad. Sus políticas forman parte del manual que la derecha local ensayó en su experimento 2015-2019. El enlatado neoliberal en su versión colombiana fue reducir impuestos a los más ricos precarizando aún más las condiciones de vida de las clases medias y populares. Cuando la ciudadanía reaccionó, volvió a utilizar la represión y el asesinato como política disciplinaria.

El 27 de abril, ante la inminencia de la aprobación por parte del Senado colombiano de las reformas tributaria, a la salud y a la pensión, trabajadores y estudiantes dijeron basta. El descontento social acumulado incluyó el enfado por el manejo de la contingencia del Covid-19, una situación socioeconómica que marca un 42.5 por ciento de nivel de pobreza, la masacre sistemática de los líderes sociales y opositores, la brutalidad policial y la ausencia de subsidios y de reducción de intereses a los créditos educativos. Todos componentes del recetario neoliberal.

El actual gobierno, encabezado por Iván Duque y Martha Lucía Ramírez, encendió una mecha ya corta. El Presidente, con escasa experiencia política (tan solo un periodo como congresista) cuenta en su haber con un padre que ya tuvo su mismo cargo. La vice, por su parte, tiene parientes narcotraficantes y una larga historia de corrupción familiar. Juntos fueron los artífices de las tres reformas: tributaria, a la salud y a las pensiones. Los proyectos de ley, que resultaron ser la gota que rebalsó el vaso, fueron presentados como las únicas vías posibles para movilizar el desarrollo del país, como bien acostumbran a hacer las derechas saqueadoras. Apuntaban a aumentar las personas y profesiones que debían declarar impuestos, a privatizar el sistema de salud emulando al de Estados Unidos y a incrementar la edad de jubilación en 10 años. Todo esto en el marco de un salario mínimo que no llega ni a 200 dólares y de alquileres que no bajan de 130. La receta perfecta para no tocar los privilegios de la cúspide de la pirámide a riesgo de incrementar la miseria y la violencia en el resto.

Las manifestaciones convocadas por el Comité Nacional del Paro –agrupación de la que participan varios sectores de izquierda y sindicatos– se iniciaron el 21 de noviembre de 2019 e intermitentemente se prolongaron hasta febrero de 2020. Luego sobrevino el interludio pandémico y el sufrimiento de un pueblo cuyos pobrísimos servicios de salud colapsaron. Pero desde este último abril las calles colombianas arden. El 27 de ese mes se convocó de forma indefinida a movilizaciones, marchas y agendas organizadas por el Comité, a las que se sumaron diversos sectores de la población. Entre ellos, guardias indígenas, camioneros, trabajadores de la salud, pensionados, campesinos y ciudadanos en el extranjero. Como ocurrió en Chile, la reforma resistida fue sólo la punta del iceberg y hoy las demandas solicitadas, que se presentaron el 7 de mayo, se ampliaron. Lo que se exige es un volantazo. Mientras tanto el gobierno hace oídos sordos, lo cual impulsó la decisión de sostener huelgas y manifestaciones que desde entonces no cesan.  Así lo cuenta a El Cohete a la Luna un docente universitario de una institución pública y miembro de uno de los sindicatos pertenecientes al Comité de Paro, la Asociación Distrital de Trabajadores y Trabajadoras de la Educación (ADE), de quien decidimos reservar su identidad.

 

La última convocatoria del Comité Nacional del Paro.

 

El paquete de medidas enardeció sobre todo a los jóvenes, que ya venían manifestándose in crescendo desde 2018 a través del paro universitario. Una franja de la población que ve frustrada su posibilidad de imaginar un futuro alentador, cuya tasa de desempleo entre quienes tienen entre 18 a 28 años pasó de 20,5 en 2020 a 23,9 en 2021. La única respuesta desde el gobierno a este reclamo fue el disciplinamiento por medio del uso de la fuerza. Son numerosas las denuncias de muertos y desaparecidos por la violencia estatal. Pero dos adquirieron especial repercusión por su filmación y circulación en las redes. La primera fue la muerte del joven manifestante de 18 años Dilan Cruz en las protestas de noviembre de 2019. Su asesinato, ejecutado por un miembro del escuadrón antidisturbios, fue filmado y difundido inmediatamente a través de Twitter. Aunque la pandemia enfrió y dio intermitencia a la protesta, en ese marco ocurrió otra muerte joven por un abuso policial premiado y fomentado que despertó la indignación. Javier Ordoñez fue asesinado a manos de la policía con una pistola eléctrica por violar la cuarentena. La reacción popular no se hizo esperar y terminó con la quema de instituciones policiales y centenares de heridos. En todas partes hay un Luis Chocobar disponible y algún funcionario de altísimo rango que sale a “bancar los trapos”.

A diferencia de la Argentina, que utilizó en su momento a los mapuches, en Colombia no eligieron a los pueblos originarios como portadores del peligro interno. Las explicaciones del Presidente Duque intentaron fundar la escalada de violencia estatal y deslegitimar el reclamo basándose en una fantasiosa explicación sobre grupos violentos pagos por extranjeros. Más recientemente decidió cambiar su argumento culpando a Gustavo Petro, a quien derrotó en las elecciones y a quien acusó de asegurar que “iba a estar en las calles durante todo mi mandato” alentando la protesta. Una narrativa que intenta instalar una línea de males en el sentido común, que van desde “Colombizuela” hasta el izquierdismo, y que sólo demuestra la fragilidad de su espacio frente a las elecciones que enfrentará el año venidero.

A pesar de los múltiples intentos y acciones destinadas a ocultar lo inaceptable, el pasado 25 de mayo una misión de observadores llegó para relevar la situación de los derechos humanos en el país. Entre los integrantes se contaba Juan Grabois, a quien las autoridades migratorias colombianas le impidieron el ingreso. ¿Qué hay para ocultar? Según nuestro entrevistado, al 26 de mayo se sabía de —como mínimo— 59 muertos desde que se iniciaron las protestas en abril, por lo menos 43 a manos de las fuerzas públicas. En la última semana aparecieron cuerpos de jóvenes llevados por la policía a zonas periféricas y cabezas en zonas urbanas, entre otras atrocidades por el estilo. La ONG Temblores registra 2.905 casos de violencia policial, 548 desapariciones y varios líderes muertos (Lucas Villa y Alison Salazar, los más representativos). Entre estos datos, relevan unos 1.700 civiles heridos, 46 víctimas oculares y 21 casos de abuso sexual. También agresiones a la prensa, a los grupos de derechos humanos, 1.049 policías heridos y ataques con elementos contundentes o incendiarios. Asimismo, 1.264 detenidos, 278 capturas y 83 imputaciones.

 

Lucas Villa, una de las víctimas de la represión oficial.

 

La delegación argentina que viajó a Colombia para observar la situación de los derechos humanos durante las protestas denunció el 29 de mayo por la noche “una masacre y el ejercicio del Terrorismo de Estado sobre la población". El 30, la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Michelle Bachelet, exigió una investigación independiente de las muertes ocurridas en Cali, cabecera de las protestas contra el Presidente. Pidió que “se garantice el respeto por la vida y la dignidad de todas las personas”.

Las raíces de estas protestas pueden encontrarse en un pasado cercano de disputas y demandas que vuelven a aparecer y se actualizan. Se pueden rastrear en la contradicción que genera la Constitución Política colombiana de 1991, surgida luego de un proceso de similares manifestaciones y demandas populares que protagonizaron también los jóvenes, y las políticas concretas que aplicaron los gobiernos que sobrevinieron. La nueva Constitución dejó plasmada la voluntad de una sociedad movilizada, donde se concibió a los ciudadanos desde la dignidad y el cumplimiento de los derechos sociales. Sin embargo, los gobiernos posteriores, todos de centro derecha o extrema derecha, fueron adoptando políticas neoliberales que contradicen tales fines. Las consecuencias: grandes porciones de ciudadanos sin acceso a la salud y la vivienda, ausencia de programas de nutrición infantil, violencia, inequidad social, falta de oportunidades laborales, precaria formación escolar. La universidad en Colombia es en su mayor porcentaje privada. Con todo esto no asombra que el 89 por ciento de los colombianos esté de acuerdo con las protestas, según la consultora colombiana INVAMER. Es decir, si no se puede tapar el sol con las manos, más y más violencia.

El docente consultado analiza que el malestar reciente sobre el gobierno de Duque ensambla sus políticas neoliberales al nombramiento de ministros, generales y demás implicados en el narcotráfico, la corrupción, el uso de testaferros, decisiones ambientales de fumigación a poblaciones rurales con glifosato para mermar la producción de coca o los proyectos económicos a favor del fracking. A esto hay que agregarle la aplicación de los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) –que incluyen montajes cinematográficos sobre senadores enviando cocaína a Estados Unidos para romper estos tratados y asesinar a 251 excombatientes de esta guerrilla y más de 900 líderes sociales– o la evasión a una reforma agraria donde se tribute la tierra que robaron a los campesinos desplazados y que ahora pertenece a grandes ganaderos. Todo esto, más la deficiente gestión a la hora de manejar la contingencia de Covid-19 y la corrupción institucional, militar y policial dentro del gabinete, son elementos que dejan entrever que lo escrito en la Constitución colombiana de 1991 se aleja cada vez más, convirtiéndose en una cáscara burdamente ignorada. Del otro lado se planta una ciudadanía que no está dispuesta a aceptarlo.

Entre los aspectos que destaca el docente hay uno que despierta particular atención. Frente al control de información y ocultamiento de los acontecimientos, surgió una resistencia en las redes. Participó la comunidad de hacktivistas de Anonymous, quienes irrumpieron en todas las páginas gubernamentales, haciendo públicos videos con masacres y audios de generales o del propio Presidente autorizando la represión policial. También dejaron la radio de la policía en transmisión en vivo por YouTube, filtraron cuentas bancarias, teléfonos personales, tarjetas de crédito, contratos del gobierno, vínculos militares, políticos, narcotraficantes, y, sobre todo, el papel de Álvaro Uribe Vélez como la cabeza de este movimiento (esto puede visualizarse ingresando a sus cuentas de Twitter o Telegram bajo #OPColombia). Se suma a esto la cultura K-Pop que boicoteó las tendencias en Twitter del gobierno que deslegitiman las protestas.

Una y otra vez, en distintas geografías, vemos gobiernos que representan intereses del poder económico. Desprecian la vida humana, corriendo el límite de lo decible cuando se trata de defender el buen vivir de esa porción tan diminuta de favorecidos. El marco histórico y global de ampliación del reconocimiento de derechos en lo formal pareciera venir acompañado de un repliegue en las políticas destinadas a efectivizarlos. El miércoles 26 de mayo, la senadora Paola Holguín –parte del gobernante partido Centro Democrático– en su discurso online ante dirigentes políticos opositores transmitió un mensaje inquietante: No engañen a los colombianos y no engañen a la comunidad internacional y dejen de llorar por un ojo”, refiriéndose a una práctica represiva que parece haberse convertido en “tendencia” entre los escuderos armados del poder económico regional: tirar a los ojos. Este mensaje siniestro ya recorrió anteriormente, en imágenes y palabras, el mundo entero. Entonces les tocó a los jóvenes chilenos que, en cada caminata por la Alameda, entre cánticos y corridas, fueron entregando sus ojos mientras llamaban desesperadamente al despertar de Chile. El comportamiento de una derecha feroz, que juega las cartas de la democracia cuando gana y utiliza la peor y más deplorable de las malas artes cuando pierde, parece decir “los cegamos cuando advertimos que comienzan a ver”, para que se sepa lo que puede sucederle a quien decida echar una mirada fuera de la pantalla oficial de noticias.

 

 

 

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