En la senda de Martínez de Hoz
Ciencia y tecnología en tiempos de anarco-capitalismo
La producción de conocimiento en la Argentina está en la primera línea de fuego del ataque al Estado. “Entre la mafia y el Estado prefiero a la mafia. La mafia tiene códigos, la mafia cumple, la mafia no miente, la mafia compite” (MDZ, 10/03/2020), dice el candidato anarco-capitalista electo. O también: “El Estado es el pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina” (El País, 18/11/2023).
En la Argentina las actividades de investigación y desarrollo (I+D) las impulsa el Estado, desde instituciones, universidades y empresas públicas o mixtas, y las financia mayormente el Estado. Traducido a lenguaje más o menos libertario: el activo económico que las economías nacionales eficientes consideran como el activo más importante para competir en el mercado –el conocimiento– en la Argentina es parte del Estado. La mafia no financia investigación y desarrollo (I+D), sí pedofilia.
En las economías centrales –como Japón, Gran Bretaña, Alemania, Corea del Sur, Francia, Estados Unidos, por ejemplo–, así como en países emergentes, el Estado invierte en conocimiento más que en la Argentina. Pero además la inversión privada en I+D supera en tres, cuatro o cinco veces la inversión pública de sus respectivos países.
Este componente de inversión privada en I+D está ausente en la Argentina, donde la relación es exactamente inversa. Por ejemplo, en 2022, el 59,6% de la inversión en I+D lo aportó el Estado argentino y solo el 22,5% el sector privado. El resto, el 17,9%, pertenece a inversión del sector externo, mayormente de laboratorios multinacionales que realizan actividades de ensayos clínicos en el país y que poco aportan a generar efectos multiplicadores en nuestra economía. Por eso en la Argentina la producción de conocimiento está en manos del Estado.
¿Por qué el segmento del sector privado que genera ganancias suficientes, que llegan a niveles de facturación de 500 a 1.500 millones de dólares anuales, prefiere fugar sus ganancias en lugar de invertir en el desarrollo de capacidades organizacionales, productivas y tecnológicas? Esta pregunta es isomorfa con otra: ¿por qué las culturas empresarias de los grandes grupos económicos locales son cortoplacistas, rentísticas, especulativas, de aversión al riesgo, y no se comprometen con un proyecto de país?
En este punto empiezan las confusiones y las bombas de humo libertario. ¿A qué se refiere el candidato a presidente de CONICET de la fuerza política anarco-capitalista, Daniel Salamone, cuando sostiene que “es importante que la ciencia sea rentable” (Clarín, 21/11/23)? Este punto es crucial. Porque tenemos experiencias previas de propuestas disparatadas –ignorantes, falsas, bananeras– a este reclamo de “rentabilidad de la ciencia” en contexto de desfinanciamiento, degradación de las instituciones de I+D, desmantelamiento de proyectos económicamente estratégicos y “achicamiento” del Estado.
Por ejemplo, veamos la respuesta que dio el Barañao macrista, que en 2016 propugnaba el mismo mantra que Salamone. Decía Barañao: “En los países desarrollados, prácticamente la mitad de los investigadores están en el sistema público y la mitad está en el sistema privado. Lo que queremos es que gran parte de los doctores se inserte en empresas” (Tiempo Argentino, 18/11/2016). Pero vimos que los grupos económicos fugan, no invierten en I+D y, por lo tanto, no demandan investigadores. Es el Estado el que tiene que financiar programas para ver cómo insertar científicos o ingenieros en pymes que no tienen capacidad de invertir en I+D, si lo que se busca es mejorar la competitividad de la economía.
Sigue Barañao: “Yo creo que hay una responsabilidad social del investigador de ver cómo puede contribuir a mejorar la calidad de vida de los demás”. Es decir, parece que toda la responsabilidad de generar riqueza para la sociedad recae en científicos y tecnólogos. Porque nada se le pide a las empresas que realizan sus ganancias en el país. El saldo que dejaron Barañao y el macrismo fue de alrededor de 23.000 pymes cerradas, y la ciencia y la tecnología devastadas.
¿Qué dice el anarco-capitalismo argentino? Dice lo mismo que Martínez de Hoz, que ensayó con el mercado sin Estado y solo logró destruir 40 años de evolución de industria nacional. Lo contrario de lo que pasó por esos años con Corea del Sur, que puso al Estado en el centro de su proyecto de desarrollo para competir en el mercado.
Por ejemplo, Martínez de Hoz destruyó la industria de electrónica de consumo, la computación y la informática, producto de la inversión pública y privada, en momentos en que se iniciaba en el mundo la revolución de las TICs. Como contrapartida, la empresa coreana Samsung pasaba de exportar pescado seco, vegetales y frutas a liderar en segmentos del mercado de los semiconductores con apoyo intensivo del Estado coreano.
Volvamos para atrás. ¿Cómo se piensa el problema de la “rentabilidad de la ciencia” que plantea Salamone? Hoy la respuesta de las economías que “funcionan” apela a la noción de “ecosistema de innovación”, que remite a un sistema complejo, donde se deben coordinar todos los componentes que necesita una sociedad para generar valor económico a partir del conocimiento. Si el colega Salamone googlea “ecosistema de innovación”, o “innovation ecosystem”, o “entrepreneurship ecosystem”, aparecen representaciones de cómo piensan las sociedades desarrolladas la “rentabilidad de la ciencia”. Lo que sale de Google son representaciones del tipo que muestra la Figura 1:
No hace falta saber inglés para comprender que lo más importante de estas representaciones remite a la necesidad de contar con capacidades sofisticadas de coordinación de sectores (educación, trabajo, empresa, comercio, finanzas, políticas públicas, etc.). Es decir, para generar productos, procesos y/o servicios que hagan posible salir a competir al mercado con éxito se necesitan políticas públicas, institucionalidad robusta, cuadros técnicos en el Estado, empresas emprendedoras y “reglas de juego” adecuadas a contextos específicos.
La economista ítalo-norteamericana Mariana Mazzucato, al frente del Institute for Innovation and Public Purpose de la University College of London, pone esta definición en palabras. Un ecosistema de innovación, explica en 2016, “requiere un sector público capaz y dispuesto a gastar grandes sumas en educación, investigación y áreas emergentes que el sector privado evita […]; grandes empresas que reinvierten sus ganancias […] en capital humano e I+D; un sistema financiero que presta a la economía real y no principalmente a sí mismo; una política fiscal que recompensa las inversiones a largo plazo sobre las ganancias de capital a corto plazo; una política de inmigración que atrae a los mejores y más brillantes de todo el mundo; y una política de competencia […]”.
Si el presidente de CONICET de la gestión anarco-capitalista se decide a impulsar una ciencia rentable, sugerimos que considere el conocimiento acumulado sobre lo que hoy se sabe que “funciona”. Y no necesita comenzar de cero. En la dirección aludida se orienta la concepción del Plan Nacional de CTI 2030, que a finales de octubre de 2023 fue sancionado como ley 27.738.
Eslabones perdidos
Una revisión reciente del Maddison Historical Statistics señala que la Argentina, a finales del siglo XIX, estaba entre los cinco países con el PBI per cápita más altos del mundo y que, entre 1895 y 1896, alcanzó a ser el número uno. Ahora bien, mientras las economías que le disputaban el liderazgo a Gran Bretaña –Francia, Estados Unidos y Alemania– desarrollaban sistemas universitarios robustos, inventaban y desarrollaban el electromagnetismo, la teoría de la relatividad, la física cuántica, o la química de fertilizantes y medicamentos, la riqueza argentina la producía la tierra y se la iban a dilapidar a París los hijos de la oligarquía.
Por eso el candidato anarco-capitalista electo no logra conectar el país de las vacas y el trigo con el actual escenario global, donde las industrias de los semiconductores, las tecnologías digitales y la transición energética deciden liderazgos económicos y militares. Y, a cambio, nos habla solo de economía financiera, abstracta, desconectada de la producción, los salarios y, especialmente, desconectada del mundo del conocimiento, el mayor activo de las economías que “funcionan”. Le faltan varios eslabones que no va a encontrar en los manuales de economía financiera.
Un eslabón crucial en la Argentina, digno de ser estudiado, es el primer gobierno de Perón (1946-1955), cuando el país pudo dar los primeros pasos en la dirección correcta. El lugar de la ciencia y la tecnología en el Segundo Plan Quinquenal sigue siendo un ejemplo notable de lo que debe hacer un país en desarrollo para avanzar en la generación de complejidad de su estructura económica.
Otro período de logros inéditos de la ciencia y la tecnología locales es el ciclo de gobiernos kirchneristas (2003-2015). En 2016, el propio macrismo dedicó una apología al kirchnerismo en el documento Argentina: Land of Opportunities. Allí, el equipo de comunicación de Presidencia de Macri explicaba que la Argentina es un país con una desocupación del 6%, con la menor desigualdad social en toda la región y la mayor clase media, con instituciones sólidas y una infraestructura bien desarrollada. El país estaba primero en los índices de desarrollo humano y educación, presentaba “el coeficiente Gini más bajo de la región” y el mayor PBI per cápita. El documento señalaba también la “baja relación deuda/PBI, del 13%”.
Como parte de este proceso, la ciencia y la tecnología avanzaron en mejorar las exportaciones del sector de software, en el desarrollo de biotecnología animal y vegetal, nanotecnología, producción pública de medicamentos, sectores nuclear, espacial y telecomunicaciones, entre los más visibles, y también se diseñaron instrumentos para impulsar la asociatividad público-privada y se recuperó la institucionalidad perdida en el abismo de 2001.
Para el colega Salamone entendemos que, además de la ley 27.738, este período puede ser una fuente de inspiración y de éxito para su gestión.
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