El 29 de marzo de 1962, el Presidente Arturo Frondizi fue derrocado por un golpe militar. Las Fuerzas Armadas lo culpaban, entre otros delitos atroces, por no haber podido evitar el triunfo de partidos que respondían al peronismo en las elecciones legislativas del 18 de marzo de ese año. Pese a intervenir todas las provincias donde habían ganado, Frondizi no pudo evitar ser eyectado de la Casa Rosada.
Para mantener una ficción legalista, la Corte Suprema acordó con los golpistas respetar la línea de sucesión presidencial y, aplicando una versión creativa de la ley de acefalía, designó en reemplazo del derrocado Frondizi al entonces presidente provisional del Senado, José María Guido (el Vicepresidente había renunciado unos años antes). Guido tuvo un mandato breve que duró hasta 1963, cuando Arturo Illia ganó las elecciones gracias a la proscripción del peronismo. Aquel fue un Presidente justamente olvidado, cuyo logro más persistente fue el de conseguir una pensión como ex mandatario, que heredó su hija hasta el día de hoy (pensión que, dicho sea de paso, nunca indignó a las almas de cristal que festejaron la decisión ilegal de quitarles las suyas a CFK y al ex Vicepresidente Amado Boudou).
Frondizi fue enviado a la isla Martín García y recobró su libertad recién en 1963. Un año más tarde publicó Estrategia y táctica del movimiento nacional, un manual de militancia política. “Durante los solitarios meses de mi confinamiento en Martín García, regresé a las abandonadas lecturas de nuestra historia patria, tan coherente en su apariencia turbulenta y contradictoria, que los hechos de hoy conservan asombroso parentesco con los de antaño”, escribió en uno de los capítulos del libro, dedicado a la corrupción; o más bien, a las denuncias de corrupción como herramienta para derribar gobiernos populares.
El ex Presidente ilustra su tesis con varios ejemplos históricos, desde Manuel Belgrano hasta Lisandro de la Torre, pasando por Rosas y Urquiza, aunque se detiene con más énfasis en los gobiernos radicales y peronistas. Enumera ejemplos de odio explícito hacia Hipólito Yrigoyen, como el del senador Benjamín Villafañe, quien apoyaría el golpe de 1930, y que, en pleno recinto, aulló: “Al yrigoyenismo lo forman 110.000 prontuariados en la sección robos y hurtos, 60.000 pederastas y 50.000 más que viven al margen de la ley, del juego y de la explotación de mujeres”.
El agravio personal, tan gratuito como desprovisto de cualquier análisis político, no desentonaría entre los insultos explícitos que leemos a diario en las redes sociales de los entusiastas de la motosierra o incluso en los discursos desbordados del propio Presidente de los Pies de Ninfa.
Frondizi explica la función instrumental del odio, impulsado para castigar a los gobernantes actuales, pero también para disciplinar a los que vengan después: “Como en el caso ulterior del gobierno peronista, se practicaron centenares de investigaciones, hubo incautación y secuestro de bienes e inhabilitaciones civiles. Nada pudo probarse y la Justicia absolvió a los acusados, les restituyó en algunos casos sus bienes y les levantó las interdicciones. Pero el objetivo político estaba cumplido y ya no interesaba sancionar a los supuestos delincuentes”. Es difícil no recordar, al releer este texto, al fiscal federal que unas décadas más tarde excavaría la Patagonia en prime time en busca del PBI robado por el kirchnerismo.
Por supuesto, el fin último es político, no moral. Frondizi recuerda el propósito reaccionario de frenar el desarrollo industrial del país, como el caso de la fábrica de Mercedes Benz, que los golpistas de 1955 cerraron y que la casa matriz alemana desplazó hacia Brasil. “La calumnia organizada, publicitada profusamente, recogida y amplificada por los más caracterizados dirigentes de la oposición, logró movilizar a amplias capas populares —de trabajadores, estudiantes y profesionales— para derribar a gobernantes elegidos por la inmensa mayoría del pueblo”.
Al final del capítulo, escribió con candor: “Confío también que esta modesta lección de la estrategia del ‘moralismo’ aplicada sistemáticamente en nuestra historia a demoler la fe del pueblo en los gobernantes que la mayoría consagra sirva a las nuevas generaciones para no dejarse confundir por los enemigos de la nación, que son, por lo tanto, los enemigos de su propio destino”. No sirvió.
Treinta años más tarde, el gobierno de Carlos Menem —candidato apoyado por el propio Frondizi, pese a estar a las antípodas de sus escritos de los años ‘60— justificó las privatizaciones de los servicios públicos y, en definitiva, el desguace del Estado, por la corrupción del “capitalismo prebendario caracterizado por negocios generados al calor de las regulaciones y protecciones estatales”.
El truco es siempre el mismo: ocultar una decisión política —con algunos ganadores y muchos perdedores— detrás de un supuesto imperativo ético.
Hace unos días, luego de más de seis horas de debate, el Senado rechazó el proyecto Ficha Limpia, un engendro que socava la garantía constitucional de la inocencia presunta. Tiene, además, nombre y apellido, como nos lo recuerdan cada vez que pueden los legisladores oficialistas y los periodistas serios (dos colectivos que cada día cuesta más diferenciar): sin esa ley, “Cristina podría volver a presentarse como candidata”. Otra decisión política oculta detrás de un supuesto imperativo ético.
Luego del fracaso de la iniciativa, la AmCham, la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en la Argentina, manifestó “su profunda decepción ante la decisión de no impulsar el proyecto Ficha Limpia”. Al parecer, “la integridad de los funcionarios es un pilar fundamental para construir confianza ciudadana y mejorar la calidad democrática. No puede dar todo lo mismo. Tolerar la impunidad debilita nuestras instituciones, erosiona la confianza social y aleja cualquier posibilidad de desarrollo sostenible”.
La Cámara —de la que forman parte PepsiCo y General Motors, pero también Acindar, Aeropuertos Argentina 2000 y los principales estudios de abogados del país— consideró también que “una Argentina competitiva requiere reglas claras y seguridad jurídica”. “Sin estos valores, no hay clima posible para la inversión”, concluyó. Es decir que las inversiones que nunca llegaron, no llegarían sin Ficha Limpia. Es un tema complejo.
El lamento por el rechazo al proyecto de Ficha Limpia, coherente con la línea editorial de la mayoría de los medios del país, genera un asombro especial viniendo de la AmCham. En efecto, no sólo no existe Ficha Limpia en los Estados Unidos, sino que el Presidente Donald Trump asumió teniendo una condena firme y varias causas más en curso por conspiración, robo de documentos oficiales y fraude. Ocurre que ni la Constitución estadounidense ni las leyes estatales impiden presentarse a elecciones a cualquier ciudadano a pesar de tener antecedentes penales, estar imputado o incluso en la cárcel. La legitimidad del voto ciudadano, para los padres fundadores de los Estados Unidos, debe prevalecer por sobre una condena judicial. En otras palabras: el pueblo es soberano a la hora de elegir a sus representantes, incluso entre los reos. En la Argentina, al contrario, nos explican que es virtuoso impugnar esa legitimidad aun sin una condena firme, entregándole a nuestro cardumen judicial un poder de veto sobre los candidatos. Es decir, un poder discrecional sobre nuestra democracia electoral.
En realidad, como en 1955 y 1976, se trata nuevamente de frenar el desarrollo industrial del país, mientras Estados Unidos intenta proteger el suyo con amenazas y aranceles.
Haz lo que te digo, nunca lo que hago.
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