Encerrados

Delito y compartimentación barrial

 

La compartimentación territorial juega un papel que merece explorarse en la expansión del delito callejero. No es que haya una relación de determinación entre los términos en cuestión. Son factores mediados por otros fenómenos, como por ejemplo la pobreza y desigualdad social, la desorganización y fragmentación social, la estigmatización y la presión que el mercado ejerce sobre los jóvenes para que asocien sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo, pero también la desesperanza, la envidia, el resentimiento y el odio, entre otras motivaciones que deben considerarse para pensar los delitos con las circunstancias con las que se miden los protagonistas.

No hablaré de segregación espacial sino de compartimentación barrial. No sólo se trata de reconocer el papel que juega la segregación sino, además, los efectos de la misma sobre la vida de los jóvenes cuando ésta se organiza a través de determinadas instituciones o circuitos institucionales y tienen un acceso desigual al “derecho a la ciudad”. Dicho en otras palabras: aquello que se segrega o aparta hay que contenerlo, neutralizarlo, ralentizarlo. De modo que hablaremos no sólo de los jóvenes separados (segregados) sino de los jóvenes separables (compartimentados). La compartimentación territorial profundiza la brecha espacial (la segregación espacial) y refuerza la brecha seguritaria existente.

 

Raterío: el barrio como madriguera

Es sabido que las principales víctimas de los delitos callejeros y predatorios no son las elites ni los sectores medios, sino los vecinos que viven en los barrios plebeyos. Los jóvenes de esos barrios roban donde viven o en sus alrededores. Puede ser que se muevan como cazadores furtivos por la gran ciudad, aprovechando las oportunidades que se les presentan a medida que se desplazan por ella, pero esa ciudad se fue haciendo cada vez más chica, hasta reducirse a un cuadrante cada vez más acotado. Sus ámbitos sociales suelen estar circunscriptos a unas pocas cuadras o a las zonas aledañas al barrio.

No es un dato novedoso. Gabriel Kessler, en su Sociología del delito amateur, señalaba que los jóvenes tendían a ensayar sus transgresiones cerca del barrio donde residían. Y esto era así porque los jóvenes tenían dificultades para salir del barrio. No sólo carecían de contactos y experiencias previas para ensayar sus transgresiones en la otra punta de la ciudad, sino que tenían muchas probabilidades de ser detenidos y demorados por las policías cuando traspasaban las fronteras del barrio.

De allí que los habitantes de estos distritos, a la hora de nombrar a los pequeños ladrones, lo hagan apelando al sustantivo “ratas”. Se sabe, la rata “caga donde morfa”, es el roedor que hace sus disposiciones en el lugar que le da de comer. “Rata”, entonces, es la categoría nativa que usan todavía los vecinos para marcar a aquellos jóvenes que ventajean, aprietan y rastrean en el barrio, la manera de nombrar un problema que viven con mucha preocupación, ponerle un rostro al miedo y activar otras estrategias de seguridad para moverse en el barrio (estrategias de seducción, evitamiento, enclaustramiento, etc.). No les resultan extraños estos jóvenes, al contrario, muchas veces los conocen de memoria, los vieron crecer, conocen a sus padres y al resto de la parentela, saben dónde viven y dónde “paran” todas las tardes, por dónde se mueven. Una categoría que se echa a rodar a través de las habladurías para que llegue a los oídos de los padres a modo de advertencia y reproche moral. Una categoría que los irá degradando hasta dejarlos solos. Porque cuando eso suceda, cuando el joven en cuestión se desenganche del resto de la trama, los vecinos se sentirán habilitados para tomar las cosas en sus propias manos: sea el linchamiento o la quema o destrucción intencionada de la vivienda donde vive el grupo familiar, para luego expulsarlos del barrio.

Entre paréntesis: no es casual ver a los padres o madres de estos adolescentes dándoles una buena tunda en plena calle. El destinatario de esa paliza son los vecinos, es una manera que tienen los padres de hacerles saber al resto del vecindario que están tomando cartas sobre el asunto. La violencia familiar abandona el espacio privado y gana el espacio público, se traslada a la calle. Que todos los vecinos vean que la familia se preocupa, está encima del pibe para que “no se lo maten”. La paliza es una manera de evitar que lo muelan a palos la próxima vez que lo encuentren in fraganti o se cansen de aquel.

 

Estado de sitio y toques de queda

Una de las maneras de compartimentar a los jóvenes será a través de las detenciones policiales. Los jóvenes que circulan más allá del barrio donde viven tienen muchas chances de ser objeto del verdugueo policial. Esas detenciones no llegan con buenos modales sino con risas, burlas, gritos, insultos, provocaciones o imputaciones falsas, amenazas y algunos “toques” o “correctivos” que, más allá de que no dejen marcas en el cuerpo, se van grabando en la subjetividad de los individuos, cuestionan su identidad, y la mayoría de las veces se experimentan con humillación y vergüenza.

Los pibes entran y salen del barrio muy rápidamente porque saben que no pueden pisar tal o cual avenida, y si lo hacen tendrán un patrullero encima, hostigándolos, pidiéndoles otra vez sus respectivos DNI. Saben que los vecinos pueden activar los botones anti-pánico o llamar al 911, que se van medir con miradas desconfiadas, indiferentes pero prejuiciosas. No van a la ciudad, tienen prohibido o restringido su acceso, saben que no pueden dejarse caer por el centro, que las aventuras que imaginan no podrán trascender la geografía de su barrio. Un joven morocho y pobre deambulando por el resto de la ciudad no está paseando sino “merodeando”. Y el merodeo, para los policías y patrullas municipales tomadas por la prevención situacional, es la antesala al delito, por tanto, razón suficiente para detenerlos y cachearlos, para no sacarles la mirada de encima.

En efecto, el prudencialismo ha redefinido el rol de las policías: ya no están para perseguir al delito sino para prevenirlo. Y prevenir significa demorarse sobre aquellos jóvenes o grupos de jóvenes que, por el solo hecho de tener determinadas características (varones, morochos, visten ropa deportiva, andan con gorrita o capucha), son referenciados como productores de riesgo. La prevención ha redefinido los umbrales de tolerancia policial y la paciencia vecinal.

A través de la prevención, las policías establecen, de facto, una suerte de estado de sitio y toque de queda sobre estos jóvenes que no pueden deambular por los barrios residenciales o turísticos, llegar hasta el centro histórico o comercial de la ciudad, o solo pueden hacerlo dentro de determinada franja horaria, determinados días del año. Más allá de los cuales se convierten en los “sospechosos de siempre”. Cuando un policía detiene a uno de estos jóvenes lo hace para chequear su lugar en el mundo: “¿Qué haces acá?”, le pregunta el policía al joven plebeyo, es decir “qué hace el negro en el mundo del blanco”, que está haciendo el que no tiene capacidad de consumo en el mundo del consumo, le está ordenando que “circule”, que regrese a su barrio: “Mové, no te quiero ver más por acá”.

La brecha espacial se refuerza con la brecha seguritaria. Los vecinos de los barrios plebeyos tienen muy pocas probabilidades de ganarse la atención de las policías. De hecho, cada vez que llaman al 911 o hacen una denuncia en la comisaría, sus demandas suelen caer en saco roto. El presupuesto que destinan las autoridades provinciales y judiciales para garantizar la seguridad en los barrios plebeyos suele ser muy escaso. Paradójicamente, estos territorios infra-policializados (cuando se trata de investigar los delitos violentos que tienen lugar en el barrio) están sobre-policializados cuando se trata de ensayar controles preventivos en las arterias o corredores que conectan la periferia con el centro de la ciudad. Controles que van a recaer sobre los colectivos juveniles residentes en esos barrios.

 

Enclaves y fronteras: la compartimentación escolar

La compartimentación no sólo llega con la mano derecha del Estado sino con la mano izquierda, por ejemplo a través de las escuelas. Hubo una época en que la escuela pública quedaba afuera del barrio. Ir a la escuela era la oportunidad que tenían los alumnos de salir del barrio y vincularse con jóvenes de otras partes de la ciudad, de otras esferas sociales. La escuela amplificaba el mundo de los jóvenes.

En las últimas décadas las escuelas fueron emplazadas en el barrio o en sus fronteras. Ahora los jóvenes no tienen que salir del barrio o atravesar la ciudad para llegar al colegio, ni pagar ningún bondi. Tienen la escuela donde viven o muy cerca del hogar. Puede que sea una “zona de riesgo” que justifique un suplemento salarial para los maestros, pero los contratiempos que suelen tener los alumnos pueden salvarse conveniando con el municipio o la comisaría un “corredor seguro”.

Algunos sostienen que se trata de una medida positiva, pero a la larga el emplazamiento de las escuelas en el barrio contribuyó a reforzar el sentimiento de encierro con el que viven los jóvenes su estancia en el barrio. La escuela dejó de ser la mejor excusa para salir del barrio. La ciudad para ellos ha dejado de ser un territorio hibrido, heterogéneo, que se dispone para el intercambio y la aventura.

Incluso muchas escuelas públicas tradicionales, que quedan en el centro o el casco de la ciudad, se han ido convirtiendo en auténticos enclaves. Desde el momento que los “blancos” o clases medias mudaron la formación para sus hijos en las escuelas privadas o parroquiales, abandonando la escuela pública, los morochos quedaron concentrados en establecimientos que no tienen la capacidad o imaginación para vincularlos con el entorno. Todos sus alumnos provienen de distintos barrios periféricos, pero nunca tienen chances de vincularse entre sí más allá del horario escolar. Poco a poco, a medida que se transformaron en espacios socialmente homogéneos, se convirtieron en establecimientos problemáticos y violentos, donde el fracaso escolar se completa con la vigilancia hacia los alumnos y donde la disciplina ha ido cediendo a la seguridad.

 

Vida mula

La compartimentación es una consecuencia también de las restricciones que impone el mercado laboral. Los jóvenes no sólo tienen cada vez más dificultades para conseguir un trabajo formal sino para conseguirlo fuera del barrio. Se la pasan haciendo changas por el barrio o trabajando en alguna cooperativa que la organización social desarrolló en su barrio.

Los jóvenes se sienten cada vez menos identificados con estos “trabajos chatarra”, puesto que no sólo no aportan el dinero que necesitan para participar de la cultura del consumo, sino que tampoco proveen el capital simbólico y cultural para conseguir un trabajo en mejores condiciones. Prefieren sumarse a algún emprendimiento productivo barrial a cambio de un plan, que les va a insumir apenas 12 ó 15 horas por semana, que trabajar para otra persona ocho horas por día, cinco o seis días a la semana, resistiendo el destrato y maltrato de los patrones. Ello sin contar el tiempo y los riesgos que demanda acercarse hasta el lugar del trabajo.

Finalmente, la compartimentación hay que buscarla en el sistema de transporte público que impone restricciones al ocio recreativo. Los jóvenes, dijimos, tienen muchas dificultades para salir o volver a entrar al barrio. Sobre todo, cuando se hace de noche. No sólo porque el bondi tiene frecuencias imprevisibles, sino porque los choferes no suelen detenerse en las paradas cuando intuyen que hay “gente rara” o vienen muy demorados en el recorrido.

Salir a bailar, ir a un recital o a la cancha resulta una auténtica travesía. Si salen más temprano, antes de que pase el último bondi, tendrán que gastarse la plata en una pizzería, porque saben, además, por experiencia propia, que si “la previa” la hacen en la plaza o la peatonal deberán medirse con la desconfianza policial y vecinal. Y saben también que si emprenden la noche a pie se están no sólo “regalando a la policía”, sino que corren el riesgo de ser ventajeados o rastreados por otra bandita de pibes. Ni siquiera cuando llegan a buen puerto tendrán garantizado el acceso, pues deben medirse todavía con el malhumor de los patovicas.

Lo mismo sucede cuando se les hizo tarde en el trabajo: si pierden el último tren quedarán a la deriva. Deberán hacer varias combinaciones en lugares que no conocen, donde nadie los conoce, y encima no siempre tienen la plata para hacerlo.

A medida que les ganó el estigma que pesa sobre ellos, perdieron el derecho al anonimato, la posibilidad de pasar desapercibidos, el derecho a no dar explicaciones. La visibilidad creciente que adquirieron los convierte en el centro de un ballet de miradas que no controlan. La “desatención cortés”, núcleo de la cultura plural de las aceras según el antropólogo español Manuel Delgado, no existe para ellos. No hay salvoconducto que revoque la sospecha que despiertan a su paso.

Encerrados en sus barrios, cada vez más aislados, concentrados, a los jóvenes les cuesta divertirse fuera de ellos. Salvo que tengan una motito, la noche les va quedando cada vez más lejos. Por eso “las jodas” se hacen en el barrio, en la casa de algún amigo, aprovechando la ausencia de los padres. Y eso es algo que suele suceder muy de vez en cuando. Por eso, como señalaron los investigadores de la UNLP Ramiro Segura y Carlos Galimberti en el libro Hacerse un lugar, que editaron con Mariana Chaves, “la ocupación de las esquinas y descampados, que tanto temor generan en los residentes adultos, lejos de hablarnos de una apropiación y un dominio juvenil del espacio barrial, señala el repliegue hacia el único lugar y tiempo disponibles para ellos”.

En definitiva, cuando la ciudad se fragmenta y la sociabilidad se organiza en función de las afinidades identitarias, los jóvenes de la periferia tendrán muchas dificultades para acceder a la ciudad, para participar del espacio público más allá del cielo abierto que encuentran en el barrio.

 

Enredados

Como ha señalado otra investigadora del CONICET, integrante del Núcleo de Estudios sobre Violencias de la UNSAM, Ana Beraldo, “la circunscripción de las vidas a los límites del barrio hace que los jóvenes de la generación actual se vinculen más rápidamente con la delincuencia”. Se lo dijo un vecino que cita en el libro Últimos y abollados, compilado por Evangelina Caravaca, José Garriga Zucal e Inés Mancini: “Los pasillos que alimentan son el veneno del ambiente, los pasillos son la iniciativa de toda maldad”.

Dicho en otras palabras: cuando los jóvenes no salen o les cuesta salir del barrio, se van enredando en sus pasillos. A medida que quedan boyando en las esquinas o los patios del monoblock, la tentación de salir a robar o pelearse con los vecinos o con otros grupos de pares es cada vez más grande. Lo hacen para llenar el tiempo muerto o pasar el rato, para motorizar la grupalidad, para divertirse o darle un giro intrigante a la monotonía con la que sobrellevan los días, por resentimiento ante las humillaciones de las que son objeto. Pero también para demostrar y demostrarse que existen, que no son invisibles, que no les importa nada, que están dispuestos pasar a la acción para decir “yo existo” y “hacerse un lugar” en un mundo cada vez más ingrato, antipático, que les fue dando las espaldas.

No todo lo que quieren está al alcance de ellos, pero el barrio es muy generoso cuando se trata de drogas y armas. El barrio provee además las motos para surcar la ciudad furtivamente y eludir los controles policiales. Encuentran en ellos la oportunidad de abrir campos de experiencia que les permitan entrenar destrezas y habilidades para luego, eventualmente, adscribirse a las economías ilegales, y de paso continuar tallando el personaje de “tipo duro”.

Cuando la vida se compartimenta, y las relaciones se vuelven endogámicas, los problemas que allí tengan se vivirán con otra intensidad o dramatismo y podrán más fácilmente escalar hacia los extremos. Si los jóvenes tuvieran un mundo repartido entre diferentes esferas sociales, si pudieran frecuentar otros mundos, moverse por distintas partes de la ciudad, tal vez los conflictos barriales no tendrían la centralidad que tienen, se vivirían más desenfadadamente. Una ciudad abierta, dispuesta a acoger a los jóvenes, tal vez no vez no solucione los problemas, pero los diálogos con ellos no nos quedarían tan lejos.

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

 

 

 

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