Enemigo de yugarla

Reducir la jornada laboral genera empleos, aumenta la productividad y disminuye los accidentes

 

Atahualpa Yupanqui recitaba uno de sus inmortales poemas “Trabajo, quiero trabajo”. El general Perón decía “mi mejor amigo es el que trabaja”. Por supuesto que estas premisas y otras similares resultan ajenas para los domadores de reposeras.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) reivindica lo que denomina “el trabajo decente”. Yo hubiera preferido que ese Organismo Internacional Tripartito lo designara como “digno”. El trabajo asalariado siempre es decente y en todo caso la explotación, la evasión, las violaciones de los derechos laborales deben ser denominadas, cuanto menos, como indecencia.

El trabajo tiene una magnitud que muchas veces queda opacada por diversas razones. Tal vez una buena conceptualización surja por el contrario: el desempleo. Siempre digo que para analizar esta situación, la desocupación, es útil no quedar subsumido en tecnicismos o en estadísticas.

En principio es obvio que la primera consecuencia la sufre la persona, pero no termina allí: se extiende también a su entorno familiar y luego se proyecta a la sociedad. Nadie se realiza en un país que no se realiza.

La distribución equitativa y racional de los recursos, cualesquiera fueran, tienen que ver con la igualdad y con la justicia equitativa.

Hoy la situación del empleo en el mundo entero y obviamente en nuestro país se ha visto agravada por la presencia del Covid-19. Ha mermado la actividad, ha crecido la incertidumbre en orden al futuro por la dificultad de la concreción de los proyectos, y esta dramática o penosa situación nos sumerge en el desasosiego en torno al encuentro de soluciones o paliativos.

Desde el neoliberalismo históricamente se ha sostenido que la “excesiva protección normativa” de los derechos laborales destruye empleos.

En alarde de mi amplitud ideológica me permito hacer propia una frase del ex Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica cuando afirmaba “es la economía, estúpido”; y la hago mía porque más allá de coincidir con Roberto Fontanarrosa en cuestionar la existencia de buenas o malas palabras (¿acaso las malas le pegan a las buenas?) nunca descalifico al que piensa distinto, y si se encuentran coincidencias, mejor.

Pues bien, excluida la hipótesis que culpabiliza a las leyes que tornan operativo el derecho consagrado por el artículo 14 bis de la Constitución Nacional (“El trabajo en sus diversas formas gozará de la protección de las leyes, las que asegurarán al trabajador: condiciones dignas y equitativas de labor…”) me parece pertinente analizar el rol que sí pueden jugar esas leyes.

Más allá de las demostraciones que brindan las estadísticas, parece de sentido común que la disminución de la jornada de trabajo propicia la oportunidad de que hombres y mujeres desocupados puedan obtener empleo. En nuestro país la legislación en esta materia es casi centenaria: la ley 11.544 de 1929.

Viendo la dificultad objetiva de obtener la modificación de esa ley, como diputado nacional diría que tímidamente presenté proyectos reiterados proponiendo bajar de 48 a 45 horas la jornada laboral.

Renglón aparte, lo de “tímidamente” me evoca al poema de Belisario Roldán El rosal de las ruinas cuando decía: “Te amaba tímidamente como nadie amó jamás (…) estaba forjando el nido del porvenir visionado y era feliz a tu lado trabajando para ti”. Algunos mientras escriben escuchan música, a otros, como es mi caso, nos vienen a la memoria poemas, canciones, recuerdos y por eso me permito la referencia anterior.

El proyecto reducía de 48 a 45 la extensión de la jornada laboral, y fue a 45 porque la realidad acompañaba la propuesta, toda vez que no son pocas las personas que ya trabajan en ese lapso, nueve horas y cinco días por semana. Podría haber sido la reducción de 44 a 40, a 35 o a 32, extensiones existentes en muchos países, pero frente a las dificultades exhibidas por una recalcitrante realidad preferí actuar con mucha prudencia.

Pero como dice el tango: “Fue inútil gritar que querías ser buena”, pues la derecha, “que es brutal cuando se ensaña”, logró obturar la propuesta.

De todas maneras no hay que bajar los brazos sino persistir en la idea. Parafraseando al ex Ministro de Economía, Juan Carlos Pugliese, a quienes se oponen le podríamos contestar con el corazón y con el bolsillo. Está harto demostrado en estadísticas que la disminución de la jornada aumenta la productividad (la utilidad o el rendimiento decreciente) y disminuye los accidentes de trabajo.

Creo que parte de la sinrazón de la oposición a la reducción de la jornada nace también en la ideologización del tema y/o en la angurria o avaricia. También, y con todo respeto, como dice una frase de un autor para mí desconocido, “esas voces hablan con errores de ortografía”; pareciera que se repite la discepoliana alternativa entre la Biblia y el Calefón (ver El trabajo es digno).

 

 

 

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