Enemigos de la humanidad

El coronavirus y las tareas del proletariado

 

El controvertido teórico de la política Carl Schmitt explicó que la humanidad no tenía enemigos, a menos que unos extraterrestres la atacaran. Con esta broma pretendía desmontar la típica operación en la que uno de los bandos de un conflicto denigra al otro al punto de situarlo fuera del género humano para habilitar así su exterminio.

Aunque la reputación de Schmitt es la de un autoritario, su idea de que en política había amigos y enemigos apuntaba a reconocer la legitimidad de los distintos intereses en pugna. En consecuencia, quien habla en nombre de la humanidad solo oculta sus intenciones particulares.

Desde una óptica nacionalista, acaso muy decimonónica, Schmitt entendía que cada país formaba una comunidad homogénea de “amigos” unidos por una cultura común y organizados bajo la autoridad de un Estado que solo veía rivales en los restantes Estados (es decir, en otras comunidades de amigos).

De modo que los enemigos (los distintos Estados hostiles entre sí) eran adversarios legítimos y no criminales. Las guerras interestatales, por tanto, debían someterse a ciertas reglas jurídicas y humanitarias. Ningún Estado particular tenía autoridad para definir a otro como antihumano o criminal y autorizarse así a liquidarlo. Schmitt entendía que los liberales eran especialistas en esta maniobra. A partir del final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos no hace más que confirmarlo.

Mucha agua ha pasado bajo el puente desde que Schmitt forjó esta visión que, de manera inesperada, se ha vuelto actual no a causa de unos extraterrestres, sino de un microorganismo que amenaza la vida humana. La situación no configura una guerra convencional, como aquella en la que pensaba Schmitt, aunque muchos recurren a la metáfora bélica y subrayan el nuevo relieve que adquieren los Estados nacionales.

La globalización neoliberal redujo al mínimo el papel de esos Estados en todos los planos, aunque solo después de apoderarse de los aparatos estatales para implantarse a través de ellos en los distintos países. Como hace el coronavirus con el sistema respiratorio, el neoliberalismo tuvo que colonizar primero al Estado para después devorarlo. ¿Cometerá el error fatal de los virus, matando aquello de lo que se alimenta y muriendo con él?

 

 

Estados alterados

Con la aparición de la pandemia, la globalización parece en declive, si bien, antes de afectarla, el microorganismo la aprovechó al máximo para difundir su presencia en todo el planeta. Según una definición de la ciencia física destinada a la divulgación, el concepto de caos implica la incapacidad para prever el estado futuro de un sistema. Se trata evidentemente de la noción clave de la actualidad política: no sabemos qué sucederá, ni dentro de cuánto tiempo. ¿Cuándo? es la pregunta clave e imposible de responder: ¿cuándo terminará la cuarentena? ¿Cuándo habrá una vacuna? ¿Cuándo acabará de colapsar la economía? El sistema navega al garete, no tiene reglas que podamos comprender y menos aún controlar. Es el caos.

Sin capacidad de previsión, la política se vuelve frágil. Se hunde en el presente perpetuo cuando todo el mundo le pide certezas acerca del futuro, al menos sobre el más próximo. Su justificación básica, proveer tranquilidad y protección a cambio de obediencia, amenaza con dejar de ser operativa. Esto tiene efectos a todo nivel.

La falta de liderazgo global es patente. El G-20 y el G-7 brillan por su ausencia. La Unión Europea está más desunida y es menos europea que nunca. No hay coordinación ni ayuda mutua. Italia la recibe de China; no de Alemania o de Holanda, que siguen obsesionadas con el gasto del sur mediterráneo — en mujeres y vino, según la fantasía de un economista —¿o era un moralista?— de los Países (muy) Bajos.

Cuando las papas queman, cada país decide por su cuenta. El Banco Central Europeo jugó su bala de plata cuando puso las tasas en cero, según señaló uno de los críticos más lúcidos del capitalismo actual, el alemán Wolfgang Streeck. ¿Qué más puede hacer? Tirar dinero sobre la economía desde un helicóptero, según la figura que acuñó Milton Friedman. Lo hicieron en 2008, lo harán de nuevo, ya comenzaron. ¿Será suficiente? Según Friedman, el chiste funcionaba solo una vez.

Después de toda la retórica sobre la globalización, la circulación universal y la superación de las fronteras, ahora vemos que se erigen incluso entre ciudades y regiones de un mismo país. Se verifica un repliegue hacia las zonas subnacionales, según el vocabulario de los talentos de la ciencia política. Las grandes arquitecturas políticas crujen debido al microorganismo.

El conflicto entre poderes internacionales y nacionales, federales y regionales se ha vuelto patente en todas partes. El Planalto comenzó chocando con el Estado de San Pablo y ahora casi todos los gobernadores repudian la comedia que proyecta Brasilia. En el plano doméstico, Ezeiza tuvo una política de fronteras opuesta a La Plata que ofendió también a Olivos y es solo un ejemplo, por no mencionar al gobernador de Jujuy y su política de desviar la peste negra hacia el resto del país, incomprensiblemente tolerada por el gobierno central.

Una mayoría de los gobernadores brasileños se coordinaron para enfrentar los disparates del Presidente (hasta que el ejército terminó de hacerse cargo del Ejecutivo). Por otro lado, y frente la ausencia de medidas locales, los narcos imponen la cuarentena en las favelas donde se valieron de su dominio territorial cuando las autoridades no querían frenar la economía y dejaban circular a la gente. También en Estados Unidos los gobernadores, ante la errática política de Trump, organizaron lo que este llegó a denominar un motín para coordinar decisiones más allá del gobierno federal.

El virus agudiza tensiones políticas y erosiona aun más la débil legitimidad de los poderes establecidos. Subraya la desigualdad, pone en el centro del debate la fragmentación sanitaria que produjo medio siglo de neoliberalismo, plantea de manera urgente la hasta ahora utópica propuesta de un ingreso universal asegurado. El virus desata el debate sobre la inequidad, lo radicaliza y lo actualiza.

Las crisis generan muchas sorpresas. El bueno de Boris Johnson hizo una conmovedora apología del sistema de salud británico, felicitando a cada trabajador y agradeciendo a los enfermeros inmigrantes que lo cuidaron durante su internación. El virus sin duda debilita a la gente. ¿No era más simpático cuando se mostraba como un cínico consumado y explicaba que los extranjeros se habían vuelvo intolerables y vivían de los impuestos de los buenos ciudadanos, o cuando decía que no había que detener la economía por una simple gripe que mataría a los que tuviera que matar y punto?

 

 

Buscando líder

España anunció hace casi un mes que ya tenía más muertos por el virus que China a pesar de las descomunales diferencias de territorio y población (la provincia cuya capital es Wuhan, epicentro inicial de la epidemia, tiene más habitantes que súbditos la Casa de Borbón). Italia se mostró devastada, camiones militares transportaban cadáveres en la noche. Pero registra ahora menos víctimas que Estados Unidos, donde frente al Bronx se cavan previsoras fosas comunes. La pandemia es dinámica pero no sincrónica.

En su último mensaje a la Nación, el premier Emmanuel Macron hizo una puesta en escena muy preparada. Entre muchas otras cosas, sugirió que Francia debía retomar su soberanía sobre todo el proceso productivo de elementos esenciales para el país. En otras palabras, la globalización deberá retroceder. Su actuación ante las cámaras, con sus matices vernáculos, fue tan solvente como la del cínico devenido patético de la otra orilla del Canal de la Mancha.

Quizá por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos no tiene un mensaje universal. Habla de sí mismo, se enfrenta a sus fantasmas. Perdió su posición, su lugar de enunciación. ¿Se acaba el siglo americano? El virus representa una prueba de fuego a su sistema de salud y con él a sus convicciones privatistas y hostiles a los servicios públicos y la gratuidad. El colmo del delirio trumpista fue el anuncio de la suspensión del financiamiento estadounidense a la Organización Mundial de la Salud (OMS). Puede tener buenos argumentos contra la primera reacción china y la lentitud cómplice de la OMS, aunque difícilmente se los creerán a esta altura de la crisis. Para salvar el honor nacional, Bill Gates ya contribuyó con la mitad de la cuenta.

En contraste con los enredos estadounidenses, se dice que uno de los desarrollos más avanzados para una vacuna lo dirige una bioingeniera, general de brigada del Ejército Popular de Liberación chino. Asia surge como un gran ejemplo de disciplina, coordinación, tecnología y control social. El virus se declaró allí en primer lugar y logró ser contenido tanto en la enorme ciudad china de Wuhan como en el resto del país y en Corea del Sur, Japón, Taiwan.

China ingresó finalmente en la disputa por el prestigio y la solidaridad universales. Hay quienes interpretan su activa diplomacia sanitaria como un mero intento por ocultar la manipulación de la información en los primeros días de la epidemia. Orgullosa de haber superado el problema, al menos por el momento (un recrudecimiento, la segunda tanda de infecciones y las reinfecciones individuales no se descartan), exporta especialistas y material médico.

¿A qué costo logró China controlar la epidemia? La discusión continuará abierta. El retroceso económico resulta evidente en todas partes; el social deberá ponderarse. La influencia en la esfera íntima es otro factor a calibrar. ¿El prestigio de la potencia china se debilitará por los ocultamientos iniciales de la crisis o crecerá por su asistencia internacional? ¿Repatriará el capitalismo mundial sus encadenamientos chinos o todo volverá a la (a)normalidad global que conocimos?

Las fábricas chinas también trabajan para exportar insumos de salud; las de otros países, sólo trabajan para abastecer urgencias internas (como la de respiradores en Córdoba o en Alemania). China es parte de la cadena de producción de muchos artículos, incluyendo componentes farmacológicos de medicamentos globales. La cadena no puede interrumpirse o Estados Unidos y Europa no podrán proveer remedios a su población. ¿Seguirá siendo esto así?

La sabiduría oficial nos inclina a pensar que el autoritarismo oriental es más eficiente que la democracia occidental. También es cierto que los orientales se han fogueado en la lucha contra epidemias, tienen recursos y una población adiestrada. Son países que ganaron experiencias en emergencias de salud recientes. Hay opiniones que llaman a esto confucianismo.

 

 

El porvenir de otra ilusión

¿Nos conducirá el coronavirus hacia el socialismo? La pregunta puede parecer estúpida, pero circula bajo diferentes formas. Es habitual escuchar que, tras esta crisis, “nada volverá a ser como antes”. La desigualdad global será más cuestionada; la pobreza urbana ya no podrá tolerarse, los sistemas políticos nacionales e internacionales deberán transformarse. El cambio climático se volverá una cuestión central: esta vez irá en serio, nadie podrá marginarlo de la agenda puesto que ha quedado claro que unos días de inactividad humana depuraron el aire de las ciudades y favorecieron la aparición de delfines y cisnes en los canales de Venecia, de zorritos en los prados de Ushuaia y de cabritos silvestres en las vacías calles galesas.

El coronavirus afectó al capitalismo; lo amenaza con la mayor crisis de su historia. Alteró las bolsas, modificó las producciones, generó un súbito desempleo masivo, desmovilizó poblaciones, activó otros vínculos sociales básicos (sanidad, limpieza), cerró comercios, desfinanciará fiscos, cambiará el sentido de la palabra deuda tanto la pública como la privada y la personal, puesto que todo el mundo está endeudado de un modo u otro y nadie podrá pagar nada. En solo cien días todas las sociedades se encuentran sumidas en un estado excepcional. ¿Con qué podemos compararlo? ¿La guerra o la revolución? Y, sobre todo, ¿cómo saldremos de esto?

Una respuesta marxista sería que el virus hizo la mitad del trabajo y que la restante mitad será obra del proletariado rebelde. Pero el virus (imaginemos al viejo Hegel comentando el tema) tiene sus ironías; la versión siciliana es que vino a cambiar todo para que nada cambie. Quizá detenga el capitalismo para luego potenciarlo; acaso ponga enorme presión sobre el Estado para erigirlo después como amo absoluto; es factible que repliegue sobre sí misma a la principal potencia mundial solo para que, de pronto, salga disparada a reorganizar el mundo a su conveniencia. No es seguro que se derive al socialismo y que el virus cumpla las tareas del proletariado. Para bien o para mal, esas siempre serán opciones conscientes de la gente común organizada.

 

 

 

 

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