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Sitiados, eligiendo la vida por encima de la bolsa: a veinte años del estreno de "Plata quemada"

 

Me lo recordó un post del actor Eduardo Noriega: "Veinte años del estreno de Plata quemada", decía. Fui a chequearlo de puro obsesivo, pero tenía razón: se habían cumplido dos décadas del lanzamiento de la cuarta película de Marcelo Piñeyro —que venía de tres batacazos: Tango feroz, Caballos salvajes y Cenizas del paraíso—, adaptación de la novela de Piglia que recreaba una crónica policial que se inició en 1965 con el robo a un blindado en Buenos Aires y concluyó en Montevideo (este noviembre se cumplen 55 años) con la policía acorralando a los protagonistas en el edificio Liberaij y fusilándolos a pesar de su resistencia. Hay razones objetivas para recordar la película, empezando por la repercusión que tuvo acá y en el mundo (entre otros mimos, el legendario Kenneth Turan la rescató en el diario Los Angeles Times como uno de los mejores films del año) y por el peso que aparentemente sigue teniendo. (Hace muy poco, aprovechando el Día del Cine Nacional, un medio muy popular la metió en su lista de diez clásicos imperdibles.) Pero mi justificación para recordarla no puede ser más subjetiva: fue el primer guión que escribí, en coautoría con Piñeyro, y recuerdo la experiencia —seguí el rodaje acá y en Uruguay, un crío al que acaban de aceptar en el mejor de los clubes— como algo luminoso.

 

 

Eduardo Noriega (Ángel) y el director Marcelo Piñeyro, cuando recibieron el Goya a la mejor película extranjera.

 

 

Apenas me puse a pensar en Plata, se me ocurrieron otras razones por las cuales valía la pena reconsiderar la película. Primero, porque parte de la narración describe una circunstancia que, más allá de las obvias diferencias, hoy entendemos mejor que nunca: la obligación de estar encerrados en un lugar para mantener a raya un peligro externo, la angustia, las dudas, la tentación de permitirnos la irresponsabilidad y salir innecesariamente, la incertidumbre. ("Esperar. La mayor parte del tiempo hay que esperar", reflexiona uno de los personajes. "El tiempo es algo agotador. Una batalla perdida. Como en la cárcel. Te preguntás cómo llenar el tiempo... Vivís en la cabeza. Te convertís en eso. Una cabeza. Un cráneo".) Durante estas semanas, todos estamos como el Nene (Leo Sbaraglia), Ángel (Noriega) y el Cuervo (Pablo Echarri) durante su aislamiento en un apartamento del Liberaij: puestos en una situación que obliga a optar minuto tras minuto entre nuestra pulsión de vida y nuestra pulsión tanática, la tentación de asomar al abismo, entregarnos al vértigo y dejarnos caer.

Pero puede que lo más relevante sea lo otro. Lo que volvió legendaria esa página de la crónica policial fue el hecho de que, al descubrirse sitiados, los tres chorros decidieron incendiar el botín. Los billetes en llamas y sus cenizas cubrieron esa calle de Montevideo —Herrera y Obes al 1.100— de escamas grises. Piglia entendió pronto que esa había sido su transgresión más grande, por eso empezó a escribir Plata quemada casi en caliente, en el '68. Terminó cajoneando un primera versión para al fin retomarla, sin ingenuidad alguna, en un tiempo muy particular; un momento de la historia contemporánea en el cual no parecía haber valor más grande que la guita y por eso primaban, rampantes, la corrupción y la frivolidad. Por eso encabezó la novela con la cita de La ópera de tres centavos en la que Brecht compara la fundación de un banco y su robo, preguntándose cuál de las dos cosas encarna el delito más grande.

 

 

 

 

 

La película se concibió, rodó y estrenó durante los meses finales de la decadencia de Menem y el arranque de Pepeto De La Ruta (a) El Breve, como llama el Indio al lamentable político radical que sucedió al Turco. El diario de rodaje que escribí por aquella época decía, entre sus primeros párrafos: "El gobierno de Menem ya no oculta su romana decadencia". En la entrada que corresponde al 4 de diciembre del '99, registraba que el equipo de filmación charlaba en un parate sobre tópicos banales, entre ellos "el nuevo gobierno y las esperanzas módicas (que pronto, demasiado pronto, se probarán exageradas)". En marzo de 2000, dos meses antes del estreno, Domingo Cavallo (a) Voz de Tonete volvió a ser nombrado Ministro de Economía y pisó el acelerador hacia la crisis que estallaría en diciembre. Para entonces estaba claro que nuestras vidas giraban, nos gustase o no, alrededor de la guita: ya fuese por la convertibilidad insostenible, la fuga imparable, los ahorros acorralados o la ausencia total de billetes. (Que detonó aquellas escenas de la marea humana que se disputaba los huesos con restos de carne que caían de un camión: el Infierno en la Tierra.)

Veinte años después, la veneración que cunde en nuestras sociedades por el becerro del oro del dinero es todavía más acendrada. Nunca resonó con tanta fuerza aquello que Walter Benjamin dijo hace casi un siglo en Capitalismo como religión: "...Es esencialmente un culto religioso, quizás el más extremo que haya existido". Y eso que no llegaste a ver casi nada, Walter. Comparado con el capitalismo, el culto suicida de Jim Jones es una película de Walt Disney: ¿qué otro credo se ha cargado más gente durante el último siglo?

 

 

 

 

 

Por eso el gesto simbólico del Nene, Ángel y el Cuervo impacta con más fuerza ahora que en el 2000: porque en aquel momento la crisis económica era nuestra, una catástrofe focalizada, autoinfligida, made in Argentina, mientras que ahora el sistema cruje, se agrieta y se prende fuego en el mundo entero.

Quemar el dinero. Negarlo, neutralizarlo, pinchar el globo de su poder como factor determinante de nuestras vidas.

Qué idea más sugestiva.

 

 

 

Los apologistas de lo peor

Releo aquel diario de filmación por primera vez en veinte años. Los recuerdos acuden en tropel. En su mayoría son gozosos. La disciplina de Sbaraglia (que aprendió a desarmar y armar una pistola automática en segundos), Noriega entregándose a la transformación en objeto del deseo, la energía de Echarri que transformaba cada escena en un outtake de película tana de los '60. No olvido los interiores recreados en los hoy inexistentes estudios Darwin —con el tiempo terminé viviendo a pocas cuadras, mirá vos—, la excursión del equipo / banda de gitanos a Uruguay, el rodaje en ese lugar detenido en el tiempo que es el Parque Rodó, la balacera final rodada en territorios del Regimiento de Patricios. Pero ni siquiera en la remembranza puedo desgajar la experiencia del contexto en que ocurrió, que la definió y cargó de sentido.

 

 

 

 

 

Creo que tanto Piñeyro como el productor Oscar Kramer como yo le entramos al asunto por la tapa, por el exterior deslumbrante: la novela premiada del gran escritor argentino, la historia de bandidos, los tiros, la estética —incluyendo la música, que incluía a Rita Pavone, The Troggs y Billie Holiday— de los primeros '60. Y cuando ya estábamos adentro, bien enganchados, comprendimos que era el peor de los momentos para contar una historia protagonizada por tres chorros, drogadictos y asesinos. Alguno de ustedes se acordará: fue precisamente en los '90 —por obra y gracia de Carlos Ruckauf, (a) El Mete Bala, primero Ministro del Interior y después Vicepresidente— que apareció en nuestras vidas la noción de inseguridad, que hasta entonces no formaba parte de nuestro cotidiano. A partir de entonces nos habituamos a la sensación de vivir amenazados por potenciales criminales, a los que se imaginaba siempre jóvenes, morochos y pobres; y expresiones como mano dura y tolerancia cero se convirtieron en parte del constante reclamo mediático.

 

 

 

 

 

Quizás alguno recuerde también la Masacre de Ramallo, que ocurrió días antes de comenzar el rodaje. Tres delincuentes que asaltaron el Banco Nación de esa localidad, fueron cercados y tomaron rehenes para protegerse. "Durante algunas horas se escucharon sus voces llamando 'señor, señora' a sus víctimas y, cada vez que pedían algo, diciendo 'por favor'", escribí por entonces. "¿Eran esas voces educadas y muertas de miedo las voces del Hampa, ese Enemigo Público Número Uno a quien el poder político ponía como responsable de todas nuestras desgracias? ¿Eran esas las voces del Mal, de quien debíamos protegernos a toda costa?". Esa transmisión en vivo fue puro espectáculo, tal como lo había sido —vaya ironía— el sitio al Liberaij en el '65, una de las primeras emisiones en directo de la TV uruguaya. El final de ambos hechos fue trágico, pero lo de Ramallo fue aún peor, porque la policía abrió fuego sobre el auto donde fugaban dos de los ladrones y sus escudos humanos: 170 disparos que acabaron con dos de los rehenes y malhirieron a la tercera, que era la esposa del director del Banco. Todavía recuerdo el horror que me inspiró el hecho: la policía había masacrado a dos inocentes y nadie se indignó demasiado, porque el "justo" castigo sufrido por los delincuentes lo blanqueaba todo. (El tercer delincuente fue apresado y "apareció" muerto al otro día en su celda. Las décadas pasarán, pero el modus operandi de nuestras policías se mantiene inalterable.)

En ese contexto de paranoia fogoneada por los medios, que asustaban con la inseguridad tal como ahora agitan el fantasma del populismo/comunismo, nos metimos a contar la historia del Nene, de Ángel (el Gaucho, en la novela) y del Cuervo. Dos de los cuales sostenían una relación que convertía a Plata quemada en una historia de amor. (Todavía recuerdo el espanto de uno de los coproductores, que pensó que estaba invirtiendo en una de tiros protagonizada por machitos trajeados a la Reservoir Dogs... ¡y descubrió que había puesto plata en una película de putos!) Lo cual configuraba a nuestros personajes como la encarnación casi completa de los prejuicios de parte de la sociedad. Les faltaba ser negros y comunistas, nomás, para llenar el cartón de nuestras discriminaciones favoritas.

 

 

El Gaucho y el Nene de la vida real: Dorda y Brignone.

 

 

Y sin embargo nos negamos a volverlos light y presentar coartadas psicoanalíticas como atenuantes de su comportamiento. Queríamos que el público los tomase o dejase tal como eran —qué omnipotencia, la nuestra—, porque apostábamos a que entendiesen que no habían nacido así, que no habían elegido ser así, sino que habían sido compelidos por la violencia que la circunstancia política y social descargó sobre ellos desde que abrieron los ojos a este mundo. Aunque el Nene y Ángel se encontraron en lo más hondo del pozo séptico de sus vidas, el amor que se prodigaban sugería que, en otras circunstancias, sus almas podrían haber creado cosas exquisitas en lugar de humillación y dolor. Por eso mismo, aunque vivieron encarnando todas las transgresiones ("En la cárcel —dice el Nene— me hice puto, drogadicto, timbero, peronista"), ninguna fue mayor que el gesto romántico postrero: los chorros de profesión se cagaron en el supuesto móvil de sus vidas —la guita— eligiendo, en cambio, morir juntos. La paradoja suena hoy más escandalosa que nunca: estos pelagatos, que habían nacido en el nadir de la escala social, quemaban una millonada y se abrazaban para morir; mientras que los delincuentes de guante blanco que llevaron al país a su situación actual, criados entre lujos y algodones, reiteran a diario su intención de no soltar un mango, por amor a nadie que no sean ellos mismos.

Por supuesto, nos hicieron pagar el precio. En aquel momento, para aspirar a un éxito de taquilla había que asociarse a un canal de TV, que entre otras cosas garantizaba algo parecido a una campaña de difusión. Se había llegado un acuerdo con Canal 9, cuando una de las salas de calificación del INCAA le encajó a la película un sólo apto para 18, prohibida para su emisión en TV. Una decisión sorpresiva, desde que —por ejemplo— a Crash de David Cronenberg la habían calificado para 16 años; y que pocos días antes se había visto por televisión Saló, o los 120 días de Sodoma de Pasolini. "Apología de la droga y de la homosexualidad", decían los justificativos de la decisión. Que fue apelada dos veces, con el mismo resultado. (Aunque en estas ocasiones no incluyeron justificación alguna, no fuese cosa que se los acusase de discriminar.) Ya estábamos en tiempos de Pepeto De La Ruta, El Breve; con la perspectiva que dan los años, se tornó evidente que su política cultural era tan antipopular como su política económica. Si alguien quiere imaginar una mano negra, puede googlear quiénes eran las autoridades del área por entonces. Yo no hago nombres porque, aunque valoro Saló, no me gustan los textos escatológicos y ciertos apellidos ensucian cuanto tocan. Lo que importa es entender que desde el poder se privilegiaba una visión elitista de la cultura, por ejemplo plasmada en cierto tipo de festivales. En aquellos días, el director de una revista de cine que gozaba de prestigio almorzó con Piñeyro y conmigo y nos dijo que la película le había gustado mucho... pero que no lo podía decir públicamente, porque iba en contra de todo lo que su revista defendía. (Me reservo también este nombre por la razón ya explicada. Pensar en cierta gente hace que rever Saló durante la cena parezca una experiencia apetitosa.)

 

 

Los afiches de Estados Unidos y de Francia.

 

 

 

 

O sea que no quedó otra que estrenar en esas condiciones, con el poder político y el establishment cultural en contra. Y aun así —sin canal asociado, sin campaña de prensa— batimos al tanque internacional del momento: Gladiador de Ridley Scott, que también cumple veinte en estos días.

Si este texto lo escribiese Graciana Peñafort, sería el momento de exclamar: Viva Perón, carajo.

 

 

 

Cosecha roja

No hace falta bola de cristal para adivinar que quienes nos minaron el camino figuran en el pelotón de firmantes de esa carta en contra de la "infectadura" que estaríamos viviendo. Hace pocas horas, Fernando Martín Peña —crítico, docente, investigador y coleccionista de cine, ex director del BAFICI, que rescató versiones desconocidas o perdidas de obras de Fritz Lang, Buster Keaton, Gleyzer y Birri— recordó vía hilo de tweet cómo esta misma gente lo había rajado del Canal 7 y del Centro Cultural Rojas; cómo lo borraron oficialmente de la noticia del descubrimiento de metraje inédito de Metrópolis; cómo lo "invitaron gentilmente" a renunciar a la dirección artística del Festival de Mar del Plata en 2017. "Lo cuento todo junto —concluye Peña— porque me tiene harto el cacareo de la superioridad moral republicana: conmigo y con muchos otros ustedes hicieron todo aquello de lo que siempre acusan al peronismo".

 

 

 

 

Con esta gente no hay ni habrá forma de entenderse, porque hablamos idiomas diferentes. De este lado, cuando hablamos de libertad entendemos la definición que consta en el diccionario. ("Estado o condición de quien no es esclavo; falta de sujeción y subordinación; derecho de valor superior que asegura la libre determinación de las personas".) Del otro lado, cuando hablan de libertad se refieren al privilegio —esto es, no un derecho general sino prerrogativa de pocos— de seguir explotándonos y matándonos con la impunidad que venían ejerciendo hasta que el pueblo les meó la fondue. Por eso no se sonrojan ni encuentran contradicción en decir "libertad" mientras pulseamos con el papá de Big Brother —Big Money—, para aflojar la cadena al cuello de la deuda que inventaron y no deja respirar desde antes de que viniese el virus a joder los pulmones; y tampoco les hace ruido acusar a otros de ínfulas autoritarias cuando, por todas partes, explotan como géiseres las evidencias de la persecución política que ellos usaron como método sobre tirios y troyanos.

Eso explica también por qué donde ellos ven ghetto nosotros vemos Estado amoroso y solidaridad horizontal. De este lado entendemos bien a qué se refieren, porque ya experimentamos lo que es estar atrapados por un poder dictatorial, vigilados, censurados, explotados, reprimidos, discriminados. No necesitamos irnos a Varsovia para describir una situación hipotética, nuestro cuero no olvida lo que es vivir en un ghetto. En cambio ellos no entienden lo que ven, no les entra, porque no conciben un poder que no explote a los demás en su beneficio y no reconocerían un comportamiento solidario aun cuando les estuviese salvando la vida. Por eso resulta imperativo sacudir el árbol del discurso mediático y preguntarse quiénes son los verdaderos enemigos públicos — aquellos que, en el más literal y práctico de los sentidos, conspiran a diario contra el bien común.

 

 

La edición original de la novela de Piglia.

 

 

El meteorito (metafórico) ya hizo impacto y su onda expansiva transforma el planeta. Esa gente representa una especie que no logra adaptarse al ecosistema que se está gestando. Los escucho bramar y veo a dinosaurios que no procesan el nuevo aire. La reacción química cocina una atmósfera en la cual hay ínfulas que se asfixiarán solitas. Si la cadena de hechos se sucede bien y la piloteamos, amaneceremos respirando en una sociedad donde ya nadie bruto, frívolo, mezquino, fugador de guita, asesino serial de leyes y carente de talento pueda ser considerado ídolo popular, líder de nada o siquiera referente; donde, por el contrario, se valore la entrega a los demás por encima del egoísmo criminal. Porque esa es la remezón geológica que tiene lugar: la capa tectónica que durante siglos expresó a aquellos que gritan Cuido Mis Privilegios quedará cubierta por la fertilidad de los que anuncian: Nos Cuidamos Entre Todos.

(O nos extinguiremos. La opción es tan simple y clara como eso.)

A veinte años de su estreno, sigo estando orgulloso de Plata quemada. Porque fue concebida durante un tiempo límite en el cual, como ahora, intentaban engañarnos con espejitos de colores, "como si el presente estado de angustia y entrega —escribí entonces— se debiera a la violencia de las calles, y no a causas políticas en las que se cruzan otra clase de delincuentes y otra clase de entrega". Lo que la película cuenta tiene más sentido que nunca: que hasta los más jodidos entre nosotros, aquellos nacidos en el barro y apaleados desde chicos, pueden estar a la altura de su mejor versión cuando las papas queman y darle al mundo una lección respecto de lo que vale de verdad, si la bolsa o la vida. Por supuesto que ninguno de nosotros cometió ni el más leve de los delitos en que incurren el Nene & Co., pero aun así sabemos lo que es sentirse acorralado —por la vida entera, o por circunstancias como la presente— y, aun así, no caer en la tentación de la traición, el soborno o la salvación individual.

¿Qué es la libertad, a fin de cuentas, sino la oportunidad de no echarle la culpa de todo al horno en que estamos y, en vez de elegir la más rastrera de las opciones que se nos presenta, optar por la más elevada — aquella por la cual querríamos ser recordados?

 

 

 

 

 

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