Entonces quedaron tres

El problema de la oferta y la demanda en la Argentina

 

De las tres fórmulas presidenciales con chances reales para octubre, las dos opositoras derechistas tienen como objetivo estratégico horadar el poder de compra de los salarios argentinos. El comportamiento del candidato oficialista sugiere que el monetarismo que alberga entre pecho y espalda no le ha impedido tener presente cuáles son los riesgos de jugar con fuego, aunque sean de llamas de una fogata que —de momento— apenas se mantiene encendida, pero que —sospechan con fundamentos— ni bien es azuzada recobra a toda velocidad sus bríos.

En la atmósfera que envuelve a los dirigentes derechistas irreductibles, se respira el diagnóstico —explícito o implícito— de que el nivel del salario promedio argentino es alto con respecto al resultado de la cuenta corriente de la balanza de pagos. Según esta mirada, a raíz de que los trabajadores argentinos consumen por arriba de las posibilidades del país de pagar con sus módicas exportaciones las voluminosas importaciones que se demandan, el déficit comercial resultante lleva al endeudamiento externo, a la inestabilidad cambiaria y finalmente a la inflación endémica. Además, en una coyuntura signada por un pesado endeudamiento externo, según esta óptica, no queda otra que hacerle pagar el pato de la boda al nivel de vida de los trabajadores argentinos, que está en un nivel artificial, legado del irracional populismo.

Aceptando por un momento ese ridículo y desatinado argumento, ¿por qué no sustituir importaciones en lugar de troncharlas? En vez de sustitución de importaciones, expediente que desacreditan, al punto de que en el caso más favorable se lo caracteriza de difícil en grado extremo y —en el peor— de desvarío imposible y megalómano, alientan el librecambio y la salida exportadora. Así, a un planteo clasista, contrario a la integración nacional, que solo busca el obtuso y anti-capitalista objetivo de pagar salario de hambre, le intentan dar —estableciendo la supuesta inevitable necesidad de empeorar la distribución del ingreso— una pátina de seriedad.

La experiencia demuestra que la estabilidad política y la buena salud del proceso democrático tienen su puntual en la mejora en la distribución del ingreso y en la buena pavimentación y mantenimiento del camino de la movilidad social ascendente. Lo inverso es cierto. Y tan cierto es, que nos estamos comprando a puro voto una crisis política prominente. Es que lo que promete el ejercicio del poder político, si gana alguna de las dos posturas opositoras de un derechismo blindado, es un sistema de precios basado en la derrota de los trabajadores argentinos. Si el candidato oficialista es consagrado por las urnas, tanto no ha mostrado ningún interés en mejorar, más allá de un cierto punto módico, el poder de compra de los salarios, como evitar seguir presionando las remuneraciones a la baja. Con sentido práctico, el candidato oficialista se erige así como la alternativa sensata al horizonte tan oscuro del derechismo obtuso.

 

El poder y la gloria

Dar cuenta de qué llevó hacia un nivel tan abajo los salarios argentinos es un primer paso ineludible para encontrar la reversa. Al comenzar el recorrido, se encuentra que el ecléctico economista norteamericano Samuel Bowles en un ensayo de 2018 titulado Marx y la microeconomía moderna observa que “los economistas, mirando hacia atrás, no han encontrado mucho que admirar en Karl Marx (…). John Maynard Keynes se refirió a El Capital como ‘un libro de texto económico obsoleto [que es] no sólo científicamente erróneo, sino que además carece de interés o aplicación al mundo moderno’ (Keynes, 1925). El juicio de Paul Samuelson —“Desde el punto de vista de la teoría económica pura, Karl Marx puede ser considerado como un posricardiano menor”— fue igualmente duro, especialmente porque pensaba que Ricardo era ‘el más sobrevalorado de los economistas’ (Samuelson, 1962)”. Bowles deduce que “estas evaluaciones se basan en gran medida en nuestra comprensión actual —y correcta, en mi opinión— de la teoría del valor trabajo de Marx como un intento pionero, pero inconsistente y obsoleto, de un modelo de equilibrio general de precios y distribución. Pero hay otro aspecto de su trabajo que ha sido fuertemente reivindicado por los avances teóricos de las últimas décadas: la idea de que el ejercicio del poder es un aspecto esencial del funcionamiento de la economía capitalista, incluso en su estado idealizado y perfectamente competitivo”.

A favor de este último punto, Bowles recurre a Abba Lerner, quien identificó “astutamente uno de los límites del paradigma neoclásico” en el completo desdén que en este enfoque tiene el ejercicio del poder en la vida económica. Lerner hace resaltar esa limitación al dejar sentado que un contrato transforma “un problema político en un problema económico. Una transacción económica es un problema político resuelto”. Los neoclásicos (padres intelectuales de los liberales argentinos) están tan desnortados que estipulan que un problema político se resuelve dejando moverse a los precios sin ataduras.

Volviendo a la realidad, en las relaciones laborales, una transacción económica es un salario que pague la reproducción de la fuerza de trabajo en niveles acordes al elemento moral e histórico que tiene incorporado ese precio y que hoy en la Argentina está completamente violado. Bowles subraya que “si el despotismo de Marx en el lugar de trabajo es real, entonces el argumento liberal contra la democracia económica —no hay nada que democratizar— es falso”. En otras palabras, el derecho laboral como contrapeso y odas a las reglamentaciones estatales hacen del problema político uno económico. En la contracara, la reforma laboral que fervorosamente buscan los gorilas liberales hace retroceder un problema económico a una cuestión política en la que talla el derecho del más fuerte, que, como bien señaló Marx, también es un derecho.

Porque hace al aquí y ahora de la disputa política argentina, hay que tomar nota de la tradición en la que se inscribe Bowles. Al ir tras las huellas del materialismo histórico el pensador inglés Perry Anderson se topa con que, alrededor del año 1930, los pioneros que organizaron en distintos países las armas políticas de la transformación estaban exiliados o encarcelados y “la teoría y la práctica tendieron a escindirse fatalmente con el paso del tiempo. Los lugares del discurso marxista se desplazaron gradualmente de los sindicatos y los partidos políticos a los institutos de investigación y los departamentos de las universidades (…). Este cambio de terreno institucional se reflejó en una modificación del enfoque intelectual. Así como Marx se había trasladado en sus estudios de filosofía a la política, y desde ahí a la economía, el marxismo occidental invirtió esa trayectoria. Los grandes análisis económicos del capitalismo en un marco marxista desaparecieron en su mayor parte tras la gran depresión; el examen político del Estado burgués decayó tras el silenciamiento de Gramsci”.

Eso hizo que en esa etapa la economía política marxista aceptara la inaceptable tijera neoclásica de la oferta y la demanda y dejara la teoría del valor de Marx como justificación de la plusvalía. Décadas después, Bowles sigue en esa. Por eso no le reprocha nada a Samuelson que habla en nombre de la “teoría económica pura”. Se estaba arrogando un territorio que no poseía, pues si se abraza la superación de la teoría marxista del valor que hizo Piero Sraffa, la teoría pura es muy diferente. No hay una sola teoría económica.

 

La herencia

Pero para no cargarle más de la cuenta una romana, que tiene ya muy cargada la clase dirigente argentina, hay que considerar que buena parte de Occidente, cuando decretó a finales de los ‘60 que Keynes no iba más, cayó en las garras de las inconsecuencias neoclásicas y su perturbador arte de convertir problemas económicos resueltos —en el caso de los salarios, a través de la fijación de niveles altos— en asuntos políticos para hacerle pagar la cuenta a los trabajadores. La defección en el comportamiento de la dirigencia argentina comprometida con las mayorías nacionales encuentra ahí su explicación, pero no su justificación.

El propio Perry Anderson, en un ensayo que sacó hace unos tres años en la New Left Review (NLR), muestra como la llegada de Margaret Thatcher a fines de los ’70 se debió a una seria defección de los laboristas desde mediados de la década del ’60, carentes de una brújula teórica razonable.

En el ensayo de la NLR, dice Anderson que a fines de los ’70, “en medio de la continua turbulencia industrial y la crisis económica, primero (Harold) Wilson y luego (James) Callaghan hicieron intentos desesperados por unir a los sindicatos en un concordato que impusiera la restricción salarial. Sin embargo, a estas alturas, el cambio en la coyuntura global del capital, a medida que se avecinaba la larga recesión, había creado una estanflación tan aguda en Gran Bretaña que los trabajadores no podían ser vigilados desde arriba. Los vanos esfuerzos de los laboristas por lograrlo culminaron en otra crisis cambiaria, otro paquete de rescate internacional, esta vez con condiciones draconianas por parte del FMI, que provocó otra ola de huelgas en el invierno del descontento de 1978-1979”. El ala de nuevos ricos del Partido Conservador inglés capitalizó este descontento y encaramó a Thatcher. ¿Suena familiar o conocido?

  

No existe

Para que haya un mercado de trabajo, el salario debe ser un precio como cualquier otro, que surge al cortarse la oferta de trabajo con la demanda de trabajo. Los liberales tendrían razón en procurar su funcionamiento libre. A decir verdad, en teoría general (pura, diría Samuelson) nada le impide al salario, cualquiera sea su estatuto, de estar formado en el mercado y de tener las determinaciones endógenas. De hecho, no lo está. Un mercado de trabajo libre es producto de la imaginación. En el mundo real, nada que de cerca o de lejos pueda parecer tal mercado ha existido jamás. El código complejo de normas y reglamentos feudales antes, la lucha sindical después, dejaron poco o ningún margen para el desarrollo de un tal mercado.

Incluso, en el período de transición del feudalismo al capitalismo tampoco existió un verdadero mercado de trabajo. El historiador E.S. Furniss apunta que "las tasas de salarios efectivamente pagados en Inglaterra en esta época en principio se determinaban por las ‘Evaluaciones de los jueces’ y aunque la tasación fiscal administrativa ya no se practicaba, tras siglos de reglamentación anteriores, más o menos rígidas, los salarios habían acostumbrado a la opinión pública a aceptar acríticamente la idea de que los ingresos de las clases trabajadoras debían ser, de una manera u otra, fijados por la intervención de la autoridad (...). En el dominio de los salarios, ningún campeón del laissez-faire lo señaló, los intereses de la clase dominante sacaron provecho de esta reglamentación y los autores de la época continuaron condicionados por los hábitos de pensamiento heredados de la época en que la fijación de los salarios desde arriba era evidente".

Paradojalmente, en tanto el trabajador no era libre, existía un mercado libre para la fuerza de trabajo en la época del mercado de esclavos. Ese fue el único que realmente merecía el calificativo de "mercado". El derecho romano había aclarado las cosas definiendo claramente al esclavo como res (una cosa, en latín). Los esquemas marxistas y el primer modelo de Piero Sraffa, con sus ingredientes físicamente específicos y predeterminados, coinciden mejor con esta situación "pre capitalista" que con las relaciones capitalistas desarrollados para los que fueron diseñados. Puesto que el trabajador deviene "libre", la fuerza de trabajo "libre" cesa ipso facto de ser una mercancía "libremente" negociable.

Esto no es un punto de la teoría, sino de la historia. Y esto es tan así que la distribución del ingreso refleja en cada momento y en cada país un punto de equilibrio de fuerzas sociales antagónicas y sus determinaciones no pueden ser más que políticas, sancionadas por el Estado. La más primaria de las relaciones de la distribución del ingreso es la que se entabla, de un lado, entre la remuneración del trabajo y, del otro, las remuneraciones del conjunto de todos los otros factores. El que es fijado por la confrontación entre empresas y trabajadores con el arbitraje del Estado es el salario. Todos los otros ingresos —renta, intereses, etc.— son constituidos luego, en una segunda distribución, oponiendo entre sí a diversos subgrupos de la clase dominante.

Si la dirigencia argentina comprometida con las mayorías nacionales está en disposición de querer aprender lo que la historia quiere enseñar, se verá cuando interpele a sus intelectuales orgánicos para que forjen el instrumento teórico que permita responder —sin inflación— a la pregunta: “¿Cómo hacemos para subir los salarios persistentemente más arriba de los que se considera normal?” Tratar de basuras mal nacidas a los burgueses que trasladan necesariamente a los precios el aumento de los salarios no cuenta. Mientras ese interrogante no se formule y meta presión, seguirán boludeando con el lado de la oferta, con la salida exportadora, con el folklore PyMe, usando a la I&D como el otro yo del Dr. Merengue. Y así hasta que aparezca el próximo gorila que despierte simpatías de los desencantados y haga rememorar todo lo que se debió haber hecho y no se hizo.

 

 

 

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