Entre el miedo y la esperanza

La grieta entre continuidad institucional y hegemonía social sigue abierta

Foto: Luis Angeletti.

 

El resultado electoral del 26 de octubre no puede explicarse desde una sola variable. Ni la bronca, ni el miedo, ni la manipulación comunicacional, ni la crisis económica por sí solas bastan. La política argentina atraviesa una mutación estructural: se reconfigura el vínculo entre el pueblo y la dirigencia, entre el Estado y el mercado, entre la soberanía y la tutela externa. Más que juzgar, el desafío es comprender los procesos que confluyeron en este resultado y qué tipo de sociedad está emergiendo de esa combinación.

No alcanza con describir variables sueltas; lo que está en juego es una disputa de dirección moral e intelectual de la sociedad y una batalla por el sentido de la soberanía en clave latinoamericana. Cuando una potencia externa condiciona el rumbo económico y el poder local convierte ese condicionamiento en orden doméstico, no hablamos sólo de economía: hablamos de hegemonía. La política se define en ese borde entre la vida material de las mayorías y el lenguaje que la vuelve aceptable.

Una primera causa posible es la injerencia externa. La política del presente argentino no se explica sin observar los mecanismos de disciplinamiento financiero y diplomático que se ejercen sobre nuestro país. El condicionamiento externo no es nuevo, pero hoy opera con un grado de naturalización mayor: se lo presenta como racionalidad económica o responsabilidad de gobierno. Se asocia “estabilidad” con sumisión y se define el éxito como capacidad de obedecer. Ese condicionamiento reactivó una vieja matriz de dependencia que la Argentina parecía haber superado.

El proceso no es sólo económico: es cultural. El poder real logró convertir la subordinación en sentido común. En esa narrativa, la soberanía se vuelve un lujo y la renuncia, una forma de madurez política. El problema no es sólo quién decide, sino qué imaginarios sociales se construyen para hacer tolerable la pérdida de autonomía.

Una segunda causa reside en la proscripción de Cristina Fernández de Kirchner, que alteró las condiciones de la competencia política. La exclusión de la principal dirigente opositora no fue un hecho judicial, sino un acto político de disciplinamiento. La proscripción reorganizó el sistema político en torno al límite de lo permitido, y ese límite corrió hacia la derecha. Se buscó disciplinar no solo a una dirigente sino a una identidad política y a un pueblo. El lawfare, como método de persecución, no destruye solamente liderazgos: intenta anular la posibilidad de un proyecto emancipatorio. Al destituir el liderazgo de Cristina, se quiso destituir la memoria política del pueblo argentino.

Otra variable relevante fue el desdoblamiento electoral. Lo que se presentó como estrategia de cuidado terminó fragmentando la escala nacional del debate. Ningún individuo puede realizarse en una comunidad que no se realiza; del mismo modo, ningún municipio ni ninguna provincia pueden desarrollarse en un país que no se realiza. Cuando la política se municipaliza, el mapa se llena de problemas reales pero sin la pregunta por el rumbo común: la derecha prospera en esa balcanización del sentido. La fragmentación reemplaza el proyecto y la administración se impone como política.

La abstención fue otro elemento central. La participación electoral alcanzó los niveles más bajos desde la reapertura democrática. Esa baja participación no expresa apatía, sino desafección con razones. Crece entre quienes sostienen la vida cotidiana en condiciones de intemperie: trabajadores informales, mujeres a cargo de cuidados, jubilados con haberes licuados, jóvenes sin horizonte de inserción laboral. Ahí no hay pasividad, hay prioridades urgentes. Si la política no promete mejoras verificables, el tiempo del voto se retira. El desafío no es culpar al ausente, sino entender qué condiciones materiales y simbólicas le impiden sentirse parte del contrato democrático.

Otro factor decisivo fue la comunicación. El gobierno operó sobre el lenguaje público con una estrategia coordinada entre medios tradicionales, operadores digitales y redes de alta intensidad. El objetivo fue fijar marcos de interpretación favorables al ajuste y deslegitimar cualquier objeción social. El dispositivo comunicacional no sólo cambió palabras: moldeó hábitos de percepción. El sufrimiento se presentó como mérito cívico, la sumisión externa como estabilidad, la protesta como delito y el Estado social como privilegio. Esa gramática produjo obediencia emocional. El neoliberalismo no necesitó censurar: le bastó con reescribir el sentido de las palabras.

En el plano económico, el programa actual constituye una economía política del sacrificio: transfiere ingresos desde el trabajo y la producción hacia la renta financiera, desmonta el Estado social y criminaliza preventivamente su defensa. El orden que se invoca no es neutral: ordena quién gana y quién pierde, quién calla y quién habla, qué vidas son consideradas costo y cuáles inversión. El modelo no busca eficiencia, sino disciplinamiento: construir una sociedad adaptada a la precariedad.

Esa arquitectura económica tiene su correlato político: un poder que necesita justificar el dolor como orden.

La injerencia externa se volvió doctrina de gobierno, no presión circunstancial. La “estabilidad” se asocia a la sumisión y el “desorden” a cualquier intento de autonomía. Ese giro cultural resignifica la palabra patria: deja de nombrar un proyecto colectivo y pasa a ser un refrán de obediencia.

El margen de reconstrucción existe porque el oficialismo no logró transformar su proyecto en identidad social mayoritaria. Ese margen no es garantía: es una ventana de oportunidad. La diferencia entre continuidad institucional y hegemonía social sigue abierta. Esa diferencia es el terreno político sobre el que se deberá construir, con rigor, una alternativa de representación real y una narrativa que vuelva a enlazar destino individual con destino nacional.

En esta etapa del proceso político, la lealtad al proyecto nacional sigue siendo una condición necesaria, pero ya no suficiente. El desafío es cualificar la práctica política, revisar los modos en que acumulamos fuerza, representamos al pueblo y producimos pensamiento estratégico. La conducción necesita alimentarse de inteligencia colectiva. Representar sin pensar es repetir; conducir sin escuchar es perder contacto con la realidad. Lo que se requiere es una lealtad activa, capaz de generar pensamiento, análisis y propuestas que fortalezcan el rumbo común.

Esa lealtad activa no se opone a la conducción: la fortalece. No hay contradicción entre pensar y sostener una orientación común cuando el pensamiento se ejerce con sentido político. Necesitamos cuadros que no esperen línea para poder actuar, sino que construyan línea colectiva a partir de la comprensión del proceso histórico y de la elaboración política propia. La conducción orienta, pero también se nutre del conocimiento que surge de quienes sostienen organización y presencia real en cada ámbito social.

El pueblo argentino se expresa hoy en múltiples formas de organización: el movimiento obrero, los movimientos sociales, el feminismo, las juventudes y las redes comunitarias que sostienen la vida cotidiana. Esa trama es la base viva de la reconstrucción nacional.

La gobernabilidad por miedo es frágil: dura mientras el dolor se explique a otros. Cuando la vida cotidiana vuelve a pedir cuentas, el relato debe mostrar resultados. Nuestro trabajo es convertir esa grieta entre institucionalidad y bienestar en mayoría consciente. Sin atajos, con organización y respuestas concretas.

La historia argentina enseña que ningún miedo dura más que la esperanza de un pueblo cuando vuelve a creer en sí mismo.

 

 

 

* Lorena Pokoik es diputada de Unión por la Patria.

 

 

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