Érase una vez Europa

A los pies de Estados Unidos

 

La señora Ursula Gertrud von der Leyen (née Albrecht), presidenta de la Comisión Europea, se fotografió estrechando las manos de Donald Trump en la Casa Blanca luego de “acordar” que Estados Unidos impondrá unas tarifas del 15% a las importaciones de su continente. En justa contrapartida, recibirá mercancías de ese país casi sin alterar los actuales aranceles. 

Además, se comprometió a importar energía estadounidense por una cifra delirante —una cifra equivalente a casi toda la exportación actual— en los próximos tres años. De este modo, Europa se emancipará de la dependencia del gas ruso (mucho más barato, lo que pone en problemas a industrias y hogares por igual).

No sólo a primera vista el trato no parece muy equilibrado. Pero los optimistas lo presentaron como una victoria, puesto que la idea inicial de Trump era establecer aranceles de un 30%. Suena a broma que se diga que consiguieron rebajarlo a la mitad cuando la oferta inicial era disparatada. Los británicos, por su “relación especial” con su actual metrópoli y ex colonia, lograron un buen trato: sus productos pagarán “sólo” un 10%. 

Lo increíble del asunto es que esos aranceles se trasladarán a precios y los consumidores estadounidenses serán probablemente parte de los damnificados, junto con trabajadores y empresas del otro lado del Atlántico Norte.

En Europa continental manejan dos hipótesis para intentar comprender lo sucedido. La realista extrema se rinde ante la evidencia de que el continente ha dejado de ser independiente y es ahora una colonia directa de Washington. La heterodoxa irónica sostiene que, como sucedió tantas veces con Trump, todo lo que se anuncia con pompa y circunstancia jamás llega a suceder. Trump consiguió la foto y un titular, aunque luego, en realidad, no pase gran cosa. Una tercera visión intenta combinar las dos anteriores en proporciones variables.

Los franceses patalearon ante el “acuerdo”, pero se sometieron; los alemanes se sometieron casi sin patalear. Muy típico en ambos casos; son estilos nacionales. El Primer Ministro español admitió su falta de entusiasmo (¿quién se lo pedía?); el húngaro Orbán fue más crudo: dijo que Trump se había comido a von der Leyen en el desayuno. Embanderado durante un siglo en la defensa del libre mercado, Estados Unidos acaba de descalabrarlo con el acuerdo firmado en un campo de golf propiedad de Trump cerca de Edimburgo y no muy lejos del pueblo donde nació Adam Smith, padre del pensamiento económico capitalista y figura de la Ilustración escocesa. 

 

 

¡Compren armas!

Lo de los aranceles comerciales no agota el asunto, sin embargo. Semanas atrás, Trump obligó a sus aliados europeos a aumentar el presupuesto militar al 5%. Obviamente, esa carga iría en detrimento de los servicios sociales. La mayoría de los países respondieron con entusiasmo. La habitualmente quejosa Francia lo dejó claro (antes de acatar): la medida implicaría menos salarios y una merma en las prestaciones sociales.  ¿Y a dónde iría ese flujo de dinero para la defensa? Al complejo armamentista estadounidense, naturalmente. 

En Europa hubo declaraciones sobre la necesidad de consolidar una industria propia. Con la excepción de las firmas francesas, con fuerte presencia estatal, el resto de los mayores productores de armas del continente tiene gran participación de fondos de inversión de Estados Unidos como BlackRock. De una manera u otra, el dinero sustraído a los europeos acabará del otro lado del océano.

El aumento de los presupuestos de defensa se basa en el peligro que, de pronto, representa Moscú. Parece ser que ahora Rusia quiere invadir Europa. Hay que impedirlo a toda costa. Nótese que el pánico que se pretende generar supone tácitamente que Ucrania ya está perdida y que el resto de las naciones sigue en la lista de Putin. 

Resulta ridículo argumentar que el país más extenso del mundo, pero con una población menguante, mucho menos populoso que Brasil, si bien el doble de grande, quiera —y pueda— ocupar Europa occidental. ¿Necesita más territorio cuando no puede siquiera ocupar el que tiene? ¿Dispone de suficientes recursos humanos para organizar y consolidar esa invasión? ¿Acaso Moscú querría imponer otro tipo de modelo económico y social, como se insinuaba en el pasado? A esta altura Rusia parece un fantasma dirigido a legitimar el ajuste fiscal: “Como los rusos vienen marchando, tengo que bajarte el sueldo, la jubilación, quitarte tal o cual beneficio con el fin de comprarle armas a Estados Unidos con la sagrada finalidad de defender nuestro estilo de vida y nuestra vieja cultura de las invasiones bárbaras”. 

La rusofobia tiene una larga tradición en el viejo continente, pero ahora se combina con un hecho catastrófico: la situación en el frente ucraniano. Los países que integran la Unión Europea y, fuera de ella, Gran Bretaña, han sostenido a Ucrania con dinero, armas, logística e inteligencia militar. Los miembros europeos de la OTAN (porque Turquía, sede de conversaciones de paz entre los rivales, parece representar una rara excepción) se enfrentan ahora a la derrota de Kiev, a la ruina de su economía, a la despoblación por bajas y emigración masiva y a una considerable pérdida territorial para el país. ¿Cómo comunicar a sus ciudadanos la terrible noticia luego de excitarlos durante largos meses para apoyar una guerra que sin duda se podía —y se debía— ganar? Doblando la apuesta y presentando a Rusia como una amenaza, ahora de dimensiones civilizatorias. Por supuesto que Putin contribuye al guion con su autoritarismo. 

 

 

Vienen los bárbaros

Un lord de la corona, Robert Skidelsky, miembro del Parlamento, antiguo ejecutivo de firmas rusas en Europa, el mayor biógrafo de John Maynard Keynes, escribió algunos artículos reveladores sobre el vínculo entre Rusia y el Reino Unido, principal fuente de hostilidad militar y política europea occidental contra Moscú y el mayor proveedor de recursos materiales para enfrentarlo.

En uno de ellos, remonta esa aversión británica al siglo XIX. El imperio intentaba entonces impedir que el zarismo venciera a los otomanos y se acercara a la preciada India. 

Cuando el Imperio británico comenzó a disolverse a partir de mediados del siglo XX, pasó a ser un vector de la política de Estados Unidos. Fue el bueno de Winston Churchill quien, después de posar como máximo vencedor de Hitler y perder de inmediato las elecciones ante un laborismo que impulsó el Estado de bienestar, prestó un patético servicio al emergente imperio anglófono cuando en marzo de 1946 denunció en un ignoto college de Missouri que la Unión Soviética había erigido una “cortina de hierro”. No faltaba a la verdad, pero respondía a su nuevo amo. 

Según Skidelsky, la paranoia antirrusa de los británicos no reconoce ahora tantas causas geopolíticas como en el siglo XIX, sino simplemente políticas. En otras palabras, y según creen en Londres, dado que Moscú nunca logró una democracia y la gobierna una sucesión de cambiantes autocracias, su destino es inevitablemente expansivo. Autocracia y despotismo implican guerras de conquista a los ojos de los demócratas por antonomasia (es decir, los británicos). El problema con los rusos obedece a una motivación ante todo ideológica, y no esencialmente territorial. 

Además, mientras que los británicos exudan amor por la libertad, los rusos, como recuerda el eslavista Martín Baña en un libro reciente, se han mostrado incapaces de levantar la hipoteca tártara, por llamarla así. Invadidos por los mongoles en el siglo XIII, gobernados por unos zares bestiales desde el siglo XV (el nombre del primero de ellos ya cumplía con el perfil: Iván el Terrible), no consiguen salir de su círculo de autoritarismo y terror. Stalin no ayudó en el siglo pasado; Putin tampoco contribuye en el presente. Ergo, van a invadir Europa, puesto que Gengis Kan vive en sus genes.

 

 

El mayordomo es laborista

El “progresista” partido Laborista de Gran Bretaña se entusiasmó con el aumento del gasto armamentista, quizá en exceso. Luego de difundida la noticia, un grupo de críticos decidió fundar una nueva agrupación que en poco tiempo reunió centenares de miles de apoyos. El Primer Ministro Keir Starmer, que había puesto fin a una larga secuencia de fracasos conservadores, decepcionó a su base desde el primer día. Muchos suponían que detrás de esa figura de niño olfa y abogado aburrido se escondía un modesto reformista. Nadie imaginó que se escondería un neoliberal decidido. 

El colmo del ridículo lo protagonizó cuando fungió de mayordomo británico del rico yanqui en Florida y se agachó a recoger los papeles que se le cayeron al magnate Trump. Por desgracia, Starmer no volvió indemne de esa humillante experiencia; en realidad sigue en ese lugar. Parecía simbólico, pero era real.

 

 

 

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