ESPERPENTOS ANDINOS

Ocho extraordinarios cuentos de la ecuatoriana Mónica Ojeda relanzan tradiciones populares

 

Derivado de un payaso muy conocido en Guadalajara, Firulais es el nombre propio con que se designa en México a los perros callejeros. Mote que no demoró en expandirse del Caribe al Pacífico, desde la franja central del continente americano, adquiriendo en cada región características particulares. Fue adoptado en el doblaje al castellano de una exitosa serie animada infantil norteamericana, Rugrats, para la mascota familiar, Spike en el inglés original. En Ecuador, durante las revueltas populares de 2019 contra los efectos de la traición de Lenín Moreno, se bautizó así al perro atorrante que se ubicaba al frente de todas las manifestaciones, enfrentando gases lacrimógenos, balas y cachiporras. Un equivalente a Negro Matapacos, el atorrante mastín chileno que defiende al pueblo movilizado de la represión carabinera.

Ya sea por el dibujito animado o el expandido apodo latinoamericano, la libertaria figura del pichicho combativo en las calles de Quito debe ser sea la mejor aproximación al Firulais que mea alfombras y muebles, arranca de un tarascón la cabeza de un gato y, entre otras gracias, es objeto de amor de una niña con la capacidad de distinguir no menos de una docena de variaciones del color rojo para la sangre. Tan personaje como Godzilla —otro bicho legendario—, su congénere que, en otra historia, gusta clavar los colmillos en cuanta carne humana se le cruza y finalmente adopta como ama a la única señorita que no repele la mordida. Ambos animales son personajes que, sin acaparar protagonismo, resultan claves dentro del nutritivo bestiario que pulula en los de muchas maneras extraordinarios cuentos que componen Las voladoras de la ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988).

 

La autora, Mónica Ojeda.

 

 

En la reduccionista obsesión por los géneros que asuela la academia, se porfía por encasillar la originalísima escritura de Ojeda dentro del subgrupo “gótico andino”, inscripto en el genérico “barroco latinoamericano contemporáneo”. Como ocurrió hace medio siglo con el cliché “realismo mágico” para una literatura que de realismo tenía lo suficiente y de mágico muy poco (pues mucho de lo que allí se pintaba ocurría efectivamente), también se trata de una caracterización etnocéntrica, que solo describe lo que la propia metrópoli no atina a alcanzar, ahora ni nunca. Menos aún respecto a la literatura de Mónica Ojeda. Pues al Occidente cultural, como al resto del capitalismo neo, le es imposible concebir un universo donde la muerte no es el fin de la existencia sino algo que fluye en un “más acá, aún” sin contacto con la culpa y su contraparte (condición de posibilidad), la amenaza, entre otros remanentes implantados por el invasor blanco, su cruz y su espada para perpetuar el colonialismo. Por el contrario, existe un universo donde el Hombre no rige sino que comparte la vida con los otros animales conocidos, desconocidos y fantásticos, así como con los seres vegetales y también minerales. De allí que nada más haya que temerle a la dificultad de discernir los augurios de las advertencias durante el sueño y permanecer alertas ante las sorpresas que depara el humor de ríos y mares, nubes, riscos y volcanes. Andino es una identidad, explicita un sincretismo peculiar, propio y apropiado de una cultura que resulta del intercambio intrínseco entre varias culturas. 

Escritura identitaria que incorpora aquellas galaxias, las que se exponen en Las voladoras admiten diversidad de locaciones sin perder un miligramo de potencia sensorial ni eficacia narrativa. Son por lo general esferas de acción femeninas que nunca requieren reivindicación explicita de género a fin de manifestarse, sino que resultan de la honestidad intelectual, vivencial, de la autora, bien ajena a la autorreferencia. Logran afincarse en un ambiente suburbano, en las estribaciones aldeanas, en el fárrago ciudadano, en los interiores de una casa, en un bizarro concierto de sonidos experimentales, en una extensa ceremonia funeraria, en la trepada por la montaña, en el éxtasis erótico durante un terremoto. Eximia generatriz de atmósferas, la autora incursiona en el temblor frenético del espanto, en los turbios encuentros con los más recónditos pliegues de la condición humana que se alimentan de la diversidad mitológica provenientes de territorios que comparten más de una decena de etnias originarias, entrecruzadas con las fábulas urbanas: “Un descubrimiento de lo telúrico de la mente a través de lo que resuena, vibra y retumba. Un regreso a la vida previa del lenguaje. Un recuerdo”.

 

 

 

 

“Hija guardaba la dentadura de Papi como si fuera un cadáver, con amor sacro de ultratumba: seco en los colmillos, sonoro en las mordidas, desplazándose por los rincones de la casa igual que un fantasma de encías rojas. Un clac clac de castañuela molar la hacía sonreír al amanecer. Y, por las tardes, una percusión tribal, un choque de dientes la arrullaba hasta perder la conciencia sobre la almohada rosa donde caían agónicas las luciérnagas a morir. Todas las noches, mientras dormía, la dentadura de Papi era su amante, su compañera de cama, salivando en sus sueños y pesadillas menores sin lengua, sin músculo mojado olorosa a mal, sin filo oxidado en la conciencia”. Potente arranque de un cuento en el que la intensidad nunca cede, ni al momento de intercalar la cotidiana disfunción familiar que en la intimidad construye lo siniestro.

Así como incorpora paisajes dentro de situaciones que de tan reales parecen mágicas, Ojeda presenta directrices sociales. En el más contemporáneo de los relatos hace pie en el mal de altura a fin de coagular, durante un altruista paseo por la montaña, la hipocresía propia de la alta burguesía encarnada en cuatro amigas; una despechada, otra snob, una concheta chupacirios, otra más tilinga. En este punto queda en claro que, en un andarivel secundario pasible de lectura retroactiva, emerge cierto puntillismo en la crítica de clases, extensible a aquellas otras ajenas a la distinciones convencionales del capitalismo. Subyace una prolija singularidad que avanza sobre los estratos internos de los pueblos indígenas no menos que dentro de los grupos proletarizados, fruto de la migración interna.

 

 

 

 

Ningún barroquismo, por lo tanto: una escritura exquisita que no requiere de efectismos ni manierismos rimbombantes, que se vale del fervor ecuatoriano por la lengua castellana para decirlo todo: “Su saliva es un río helado que no tiene peces”. La lectura de Las voladoras (título del libro y del primer cuento) puede hallar al lector desprevenido y evocarle géneros varios: fantástico, terror, prosa poética, indigenismo, vaya a saber. Vale. Si se queda en los convencionalismos, se le escurrirá la posibilidad de acceder a una realidad alterada, beneficiaria de tradiciones culturales mixturadas que abarcan siglos y confluyen en otras, actuales, que ni siquiera han sido establecidas. Hallazgo plausible gracias a una escritura original, trabajada al detalle, cuya belleza Mónica Ojeda ejerce sin respiro ni renuncia.

 

 

 

FICHA TÉCNICA

Las voladoras

Mónica Ojeda

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires, 2020

126 páginas

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