Estigmas vecinales y delitos callejeros

Las palabras que vos tiraste van a volver

Palabras filosas

A la hora de comprender las conflictividades urbanas que se cargan a la cuenta de los jóvenes de barrios populares, no debería perderse de vista el papel que desempeña la estigmatización social. No estamos pensando solamente en el delito callejero sino en todas aquellas prácticas colectivas o estilos de vida asociadxs a determinados grupos de pares referenciados por la vecinocracia como problemáticos. Vaya por caso la junta o reunión de jóvenes en las esquinas, el desplazamiento en motitos tuneadas, el uso de drogas ilegalizadas o alcohol en el espacio público, el titeo, el ventajeo, etc. No es nuestra intención plantear una relación mecánica entre los fenómenos, no decimos que el delito callejero está determinado por el estigma vecinal o es la respuesta espasmódica frente a las etiquetas que los vecinos alertas les van colgando a los jóvenes. Pero los procesos de estigmatización de los que son objeto estos jóvenes constituyen otro dato que no hay que desapercibir cuando se quiere entender el giro expresivo de la violencia puesta en juego en aquellos eventos.

En varias notas que escribimos para El Cohete a la Luna estuvimos repasando otros factores a tener en cuenta, por ejemplo, la desigualdad social, la bronca, el consumismo y la presión que ejerce el mercado. En esta oportunidad me gustaría demorarme en este otro factor que hay que leer al lado de aquellos y de otros que seguramente exploraremos en el futuro.

Las palabras filosas que componen los vecinos para nombrar al otro como problema no son inocentes: tienen la capacidad de hacer daño, agreden la subjetividad de las personas, su dignidad. Peor aún, crean condiciones para que las policías estén en el barrio hostigando a los jóvenes por el solo hecho de haber sido apuntados por los vecinos como productores de riesgo. No hay olfato policial sin olfato social, la brutalidad policial encuentra en los estigmas rumiados por la vecinocracia un punto de apoyo para practicarla sin culpa y con legitimidad social.

La tesis que quiero presentar hoy es la siguiente: las prácticas que componen la cultura de la dureza forman parte de la batería de estrategias desarrolladas por los jóvenes para hacer frente a los procesos de humillación con los que se miden cotidianamente en la ciudad. Como escribió alguna vez el sociólogo alemán, Norbert Elias: “Dale a un grupo un nombre malo, y este grupo tenderá a vivir según él”.

 

Miradas tajantes: ortivismo vecinal

Los jóvenes estigmatizados se perciben a sí mismos como actores invisibles. Los vecinos miran con distancia o bajan la mirada cuando se cruzan con ellos. En cualquiera de los dos casos estamos ante miradas que inquietan y provocan a los jóvenes, miradas cargadas de energía negativa, llenas de ignorancia, que los desaprueban y hacen sentir inferiores. La mirada de los jóvenes no puede encontrar la mirada de los vecinos para reconocerse como sujetos plenos. Estamos frente a una mirada esquiva, que ha decidido escapar, no verlos. Pero cuando huye, algo de ellos se va con los vecinos. Una mirada que practica el despojo cuando impugna sus estilos de vida, sus prácticas, sus maneras de hablar y sentir.

La mirada de los vecinos, entonces, es una mirada que no mira o mira de lejos, que no puede confrontarse fácilmente porque se esconde y elige la comodidad del rumor o el chisme para apuntar al otro. Se esconde pero los jóvenes la presienten, se esconde pero se las arregla para hacerse sentir. En segundo lugar es una mirada que congela, que les impide a los jóvenes proyectarse, que etiqueta y cosifica. Una mirada encantada, impregnada de artificios, obnubilada por los fantasmas que asedian como una pesadilla los sentimientos de los vecinos.

Un vecino “ortiva” es un vecino que mira mal. Este mirar mal se reconoce en las habladurías del barrio pero también en la miradas alertas; la averiguan cuando los vecinos cruzan la calle imprevistamente, o abrazan la mochila contra el pecho tan pronto ellos son avistados; o cuando aceleran el tranco si van caminando delante de los vecinos. Lo averiguan también cuando entran a un local y los vendedores se ponen nerviosos y se los quieren sacar de encima rápidamente negándoles el producto por el que están preguntando. En cada una de estas pequeñas escenas de la vida cotidiana los jóvenes aprenden lo que es la ignorancia, el peso que tienen las miradas ajenas. Los jóvenes objeto de semejantes miradas estigmatizadoras se descubren expuestos y se sienten más vulnerables aún. Porque saben que después del vecino apuntando con el dedo llega la detención policial. Como dice una máxima estatal: “Si usted vio algo, llame al 911”. Los jóvenes ninguneados se vuelven carne de cañón, el blanco perfecto para descargar el resentimiento. Existe una relación de continuidad entre la banalidad y la ignorancia y entre estas y el estigma. Estigmas que tienen la capacidad de desnudar a los jóvenes, de dejarlos cada vez más expuestos a las inclemencias que implican llevar una vida a cielo abierto.

 

Sobrefabulaciones: virtuosismo juvenil

A veces los estigmas que humillan generan vergüenza, sentimientos de culpa, pibes silenciosos, angustiados. Pero otras veces son la causa de los pibes bullangueros, groseros, barderos y ventajeros. La contra-estigmatización está hecha de las mismas palabras que destila la estigmatización. Los estigmas son el insumo para hacer bardo, una manera de practicar el delito sin culpa o de embutir la violencia en el delito callejero.

Estar en la boca de los otros supone ser objeto de prejuicios que no controlamos. Peor aún: los jóvenes escuchan las palabras que los vecinos utilizan para nombrarlos y no se reconocen en ellas, no se sienten identificados. Mejor dicho: se sienten aludidos pero no representados. Las palabras les quedan grandes, no guardan proporción con el mundo que les toca y rodea. Palabras que hablan más de los miedos que tienen los vecinos, que nos dicen más del diario que leen, del periodista estrella de su devoción, antes que de las dificultades con la que se miden los jóvenes todos los días. Por eso las preguntas que se hacen algunos jóvenes son las siguientes: ¿Cómo sacarse la etiqueta de encima? ¿Cómo despegarse de esta silueta que los persigue como una sombra? ¿Qué hacer frente a esas miradas prejuiciosas que los desnudan, exponen y arrojan? ¿Cómo llamar la atención? ¿Qué tipo de resistencia se necesita para surfear las humillaciones cotidianas?

La respuesta a estas preguntas no es sencilla y se demora en el tiempo, es decir, exige una experiencia previa y el aprendizaje conjunto. Una de las estrategias juveniles para hacer frente a los estigmas consiste en ponerse a fabular encima de las fábulas que los vecinos construyen para nombrarlos como “pibes chorros”. Se trata de subirse a las fábulas de los vecinos y empezar a actuar los prejuicios vecinales, comenzar a hablar como dicen los vecinos que ellos hablan, a moverse y gesticular, como ellos dicen que ellos gesticulan y mueven. Más aún: los jóvenes empezarán a hacer las cosas que los vecinos atribuyen previamente a ellos. Como dice Jean-Paul Sartre en su San Genet: “Antes era ladrón, ahora seré ladrón”. Estamos en el terreno de las profecías autocumplidas. Los jóvenes empiezan a mirar como dicen los vecinos que miran los jóvenes. Ese es el gran chiste de los famosos “pibes chorros”. La mirada de los jóvenes refleja sus (pre)juicios, por eso lo que ven los vecinos los espantará. Hay aquí un círculo vicioso que desestabiliza aún más la relación con los vecinos y las generaciones mayores. La victoria de los jóvenes será relativa, incierta, por lo menos hasta que se jubilen de jóvenes y se corran del estereotipo que los estigmatiza. Mientras tanto, el duelo será continuo, empieza y termina todo el tiempo. Las cosas no tienen paz.

El experimento es atrevido, pero no es sencillo y tampoco gratuito. Tienen costos no sólo para los vecinos sino para los propios jóvenes. Porque los jóvenes saben que desde el momento que se calzan el sayo se ganarán la atención constante de la policía.

Llamaremos entonces sobrefabulación a la capacidad de fingir que tienen los jóvenes, de figurar lo que no son, de simular lo que no tienen. No se trata de una actividad solitaria sino colectiva. Los jóvenes sobrefabulan en grupo cuando están reunidos entre pares. Sobrefabulan para los vecinos pero también entre ellos. A simple vista puede decirse que están improvisando, o que son unos cínicos. Sin embargo, la sobrefabulación es una destreza que sigue sus rituales, una cualidad que fueron entrenando con otras prácticas que sigue sus propias reglas. Una de esas prácticas es la charla. La conversación es la gimnasia diaria que les permite a los jóvenes ir desarrollando esta habilidad con todas sus mañas, no sólo para “chamuyar” a la policía, pararse de palabra para poder ablandarlos o no “regalarse” a los otros grupos de pares, sino también para bardear a los vecinos.

 

Hacer bardo: enroques sociales

Una de las prácticas donde mejor se reconoce la sobrefabulación es en el bardeo. Hacer bardo, el arte del bardeo, según los jóvenes, consiste en provocar al otro, enfrentarlo no sólo con la palabra sino con la mirada. El bardo es una manera de interpelar la mirada esquiva del vecino alerta. Bardearlo hasta que no pueda seguir escondiendo la mirada o haciéndose el distraído mirando para otro lado.

A través del bardo los jóvenes certifican el prejuicio que tienen los vecinos de ellos, dándoles un sustento real, un peso específico. Bardear es agredir al otro. Saben que las palabras tienen la capacidad de asustar y herir. Lo saben por experiencia propia. De modo que usarán las mismas palabras que los vecinos usaron contra ellos. Encarnan las palabras hasta que el estigma se transforma en emblema y la ofensa se convierta en un motivo para estar orgullosos de sí mismos, hasta transformar el estigma en una marca de identidad. El bardeo, entonces, nos está informando sobre la capacidad de agenciamiento. A través del bardo el joven sale de la situación defensiva y se pone a ofender al otro. Y cuando eso sucede el joven se da cuenta que además de ser objeto de estigmas es sujeto de acciones a través de las cuales puede devolver el golpe. El joven estigmatizado se dio cuenta que la mejor defensa puede ser un buen ataque, que la manera de evitar quedar atrapado en una comedia ajena será asumir el protagonismo que se le adjudica y ponerse a actuar los prejuicios de los vecinos. Como dijo Nietzsche en la Gaya Ciencia: “Empieza la parodia, empieza la tragedia”. Porque la sobrefabulación, dijimos recién, no es gratuita. Salir a bardear es aprender a aguantarse lo que venga después. Porque estos jóvenes intuyen que las cosas tienen revancha y que el bardeo no tiene la capacidad de detener la venganza. Al contrario, resiente aún más a los vecinos, los vuelve más intolerantes. Pero mientras dure el bardo, los términos de la relación asimétrica que implica cualquier relación de estigmatización se habrán transfigurado: el sujeto objetivante ahora es cosificado y el sujeto objetivado se convierte en sujeto cosificador. Se produce entonces una suerte de enroque, se invierten los papeles. Y aunque esa inversión sea más aparente que real y dure tal vez sólo unos momentos –lo que lleva el acto consumarse–, alcanza para levantar la moral y elevar la autoestima. El joven humillado se da cuenta que en esos momentos tiene “poder”, no sólo sobre la propiedad del otro sino sobre su libertad.

Hacer bardo es llamar la atención. Irrumpir en el espacio público a través del bardo, donde los vecinos y maestros suelen negarlos, es señalar una presencia, decir “yo existo”, “acá estoy”. A través del bardo se establece un puente allí donde se había levantado. Un puente tenso, una mediación en medio de una frontera. Allí donde había fantasías se repone la pura y cruda realidad. Una realidad hecha a la medida de los fantasmas de los vecinos.

Para muchos jóvenes, el bardo es la manera de estar en el barrio, soportar la escuela, atravesar la ciudad sin bajar la cabeza. De llevar el barrio a la escuela, de medir a la escuela con el barrio que no quiere comprenderse. El bardo en la escuela es la manera de señalar un desencuentro, una distorsión. Para los maestros, estos alumnos son maleducados, están desatentos, son inquietos, tienen problemas de conducta. Para los jóvenes, por el contrario, el bardeo es la manera de señalar la indolencia de la escuela, la incapacidad que tienen muchos maestros para ponerse en el lugar de ellos, de comprender su mundo, sus valores, sus trayectorias zigzagueantes, ambiguas, contradictorias. Pero también la oportunidad de entrenar destrezas que después van a necesitar para moverse en el barrio o desplazarse por la ciudad, enfrentando a las policías, a los vecinos o a los otros grupos de pares con los que mantienen broncas y rivalidades.

Pero el bardo tiene sentido si hay más de dos personas. De lo contrario no sería más que un simple insulto. El bardo necesita testigos, testigos a veces incómodos y otras veces entusiastas, que invitan a seguir haciendo el bardo. El bardo es un movilizante social. Salir a hacer el bardo significa romper la inercia cotidiana, adueñarse de algún modo de la existencia, empezar a decidir. Hacer bardo es un motorizante de la grupalidad, una experiencia socializadora y generadora de códigos y ritos a partir de los cuales se va dramatizando una identidad, componiendo solidaridades y una cultura de la rudeza que después necesitarán para hacer frente a las humillaciones de las que son objeto. El bardo activa la grupalidad pero la pone a prueba también.

El bardo, pues, es la manera de modelar un lenguaje y construir una identidad. Son las mismas palabras, los mismos clisés o giros sociales que utilizaban los vecinos, pero en boca del piberío se cargan de otros sentidos y los cuerpos cobran otro temperamento.

Pero hay más, porque el bardo introduce situaciones tensas, más o menos riesgosas, que tienen que saber pilotear. Acá se producen dos cosas. Por un lado, la alegría que produce descubrir la mirada que se escondía detrás del chisme. En segundo lugar, el bardo refuerza la autoridad del joven bardero. No sólo llama la atención, sino que invierte los términos de la relación. Una relación que seguirá siendo asimétrica, pero mientras dure el bardeo será el joven el que lleve las voz cantante mientras la otra persona empieza a tiritar de miedo o sentir vergüenza. El fantasma encarnado dice finalmente: ¡buuuhhhh! A fin de cuentas, eso es lo que se espera de ellos: que se comporten como barderos y, más aún, como auténticos pibes chorros.

El bardeo puede asumir múltiples formas y adoptar distintos decibeles. Todo dependerá de las situaciones diferentes, que no siempre se pueden controlar. No será lo mismo que el vecino objeto del bardo se encuentre solo o esté acompañado, sea amigo de alguno de los padres del grupo o no lo conozca nadie, sea de día o de noche, haya tres o diez pares en ese momento, estén entusiasmados por la conversación previa o avivados con algún tipo de brebaje. El bardeo puede consistir en un titeo o broma pesada a las personas adultas; en un chiste obsceno o de mal gusto; una guarangada abierta y sexista hacia las mujeres; el mangueo, apriete o cobro de peaje a los transeúntes que vienen de trabajar o van a hacer las compras; en la prepotencia o la agresión física; la sobrada o la típica gastada a los jóvenes que no forman parte del grupo; en el fiado compulsivo a los comerciantes del barrio; o el robo a los desconocidos o habitantes de otros sectores del barrio, etc.

Como dijo alguna vez el Subcomandante Marcos: “Tuvimos que taparnos el rostro para tener un rostro”. Estos jóvenes tuvieron que ponerse una capucha, bajar la visera, ocultar la mirada para ser advertidos, tenidos en cuenta. Tuvieron que bardear para ser dueños de una voz. Transitaban el mundo como fantasmas y demonios, ahora lo hacen como barderos o pibes chorros. Antes no existían, ahora son temidos.

 

El superdestinatario: pagando las cuentas de todos

El bardo es una acción, una palabra encarnada que tiene intenciones declaradas de molestar al otro y a todos aquellos que están detrás del otro en cuestión, que en ese momento no se dejan ver pero se adivinan en la compostura que guarda el vecino. Porque los vecinos no son hechos inéditos sino maneras de obrar, sentir y hablar. Por eso cuando habla un vecino están hablando todos, y cuando se molesta a un vecino se está resistiendo a la vecinocracia.

El bardeo aparece contenido en una trama de racionalidad que lo hace inteligible en cuanto discurso para los otros. Toda estructura dialógica, en sentido bajtiano, es un acto expresivo revelador de significados. Dice Bajtin: “El enunciado está lleno de ecos y recuerdos de enunciados (…) y debe considerarse, sobre todo, como una respuesta a enunciados anteriores dentro de una esfera dada (…): los refuta, los confirma, los completa, se basa en ellos (…). Por esta razón, el enunciado está lleno de reacciones-respuesta a otros enunciados en una esfera dada de la comunicación verbal (…) La expresividad de un enunciado siempre es, en mayor o menor medida, una respuesta; en otras palabras: manifiesta no sólo su propia relación con el objeto del enunciado, sino también la relación del locutor con los enunciados del otro”. “El enunciado siempre tiene un destinatario (con características variables, puede ser más o menos próximo, concreto, percibido con mayor o menor conciencia) de quien el autor de la producción verbal espera y presume una comprensión responsiva. Este destinatario es el segundo (…) No obstante, al margen de ese destinatario (o segundo), el autor del enunciado, de modo más o menos consciente, presupone un superdestinatario superior (o tercero), cuya comprensión responsiva absolutamente exacta se sitúa sea en un espacio metafísico, sea en un tiempo histórico alejado (…). Todo diálogo se desenvuelve como si fuera presenciado por un tercero invisible, dotado de una comprensión responsiva y situada por encima de todos los participantes del diálogo (los interlocutores)”.

Cuando los pibes bardean a un vecino concreto están bardeando a todos los vecinos. El vecino destinatario no es el destinatario final. Hay otros vecinos detrás del vecino agredido, un vecino abstracto, entre las sombras, silencioso pero presente. Detrás del vecino está la vecinocracia, este es el superdestinatario. Ese tercero invisible también es el destinatario del bardeo. Hay un plus en la palabra que agrede, que busca alcanzar al otro abstracto que existe detrás del otro concreto que en ese momento tiene frente a sí el joven bardero. En ese sentido, el bardeo nos habla de una estructura. Solemos decir que las habladurías son anónimas, es decir, se tallan entre todos, con las palabras de todos, los fantasmas de todos. Los vecinos llevan y traen, se la pasan traficando opiniones, runruneando hechos que se encuentran entre la ficción y la realidad, y en esas idas y vueltas se va modelando un (pre)juicio sobre los jóvenes. Prejuicios que se vuelven acto y, en el peor de los caso, cultura de la delación. Al momento de la agresión, el vecino-segundo muchas veces no puede entender la palabra que le insulta y por eso tiende a victimizarse. Por otra parte eso es lo que mejor le sale, más aún en sociedades como las nuestras, que hicieron de la víctima un lugar moralmente correcto. No sabe que detrás de él hay un vecino-tercero que ocupa el lugar de destinatario final de la ofensa que se propala. El vecino-segundo es sólo un vector para acceder al vecino-tercero, exponerlo, impactarlo. El vecino-segundo no entiende, se asusta y no quiere entender. Pero cuando les cuente al resto lo ocurrido, la acción estará completa. Mientras tanto no puede o no le conviene juntar los diferentes momentos, no reconoce la relación que existe entre la estigmatización y la contraestigmatización. No entiende y la imposibilidad de reunir las escenas le permite autovictimizarse.

Las víctimas directas no saben de dónde viene tanta violencia. Como su propia violencia la han distribuido en cómodas cuotas no sienten que tengan nada que ver con esos comportamientos barderos y viven la violencia expresiva del joven con extrañamiento, se sienten inocentes. Pero el joven, que fue acumulando las descalificaciones, sabe en carne propia la violencia que implican las palabras filosas de los vecinos, sus miradas esquivas, las habladurías, etc. Las clases medias también distribuyen su violencia expresiva en pequeños actos imperceptibles y por eso no pueden percibir la discriminación que implica cada uno de sus gestos, la violencia que encarnan sus palabras filosas, los clisés que utilizan. Sólo el joven, merecedor del resentimiento de todos, será capturado por la palabra violencia. Porque cuando los jóvenes hacen el bardo, ventajean o roban, en ese momento los jóvenes pueden ver la película completa y juntar todas las pequeñas escenas que, miradas cada una por separado, le permitían a los vecinos presentarse como víctimas inocentes. El bardo es un resumen cotidiano, el montaje que junta y pega, estableciendo relaciones de continuidad entre el estigma y el delito, o mejor dicho, la práctica que reúne las múltiples humillaciones hasta que se condensan en un solo acto de violencia. Dicho de otra manera: el joven, a través del bardeo, puede cristalizar finalmente todos los procesos de los que fue objeto alguna vez y hacerle pagar las culpas ajenas a ese que ahora tienen frente suyo.

La víctima seguramente no podrá entender los hechos ni a su protagonista. Observa temeroso y lo único que ve es una violencia sin razón, una violencia innecesaria, una violencia desubicada, animal. No puede asociar esa conducta a las miles de pequeñas conductas de la cual fue protagonista, a los cientos de gestos que él dedicó para impensar, invisibilizar al otro en cuestión. La víctima no se da cuenta que le ha llegado la hora o le ha tocado –quizás– “pagar cuentas ajenas”.

 

El pibe chorro hiperreal: un boomerang social

Recapitulando: si el pibe chorro es una persona identificada por la vecinocracia como pibe chorro, el pibe chorro hiperreal es un joven que hizo del estigma de pibe chorro un emblema, alguien que empezó a hablar como dicen que hablan los pibes chorros, que empezó a hacer las cosas que dicen que hacen los pibes chorros. El pibe chorro hiperreal es alguien que se calzó el sayo: empezó a sobrefabular arriba de las fábulas que destilan los vecinos hasta que el mito del pibe chorro se volvió hiperreal. Creemos no equivocarnos si concluimos sosteniendo que el pibe chorro hiperreal es más verdadero que la propia realidad. A través de este complejo proceso, los jóvenes en cuestión se proponen tomarse revanchas y devolver el golpe. No sólo te robarán las zapatillas sino que te pegarán un julepe que no te vas a olvidar jamás. La violencia dejó de ser instrumental para volverse expresiva. El giro violento, ostentoso y emotivo, de las transgresiones es una estrategia identitaria para levantar la autoestima e invertir, aunque solo sea por un momento (mientras dure el delito o el bardeo), la situación de dominación y humillación que padece cotidianamente. Ahora es el joven el que humilla al adulto. Su comportamiento está hecho de la misma energía de la que fueron objeto de manera sistemática o corriente.

En esos momentos no se puede ser blando, conviene ser duros, machos, incluso atrevidos. A través del delito o el bardo, entonces, desarrollan masculinidades autoritarias y orgullos potentes que después hay que tener presentes para hacer frente a las humillaciones cotidianas. Para llevar la moral alta hay que saber que las cosas tienen su reverso. El joven sabe que en otra situación el adulto adoptaría otra postura. El joven vio cómo el adulto se hacía pis encima. Esa imagen no se la olvidará más y lo acompañará el resto de los días, será el as bajo la manga mientras patee la ciudad, lo que lo llevará a no agachar la cabeza y a dedicarle incluso una sonrisa cínica.

El pibe chorro es el joven que se puso a la altura de los prejuicios vecinales, de sus temores inconfesables. Los pibes chorros y los barderos se montaron sobre los espectros que asedian a los vecinos, se ríen y divierten actuando las fábulas que cuentan sobre ellos para tomar distancia, evitarlos y, llegado el caso, lincharlos sin culpa también.

Si el estigma posiciona a los jóvenes de manera subalterna, esos mismos jóvenes podrán hacer de la contra-estigmatización una trinchera cultural desde la cual batallar el olfato social; con el bardeo y el choreo tiene la oportunidad de recobrar al sujeto alienado, de ponerse más allá del objeto mitificando y transformarse en sujetos vivos otra vez y de paso historizar al mito.

La sociedad ha hecho de estos jóvenes un vago y, más aún, un pibe chorro. Es ella quien ha hecho nacer el problema de los pibes chorros. Si estamos hoy en día hablando todo el tiempo de los pibes chorros en parte se lo debemos a estos vecinos alertas que se la pasan apuntando con el dedo. Ellos no deberían olvidar que los estigmas pueden volverse contra aquellos que los formulan y consagran. Los estigmas son un boomerang: aquello que los vecinos lanzan al viento, más o menos al boleo, tarde o temprano se volverá contra ellos.

 

*Docente e investigador de la UNQ. Director del LESyC. Autor de Hacer bardo, Temor y Control y 
La máquina de la inseguridad. Director de la revista Cuestiones Criminales.
**La imagen que ilustra la nota es un dibujo del grafitero y artista plástico platense 
Augusto Turallas, más conocido como Falopapas.

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