Extremismo reaccionario

Il Duce y Patio Bullrich, buena pareja

 

“Debo a Mussolini el haber aprendido que no es contra el programa de una revolución contra lo que debe defenderse un Estado, sino contra su táctica”. Estas palabras del adversario derrotado por el Duce, Giovanni Giolitti, vienen a la mente cuando en un escenario histórico muy otro se escuchan las palabras de la candidata presidencial Patricia Bullrich. Su propuesta decisionista de un cambio contra el statu quo arrastra algo de las formas argumentativas de las militancias de las que formó parte en un pasado demasiado lejano y a las que hoy enfrenta. A su juicio, aquello que se reivindica en el discurso público como “derechos” no son más que privilegios a cuestionar, y la crueldad que se le adjudica no es sino un enmascaramiento de la crueldad actual, más basta e impiadosa, que impera sobre el presente sin que nadie ose transformarla.

Ambos argumentos, formal o pretendidamente radicales, poseen una estructura de tipo revocatoria: contra los privilegios y en favor de una violencia reformista capaz de remover la violencia mucho más grave e injustificada que cristaliza el estado actual de las cosas. Bullrich explica, además, que ella, en su extremismo, es una personalidad negociadora y dialoguista, siempre que la transacción en cuestión se dé en función de un cambio y jamás en virtud de pactos que perpetúan el injusto cuadro actual de situación.

Hay que decir que esta retórica revolucionaria, en boca de la candidata que mejor expone la agenda de la ultraderecha, suena convincente en varios aspectos. En primer lugar, basta leer la biografía que Ricardo Ragendorfer publicó hace algunos años sobre la ex ministra de De la Rúa & Macri, o bien la biografía de Rodolfo Galimberti, cuñado de Patricia, escrita por Roberto Caballero y Marcelo Larraquy, para comprender cómo ha combinado en su propia historia la práctica militante del pasado con justificaciones aberrantes para atreverse a las más espantosas piruetas, como la negociación con el marino Jorge Radice, represor de la ESMA, o con los hermanos Born.

En Bullrich, más que en cualquier otro dirigente reaccionario del presente –en la medida en que ella hizo de la convocatoria a un “cambio” radical un gesto de contenidos inversos– se da de modo concentrado lo que en todos los candidatos con aspiraciones se atenúa en grados diversos: lo relevante en ellxs no está nunca del todo en los argumentos que esgrimen, sino en la naturaleza de la fuerza que los sostiene y desde la cual hablan. Esa fuerza proviene enteramente, para todos ellxs, de un mismo sistema que dicen querer administrar, enmendar o “cambiar”. En las circunstancias actuales, por eso mismo, para ser de derecha alcanza con desistir de formular una única pregunta: ¿de dónde deberían surgir unas fuerzas de otro tipo, de auténtica transformación?

Desposeída de su propia historicidad, palabras como “transformación” y “cambio” se ofrecen ahora –sobre todo para quienes siempre las han usado, acompañando su propio vaciamiento, como es el caso de Bullrich– como instrumento adecuado para un radicalismo verbal que si viniese del mundo de las izquierdas causaría inquietud, pero viniendo de donde viene obtiene aprobación. El énfasis con que sostiene sus convicciones no varió cuando cambiaban sus contenidos. Al contrario: le resulta favorable, toda vez que se interpreta que los tiempos que vivimos exigen el tipo de firmeza que la ministra ha ostentado en reiteradas oportunidades, sea por medio del recorte del presupuesto social en tiempos de ajuste o mediante el asesinato de militantes de comunidades mapuches en lucha por parte de las fuerzas de seguridad a su cargo.

Su exagerada disposición a apoyarse en las fuerzas dominantes en el presente para aniquilar cualquier síntoma de disfuncionalidad o anomalía es –cree– un capital indisputable. A su juicio, su performance es mejor incluso que la de Javier Milei. Patricia, antaño Cali, supera al economista de Tik Tok porque en ella el arte de la transmutación fue efectivo en la vida histórica del país y por tanto su lenguaje no es prefabricado. Ella ofreció su propio ser para que el mundo de las revoluciones tal y como lo vivió aquella militancia se convierta en el de la reacción más extrema.

Según cree, para llegar a la presidencia le bastará con aprovechar desde su posición actual el viento de la historia. La distribución de los roles solo debería seguir su curso para que eso ocurra. Le basta con representar el papel de Le Pen para que Rodríguez Larreta y Massa compitan por ocupar el de Macron. Aunque no sea en verdad tan claro que los grupos de poder de los que ella (y ellos) depende(n) –y a quienes les ofrece la táctica del avance agresivo– no vayan a preferir al final del día algunas de las versiones del macronismo criollo. Después de todo, la fórmula del porteño y el jujeño no se distingue demasiado de la del gobernante francés en cuanto a la decisión de garantizar el orden en base a la represión. Y el Macron del peronismo bien podría ser galardonado con el voto del círculo rojo si leyeran en él la vía menos conflictiva –y más pragmática– de ensamblar negocios y gobierno en tiempos de crisis y guerra. Hay diferencias de programas, por supuesto. Pero, como aprendió demasiado tarde Giolitti, lo que define la relación del aspirante con el Estado quizás sea solo la táctica.

 

 

 

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