Fractura expuesta

Isabel de Sebastian, desde Brooklyn, reflexiona sobre la división creciente en los "Estados Desunidos"

 

La confianza es como un espejo, se puede arreglar si está roto, pero seguís viendo la grieta en ese maldito reflejo” (Lady Gaga).

 

Es sabido que las grietas ahondan más profundamente la tierra en épocas de sequía. Los años gobernados por los militares en la Argentina de mi infancia, en los años '60, fueron, en todo sentido, resecos, opacos y ásperos. El miedo al “otro” y la desconfianza dominaban el ambiente. Los ”cabecitas negras”, el “tirano prófugo” y la sexualidad eran el cuco estable de las familias de la escuela donde cursaba la primaria. Mi padre aún se quejaba de la obligación de ponerse la franja negra en el brazo por Evita, casi dos décadas después de su muerte. María Teresa León, mi abuela de prosapia comunista, envidiaba quizás al peronismo, por su capacidad para captar a la clase obrera. Había vivido la división feroz de la Guerra Civil Española y luego el exilio. También debió irse de la Argentina: la policía le pisaba los talones. Ella y su marido poeta habían pasado a ser los “otros”. Para ese entonces la herida de la proscripción al peronismo supuraba, y luego explotaría en un período que ya está inscripto en el mundo como uno de los más infames de la historia del siglo XX, aquel que nos dejó 30.000 desaparecidos. Me llevó años entender al peronismo, poder cruzar el abismo maldito. Ahora me sumerjo en esta otra gran división, una que no me pertenece: la estadounidense, tan distinta pero de alguna manera parecida en su intensidad. Parafraseando al tango, yo he andado siempre en la grieta... ¡qué me van a hablar de odio!

Los Estados del imperio del norte, que originalmente eran 13 y hoy son 50, sufren una división como no se ve desde la Guerra Civil de 1861. Como resultado de la revuelta contra Gran Bretaña, las 13 Colonias Unidas habían afirmado su independencia sellando la unión. Algunos de los estados que se fueron agregando fueron literalmente comprados (como cuando Bonaparte vendió al país el 23% de su actual territorio a 7 centavos de dólar la hectárea) y otros invadidos y usurpados a sus habitantes nativos, con esa violencia particular alimentada por la convicción del “Destino manifiesto”. Según esta idea originada a mitad del siglo XIX, el país estaba destinado por Dios a expandir su dominio y a diseminar el capitalismo a través de todo el continente de América del Norte. Buscando la posibilidad de la ganadería, la tala de árboles o el oro, los pioneros empujaron (con ayuda militar, claro) los límites del territorio como su fuera una tábula rasa. La política de la violencia de extracción y dominación se sintetiza en el espíritu de frontera, esa imagen de póster que el cine y la televisión imprimirían a lo largo del mundo: el “cowboy” (cuyo disfraz causaría furor entre los niños argentinos de mi época). La idea de individualismo concebido junto a una pistola ya adherida a la propia carne, lista para defender la libertad de portarla y la propiedad privada, está al centro de la idiosincrasia estadounidense. La confianza aquí no es mutua, es básicamente, confianza en uno mismo. El concepto de “libertad” está ligado, a diferencia de otros países, más al individuo que a los pueblos. Si en la Argentina el “pathos” (atractivo emocional) y la sensación de potencia política son capitalizados por el peronismo con sus ideales comunitarios e igualitarios, en Estados Unidos esto sucede con los republicanos, alérgicos a la ayuda e intervención estatal y fervientes adeptos al “sálvese quien pueda”, esa escena que puede ser muy entretenida en una película protagonizada por Clint Eastwood pero que parece inútil en tiempos de pandemia.

Los representantes de los Estados dejaron claro desde el principio que no entregarían su libre determinación e independencia a un Estado centralizado. Desde la prohibición de clínicas donde se practican abortos a la implementación de la pena de muerte, Estados Unidos es un país donde una enorme parte de las decisiones se toman a nivel provincial. Las zonas “rojas” (republicanas), más al centro del país, y las “azules” (demócratas), mayormente en las costas, tienen diferencias y rivalidades que arrastran desde muy lejos. Las urbes, con sus excesos, sus grandes minorías étnicas, y sus intelectuales de élite resultan sospechosas y amenazantes para la población de la “América del medio”. A fin de los años '60 Nixon popularizó el término “mayoría silenciosa”, refiriéndose a aquellos que no protestaban por la guerra de Vietnam ni adherían a esos cambios culturales que se expandían como pólvora en Nueva York y California. Algunos de ellos, no tan silenciosos, rompían frente a las cámaras de la televisión los discos de Los Beatles. Las nuevas generaciones escribían en las paredes Make love, not war, pero muchos preferían la guerra al amor y aún lo siguen haciendo.

Desde entonces, estos ciudadanos de voto conservador que ahora sufren una economía regional debilitada —entre otras cosas— por la globalización y la robotización, ven cómo día tras día la piel del país se oscurece inexorablemente, y sienten que los valores patriarcales y religiosos que los identifican se desvanecen. Estudios de la Universidad de Stanford demuestran que la polarización ha crecido notablemente en las últimas décadas en cuanto a los temas de inmigración, discriminación racial, diplomacia internacional y ayuda gubernamental, pero no solamente en términos ideológicos sino también en términos de “sentimiento” —quizás podríamos decir "resentimiento"— con respecto a los que están “del otro lado”. Más allá de las ideas, lo que parece estar en juego son las identificaciones. Esto pareciera estar sucediendo en varios países del mundo. ¿Qué pasa cuando se agrandan tanto las grietas? ¿Qué nos espera cuando una emergencia de tal calibre como la que enfrentamos en estos días nos encuentra desunidos y al borde del abismo que nos separa?

Obama había venido a curar las heridas. Con una oratoria precisa y convincente predicó la unión racial y supo encontrar en la palabra “cambio” un slogan que animaba tanto a afroamericanos y a progresistas como a los miembros de Corea del Centro. Sarah Palin, candidata a vice por el partido republicano y el antecedente de Trump más notable y colorido, representaba también un cambio, pero uno muy diferente: anti-establishment, anti-elite y anti-estatal. Su mensaje era claro: “Sos anti-América o sos América”. Junto con ella nace el Tea Party (un grupo conservador radicalizado), el manejo político de las redes y el populismo de ultra-derecha estadounidense del siglo XXI. Si Obama proponía unión con palabras medidas y porte de estadista, Palin llamaba a la división, con sorna y gestos grandilocuentes. El país, en ese momento, no estaba tan preparado para una payasada extemporánea y divisiva como lo estaría unos años más tarde. Ganó Obama: el republicano Bush había dejado una profunda crisis económica y también moral: la guerra absurda contra Irak, basada en una mentira, había dejado un gusto amargo. El país, eligiendo a un presidente afroamericano, mostraba al mundo su mejor cara.

Ante la debacle económica heredada, y como primera medida, Obama, en vez de intentar cambiar al sistema, tomó una posición conservadora: los bancos fueron los que recibirían los salvavidas durante el  naufragio, creando resentimiento en las 861,664 familias que perdieron sus casas. La presidencia que prometía la vitalidad de un cambio comenzó a opacarse desde un principio. Durante su presidencia, Obama se adjudicó más derrotas que triunfos legislativos. Perdió con un tema sensible —el del control de las armas— luego de que varios casos de violencia racial —incluida la ejecución de nueve afroamericanos en una iglesia de Charleston— sacudieran al país. Pudo sacar adelante la ley de salud que llevó como bandera, pero fue obligado a excluir de ella a los indocumentados. Mientras, Sarah Palin inundaba Facebook comparando esta ley con los “paneles de la muerte” y los republicanos del congreso bloqueaban sistemáticamente todas las iniciativas presidenciales. Los logros de Obama en cuanto al medio ambiente y a la inmigración fueron impuestos por decreto, lo que enfureció a los conservadores, que comenzaban a agrandar las filas del Tea Party. Comenzaba la era de las conspiranoias mediáticas, particularmente una que se convertiría en el caballito de batalla de Trump: el movimiento “Birther”, que alegaba que Obama no había nacido en los Estados Unidos, deslegitimizando así su presidencia. “El mayor fraude de la historia”, clamó Trump, que aunque no había decidido aún a presentarse como candidato, aprovechaba esta conspiración, en la que latía el racismo y la xenofobia, para llamar la atención (su deporte favorito). La provocación que le había sido útil a Palin para escalar posiciones desde la remota Alaska, se consolidaría con Trump como el signo de los tiempos.

La figura del actual Presidente surgió en la tormenta perfecta de los votantes desanimados y la desconfianza en los políticos, un tiempo marcado por la frustración y el pesimismo. Si su primer ataque fue hacia Obama (llegó a asegurar que el Presidente era el fundador de ISIS), el segundo, brutal, fue hacia los inmigrantes: “Los mexicanos que vienen no son como ustedes o yo, traen sus armas, sus drogas, son violadores”. Más allá del shock que generan sus exabruptos racistas, lo notable es que Trump nunca se desdice ni pide disculpas. Tampoco lo hizo cuando describió a los blancos supremacistas de la manifestación de Charlottesville (quienes mataron a una mujer que era parte de una contra-protesta), como “gente muy buena”. Trump es el Presidente del resentimiento. Claramente no creó la grieta: es sólo su pura manifestación y su combustible. Le habla a los que sienten que están "perdiendo" su preciado país, y que su país va perdiendo en el tablero mundial. Ellos están dispuestos a todo para ser "ganadores", inclusive a justificar el estado permanente de mentira e inoperancia. La verdad es que, al menos en cuanto a números, en esta pandemia Estados Unidos sólo ganó el primer puesto en número de muertos e infectados por el virus, y por varios cuerpos.

Es imposible no ver la paradoja: Trump proviene de la urbe, es millonario y pertenece a una élite, sus valores son contrarios a la  tradición y la religiosidad, y aún así logra captar a la “América del medio”. Con el "cowboy" Trump, lo que parece fuerza es sólo agresión, y lo que parece autenticidad es sólo grosería. Pero él se ha desvivido por darle a su base lo que espera: jueces de derecha, recortes en la ayuda social, nacionalismo rabioso y legitimización del racismo y la violencia. Su retórica, en vez de aplacarse en tiempos críticos, se ha vuelvo más colérica e incendiaria. En estos días opera como un candidato en campaña, no como un Presidente en tiempos de emergencia, publicando más insultos y ataques a los que percibe como oponentes —incluyendo a dos ex Presidentes— que noticias sobre la crisis. El viernes 15 de mayo, en Michigan, se decidió cerrar el Parlamento por miedo a las milicias armadas, las mismas que hace dos semanas forzaron su entrada a este monumental edificio portando enormes armas semiautomáticas. Las fotos, alarmantes, muestran a estos "soldados" del Presidente con la cara tapada y el cuerpo cubierto por trajes de fajina y municiones. Las manifestaciones, que vienen sucediendo en más de 20 Estados, responden a un llamado esquizofrénico de Trump, que, mientras supuestamente apoya las recomendaciones de los responsables de la salud pública, incita a sus seguidores a “liberar” a los Estados de esas mismas limitaciones, fomentando el enfrentamiento y la insurrección.

Aquí, en un muy golpeado Estado de Nueva York, el gobernador Andrew Cuomo, quizás el único héroe en este lío, pide socorro al gobierno federal. El Presidente, quien ya ha demostrado un profundo rencor por el Estado donde nació y multiplicó su fortuna, promoviendo leyes que lo han debilitado, no parece dispuesto a proveer la ayuda necesaria. Sus bases, que habitan Estados que están subsidiados principalmente por los impuestos aportados a las arcas federales por Nueva York y California, aplauden la negativa con aires de venganza. Los Estados, desunidos, podrán ser vencidos: si Nueva York y las regiones “azules”, las cuales no votan a Trump, no producen, el país entero sufrirá las consecuencias. Andrew Cuomo —como Alberto Fernández en la Argentina— es un líder cuyo discurso apunta a la unidad y logra encontrar metáforas que tranquilizan a los habitantes. El gobernador habla del amor simbolizado en el barbijo, y de las rocas en el río de la pandemia que debemos ir pisando todos, fuertemente unidos, para, con paso cauto, disciplinado y firme, poder llegar a la otra orilla. Ojalá que las inspiradas palabras de Cuomo no se pierdan en el aire como se perdieron las de Obama, y que la pandemia pueda enseñarle algo de empatía al rudo individualismo estadounidense. Aquí y allá se trata más que nunca de asumir una responsabilidad, pero también de lograr confianza mutua. En esta travesía no hay fronteras ni llaneros solitarios. A este río, o lo cruzamos juntos o no llegaremos enteros al otro lado.

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