El 1 de mayo es la recordación de una tragedia popular, por eso en buena parte del mundo nunca fue una celebración festiva; en cambio, en la Argentina alcanzó ese estatus de la mano del peronismo: se recordaba a los mártires de Chicago, pero también se exaltaban las nuevas condiciones de vida de los trabajadores; no era un mero feriado, era un festejo vigoroso en todo el país. Era otro país, socialmente integrado, relativamente homogéneo.
En notas anteriores publicadas por El Cohete hemos señalado el peligro de desintegración nacional que se cierne sobre la Argentina, confirmado por expresiones del ministro Luis Caputo, quien propone la situación de Perú como meta a alcanzar, manifestaciones que no son otra cosa que la explicitación de un objetivo estratégico que han perseguido los gobiernos antipopulares sin excepción desde el siglo pasado. El anverso de la moneda está dado por el fortalecimiento nacional en el que se empeñaron los gobiernos populares más emblemáticos.
Al nacionalismo agrario de Yrigoyen, que sostuvo la neutralidad y autodeterminación de Argentina y fundó YPF, para controlar la explotación de un recurso de importancia estratégica que derivó en la construcción de vías de comunicación y la presencia de esa empresa en distintas regiones bajo una conducción nacional centralizada, la Década Infame opuso la actualización y profundización del sometimiento del país a los intereses del entonces decadente imperio británico en cuestiones clave como las carnes, finanzas, transporte y petróleo (pacto Roca-Runciman).
Si Perón creó las empresas Agua y Energía Eléctrica y Aerolíneas Argentinas, con las que se proveyó el esencial servicio público de electricidad con cobertura a casi todos los rincones de la patria y se conectó internamente a las provincias y al país con el mundo, si promovió un proyecto nacional y popular plasmado en la Constitución de 1949, la Revolución Fusiladora vinculó al país con el FMI, desfinanció aquellas empresas y derogó esa Constitución por “centralista” y para restablecer el “federalismo”, entre otras falsas (sin)razones.
Esta secuencia se repite hasta nuestros días: mientras los gobiernos nacional-populares bregaron por la nación soberana, los gobiernos antipopulares hicieron todo lo que estuvo a su alcance para destruirla. Una herramienta fundamental de los primeros fueron las organizaciones políticas con presencia decisiva en todo el país y portadoras de un proyecto integrador y emancipador. Una característica de los segundos fue la subordinación a poderes antipopulares, la consolidación de Argentina como neocolonia y la necesidad de reprimir la protesta social y/o cooptar conducciones de origen popular.
Cuando se analiza cualquier indicador de la situación social, se comprueba que las condiciones de vida de los sectores medios y más vulnerables se inscriben en una tendencia de deterioro incontrastable entre las puntas de un período que abarca los últimos 70 años, con lo que aquella fiesta de los trabajadores se ha convertido en un drama cotidiano acerca del cual no necesito extenderme aquí. En cambio, estimo necesario mostrar cuánto daño ha sufrido la Argentina como entidad nacional. Para eso recordemos algunas decisiones sobre facetas sensibles que fueron produciendo un creciente estado de fragmentación de la nación, en términos materiales y simbólico-culturales:
- La última dictadura impuso un régimen financiero y un patrón de acumulación con los que destruyó gran parte del aparato productivo y puso en manos de grandes grupos económicos resortes centrales de la economía. Por otra parte, transfirió servicios públicos fundamentales a las provincias, entre ellos la educación primaria.
- Menem profundizó esas políticas por distintos conductos, uno de los cuales fue la privatización de empresas nacionales que administraban recursos y servicios de importancia estratégica, y transfirió a las provincias la educación secundaria, deteriorando su calidad y potencia integradora.
- La reforma constitucional de 1994 no resolvió de la mejor manera una vieja controversia otorgando el dominio originario de los recursos naturales a las provincias: se imposibilitó desde entonces una explotación planificada y coordinada en beneficio de todas las jurisdicciones, es decir, de la nación. Hay provincias que deciden explotar un recurso —no considero aquí en qué condiciones— y otras que tienen impedido hacerlo: por ejemplo, en materia minera, San Juan se encuentra entre las primeras y Chubut entre las segundas. Pero además —y justamente en actividades como esa— los gobiernos provinciales están en clara situación de debilidad frente a las grandes corporaciones que actúan en el sector.
- Macri dio un paso cuantitativa y cualitativamente decisivo con un inédito endeudamiento, que lo único que ha dejado a los argentinos es un escandaloso sometimiento del país a los dictámenes imperiales: menos desarrollo, más miseria.
- Milei retoma la tradición de su linaje y hace nuevos aportes a la desintegración nacional: la modificación tributaria anunciada esta semana desfinanciará a las provincias e incrementará la competencia entre ellas y las desigualdades regionales, sin beneficios para los “consumidores”; el gobierno prepara otra caricia a los evasores: según anticipos del ministro Caputo, podrán traer dólares sin que nadie les pregunte cómo los obtuvieron; en el orden laboral, dado que los cambios ya consumados no habrían alcanzado para debilitar al movimiento obrero, el incombustible Federico Sturzenegger acaba de anunciar que —después de las elecciones— se terminará con las negociaciones colectivas tal como se han realizado hasta ahora para ir a un régimen de “paritarias por región y por productividad”, con lo cual se debilitarán los sindicatos y se incrementarán las diferencias de ingresos entre los trabajadores. Este panorama es percibido por los inversores chinos —por ejemplo— cuyas delegaciones ya no tratan con el gobierno nacional, sino con los provinciales respecto de áreas críticas como alimentos, puertos y ferrocarriles.
Estas no son las únicas decisiones que han generado y/o agudizarán una dinámica que profundiza las asimetrías regionales en lugar de neutralizarlas, con provincias que exhiben un ingreso per cápita hasta ocho veces mayor que las menos favorecidas y provincias en las que se pagan salarios relativamente altos respecto de aquellas que Domingo Cavallo definió como "inviables"; conformando un país con notorias desigualdades en términos socio-territoriales.
Los quiebres socioeconómicos han hecho del federalismo una palabra vacía que, por tener buena prensa, es esgrimida con la misma ligereza con la que usan otras como “libertad”, “república” o “democracia”, cuando lo que en realidad tenemos es un provincialismo/regionalismo en el que cada cual atiende sus intereses —locales— muchas veces contrapuestos entre sí y a los nacionales. Tanto es así que la expansión progresiva de la pobreza ha fortalecido el rol de instituciones subnacionales: los intendentes —no sólo los del conurbano bonaerense—, que hasta los primeros años de la década del '70 actuaban como jefes municipales sin otra proyección, vieron crecer su poder efectivo al calor de la responsabilidad en la administración de la ayuda social.
Como supone la buena teoría, sobre una estructura material de realidades tan disímiles iba a erigirse y se erigió una superestructura política fuertemente fragmentada: con 47 partidos políticos reconocidos en el orden nacional y 718 de nivel distrital, tenemos chances de conquistar otra estrella mundialista. En el último proceso electoral, 20 de las 24 provincias eligieron a sus representantes en comicios separados de los nacionales, escenario al que ahora se suma nada menos que la provincia de Buenos Aires. En México y Brasil, los otros dos países con régimen federal en la región y un nivel de desarrollo comparable al nuestro, los respectivos sistemas electorales impiden la separación entre los comicios regionales y nacionales.
Mientras tanto, el gobierno del libre despojo, la libre entrega y la libre represión festeja los insultos de un Presidente cuyo lenguaje no busca convencer sino viralizar: no articula mayorías, las encapsula en sus emociones; un Presidente que —desequilibrios psicológicos mediante o no— practica una estrategia de comunicación políticamente fratricida. Milei, que como candidato ganó en provincias que nunca había pisado porque su origen político estuvo en dispositivos desterritorializados como los sets televisivos, las finanzas y las redes, es de aquí, de allá y de ninguna parte: no tiene patria. Y para no claudicar en materia de dislates, el Presidente que no conoce el nombre del fundador del Regimiento de Granaderos a Caballo y respalda ejércitos, pero de algoritmos, logró que se le otorgara la Orden Ecuestre Militar de los Granaderos de los Andes.
Si completamos el paisaje mirando la historia una vez más, vemos que un componente de los gobiernos populares, determinante de sus logros, fue el fuerte liderazgo político y social de quienes los condujeron, que en cada caso robusteció la autoridad presidencial y —por extensión— al gobierno federal no sólo ante los imperialismos sino también ante factores locales: fue una razón del régimen para proscribir a Perón y ensayar ahora un nuevo intento —otro síntoma de descomposición— que falló en el Senado el miércoles pasado contra Cristina, único liderazgo activo que ha denunciado entre otros señalamientos el flagelo de la fragmentación y se ha propuesto revertirlo a partir de la renacionalización del peronismo.
La fragmentación es inclusiva, ninguna organización política está exenta: en este contexto de combate abierto contra el régimen, se torna inentendible e inaceptable el embate a aquella jefatura proveniente de dirigentes del peronismo que no podrían oponerle diferencias ideológicas ni expresan un proyecto alternativo, porque para eso primero deberían elaborarlo. No quieren —dicen— repetir “la experiencia de Alberto Fernández”: nadie que encabece un gobierno popular y esté dispuesto a enfrentar al poder real debería temer al pueblo ni a Cristina.
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