En 1992 fui por primera vez a Estados Unidos, para denunciar ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el uso del tipo penal del desacato para perseguir a los periodistas que incomodaban al gobierno del Presidente Carlos Menem. En tiempo récord llegamos a una solución amistosa, gracias al embajador argentino en la OEA, Hernán Patiño Mayer, quien desobedeció las órdenes de Carlos Corach y se comprometió a que el gobierno derogaría ese artículo del Código Penal, una incrustación monárquica, contradictoria con el principio de que todos somos iguales ante la ley. A Patiño Mayer lo respaldaba el ministro de Relaciones Exteriores, Guido Di Tella, tal vez porque era más liberal que Carlos Vladimiro pero sobre todo, porque aquel gobierno, empeñado en una audaz política de desmantelamiento del estado y la justicia social, necesitaba como el aire de la buena voluntad de Estados Unidos. Esto obligaba a contrarrestar la maldita imagen del Movimiento creado por Perón como simpatizante del nazismo y mostrarlo respetuoso de los valores democráticos, como la libertad de prensa.
Además ese mismo año Francis Fukuyama publicó su libro El fin de la historia, promesa de los mayores bienes gracias al colapso del comunismo soviético y la disgregación del bloque surgido de la Segunda Guerra Mundial. El clima político argentino era algo menos fétido entonces y pude presentar varios amicus curiae de apoyo, de Zaffaroni pero también del radical Jorge Reinaldo Vanidossi y del abogado liberal Germán Bidart Campos, más pronunciamientos de los sindicatos de periodistas y el de patrones, ADEPA, del colegio de abogados y del editorialista principal de La Nación, Bartolomé de Vedia, antiperonista pero honesto hasta los huesos, entre cuyos muchos hijos están el Padre Toto y el fiscal Gabriel De Vedia, quien arriesgó todo para denunciar las amenazas del macrismo a la Procuradora Gils Carbó.
Esa constelación de circunstancias, que no se volvió a repetir, permitió que los lentos mecanismos institucionales del sistema interamericano funcionaran en tiempo récord. En 1993 el Congreso derogó en forma unánime el desacato, que era el delito que perseguía a quienes ofendieran al monarca rebautizado Presidente. Desde entonces los funcionarios deben promover juicios por calumnias e injurias, como si fueran particulares. Mucho más tiempo nos llevó conseguir que la CIDH declarara incompatible con el Pacto de San José la condena contra el periodista Eduardo Kimel por investigar el asesinato de los curas palotinos y cuestionar el rol del juez que no lo hizo. La denuncia ante la Comisión fue en 2000 y la CIDH elevó la denuncia a la Corte Interamericana en 2007. Al año siguiente la Corte falló contra la Argentina y en 2010 CFK cumplió con las reparaciones fijadas, entre ellas otra reforma del Código Penal. Desde entonces, en caso de interés público, los funcionarios sólo pueden intentar un juicio civil, pero ninguna acción penal que amenace la libertad de los denunciados/as. Es decir, diez años, en un caso en el que el Estado de Argentina se allanó voluntariamente a las decisiones del sistema.

Antes de Washington pasé por Nueva York, donde tengo familia que me alojó. Por entonces leía inglés, que había estudiado durante los años oscuros de la clandestinidad con los folletos de la BBC y la lectura palabra por palabra del Oliver Twist de Dickens. Pero aún me costaba la conversación, lo cual me metió en algunos líos que pudieron terminar mal. Ese año se realizó en Nueva York la Convención del Partido Demócrata que consagraría a Clinton como candidato presidencial. Como buen pajuerano que visita por primera vez la capital del mundo, y con un par de días libres antes de la audiencia, quise conocer el escenario de la primera película King Kong, en el Empire State Building. Para llegar a la cúpula donde el gorila resistía el tiroteo de los aviones que lo rodeaban, hay que tomar dos ascensores. Al bajar del primero está la tienda del merchandising donde se venden souvenirs del gran mono, desde disfraces de Carnaval hasta postales y bolígrafos. Cuando llegó el segundo ascensor subí junto con un grupo heterogéneo al que le permitieron el paso mientras se lo cerraban a otros. El coche se detuvo en un piso no habilitado al público, que uno del grupo abrió con una llave. Era un depósito de cables, herramientas y repuestos, que mis compañeros de viajes revisaron con cuidado. Mi comprensión del idioma me alcanzó para entender que querían verificar las condiciones de seguridad de la Convención, ya que estaba en línea directa de tiro con la terraza, a la que subimos. Había un par de detectives, rednecks con el sombrero calzado hacia atrás. Un policía de civil y otro de uniforme y un joven en bermudas y sandalias, que representaba a los propietarios del edificio. Conversaban animadamente entre ellos y de milagro nadie me preguntó nada, porque cada uno pensaba que yo venía con el otro grupo. Menem acababa de calificarme como "terrorista de la pluma", de modo que con la mayor calma que pude, me limité a unos pocos gestos de asentimiento, en el estilo Yeneral González.

Me acordé de estas cosas una noche en que huí de los abominables noticieros de la televisión argentina y me topé con una de las pocas películas de Woody Allen que no había visto, Magic in the Moon o Magia bajo la luna, de 2014. Es una de esas películas para las que Allen consiguió financiamiento de ciudades turísticas, en este caso el sur de Francia, pero en las que desarrolla uno de los típicos conflictos morales que caracterizan su obra. En una visita posterior accedí al deseo de mi esposa, fanática de Woody Allen, y fuimos a escucharlo con la banda que dirigía con su clarinete en un hotel de Manhattan. Gracias a ella, conseguí sintonizar con el humor y los dilemas de Allen y descubrir su excelencia narrativa. Pero ese clarinete era una agresión innecesaria, compensado con algunas cosas que vimos. Por ejemplo la mamá de Woody Allen, con un visón que todavía se usaba, uñas como garras y pintarrajeada hasta la caricatura, que mientras la banda soplaba le daba la espalda y se reía a gritos con otros gallos desplumados que la acompañaban. También vimos a Sun Yi, cuando recién empezaba el drama, que pasó a buscarlo al terminar el show.

Pero como todo es contradictorio, la musicalización de las películas de Allen es maravillosa. En Magic in the Moon hay varios temas de Bix Beiderbecke, un trompetista blanco al que por entonces se parangonaba con Louis Armstrong, en una de esas competencias que les encantan a quienes creen que el arte es un torneo deportivo. A diferencia de Armstrong, Bix sólo vivió 28 años, tumbado por el alcohol. Escuchá que belleza.
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