FUEGUITOS POR TODAS PARTES

¿Se puede hacer frente a una turba desaforada con nuestros fueguitos domésticos?

 

Terminé de ver una miniserie que se llama Little Fires Everywhere. Basada en la novela de Celeste Ng —una escritora estadounidense cuyos padres emigraron de Hong Kong—, cuenta el enfrentamiento entre dos mujeres cuyos caminos coinciden en la urbanización de Shaker Hights, Ohio, a fines de los '90. Ellas no pueden ser más opuestas. Mia (Kerry Washington) es artista plástica, madre —soltera— de la adolescente Pearl, y vive saltando de pueblo en pueblo mientras se gana el mango como camarera. Elena (Reese Witherspoon) es periodista part-time, está casada con un abogado y es madre de cuatro adolescentes, con quienes convive en una casona ensoñada. ¿Hace falta que especifique cuál es negra y cuál es blanca?

Elena es uno de los monstruos más fascinantes que vi en mucho tiempo. Quizás porque se trata de un monstruo representativo de esta era. Cada época crea sus bestias de modo de conjurar, conscientemente o no, los grandes temores de su sociedad. El Frankenstein de Mary Shelley se cuestionaba los límites de la Iluminación. A través de Jekyll y Hyde, Stevenson planteaba qué ocurriría si perdiésemos las inhibiciones. El Drácula de Bram Stoker se preguntaba si el desenfreno nocturno podría ser contenido a través de la ortodoxia, encarnada por los crucifijos. Los relatos de zombies tematizan el miedo a pegarse un mal que se propaga viralmente y puede convertirnos en imbéciles funcionales. (El folklore zombie proporciona una metáfora inestimable, en estos tiempos de masas entregadas a medios y redes sociales.)

 

 

Elena (Reese Witherspoon) y Mia (Kerry Washington): fueguitos.

 

 

A primera vista, Elena es lo opuesto de un monstruo: simpática, generosa, madre ejemplar y esposa ídem, periodista infatigable y llena de recursos. Cuando Mía y Pearl llegan a Shaker Hights con sus pertenencias sobre el techo de un auto de mierda, les alquila una casa por mucho menos del valor de mercado. Pronto se percibe que lo que Elena cede por un lado se lo cobra con creces por otro. Su hija mayor, Lexie, funciona como espejo magnificador: está de novia con un chico negro, porque en algún lugar de su cabecita asimiló que es lo que conviene para sacar chapa de chica moderna y de avanzada. Para Elena y Lexie, estos morochos son ante todo un accesorio cool, el pin que hay que prenderse al pecho para quedar bien. A la primera de cambio, con la excusa de darle una mano para que gane un mango extra, Elena le ofrece a Mía hacerse cargo de las tareas domésticas de su casa. A pesar de que conoce a todo el pueblo, no gasta un segundo en buscarle un trabajo acorde a sus habilidades. Lo primero que le sale es meter a la negra a limpiar y a cocinar. Y Mía acepta por razones que no tienen que ver con la guita sino con su hija, pero le saca la ficha al toque. Llegado el momento, le dice a Elena: "A todas las minas como vos les gusta hacer de cuenta que son amigas de sus empleadas".

Elena es un monstruo porque no tiene la menor idea de que es un monstruo, está convencida de ser la Ciudadana y Madre Ideal. Si la enchufases a un polígrafo, diría que lo está haciendo todo bien y la máquina juraría que no miente. Pero la cosa es mucho peor. Esa misma convicción de estar haciendo todo lo correcto, de ser el parangón social respecto del cual todes deberían medirse, es la que les habilita a perpetrar barbaridades sin que se les desacomode un pelo. Elena no deja cagada por hacer: usa sus contactos profesionales para husmear en vidas ajenas, le revela a Pearl secretos de su madre, presiona a una amiga para que vulnere la ley e insiste que está en su derecho de apretarla porque, a fin de cuentas, ella la recomendó para el cargo que hoy ostenta.

 

 

Elena: la perfección formal del sepulcro blanqueado.

 

 

Llega un momento en que odiar a Elena es delicioso. (Y Reese Witherspoon es una maravilla de actriz, a la hora de hacerse odiar.) Pero lo hiperbólico del personaje no lo despega de la realidad. Elena es inquietante, aunque no porque se parece a una villana de telenovela: te pone nervioso porque se parece a demasiada gente que conocemos. Todas esas personas convencidas de ser Gente Bien (o Gente Republicana, Libertaria, Decente, Trabajadora: el adjetivo varía, pero el empaque es el mismo) y que, incurriendo en negación de la lógica más elemental, asumen que en consecuencia todo lo que hacen —simplemente porque lo hacen elles— es Bueno, Republicano, Libertario y Decente. Como si un ángel, por el hecho de haber sido creado sin mácula, no estuviese en condiciones de mandarse moco alguno. La entera cultura occidental parte de la historia de un ángel a quien se le ocurrió cagarse en todo lo bueno.

Lo preocupante de estos personajes es que, en primer lugar, no perciben contradicción alguna. Son daltónicos en términos éticos: creen que ciertos obrares tienen el color apropiado, cuando el más sencillo de los tests científicos concluiría que se recontra pasan de tono. A diferencia de los monstruos tradicionales, que son conscientes de estar haciendo algo que la sociedad considera malo o dañino (salvo los zombies, insisto: son una metáfora de nuestros tiempos), estos no registran que lo que hacen está mal. No la ven ni cuadrada, al contrario, están convencidos de que su comportamiento es ejemplar, aun mientras vulneran la ley de modo deliberado. (Pensemos en los fugadores seriales que pontifican sobre cómo enderezar la economía argentina, sin considerar que su praxis no los despoja de voto, pero sí de voz.)

Lo cual conduce al segundo estadio de mi preocupación —acá se aplica la paradoja del huevo y la gallina, es difícil dirimir quién concibió a quién—: lo alarmante que resulta el hecho de que esa forma de ser en el mundo sea alentada y bendecida por les formadores de opinión que consumen en medios de comunicación y redes. Esto complejiza el fenómeno. Ya no es simplemente una expresión individual, propia de un tiempo en que los monstruos eran tales en tanto excepción a la norma: Yo soy bueno, y por ende todo lo que hago es bueno. Ahora es: Mi sector de referencia social, mis figuras de identificación y yo somos buenos, por ende todo lo que hacemos (y decimos) es bueno, en tanto expresión de nuestros privilegios de clase y condición.

 

 

Celeste Ng, la autora de la novela "Little Fires Everywhere".

 

 

Esto viene dando pie a espectáculos que se suceden con frecuencia cada vez mayor, sin producir la repulsa que deberían suscitar en una sociedad con el nivel debido de anticuerpos — una democracia con un sistema inmunológico en condiciones. Desprovisto de evidencia alguna, el conductor de un programa "periodístico" del horario central acusa al Presidente de complicidad con un crimen; y sin embargo, ante la opinión pública, aquel que resulta etiquetado como agresivo es el Presidente, porque le dio RT a un Twitt. Ante una situación que podría despertar una justa indignación (la presunta corrupción de un juez), ¿qué hizo otro "periodista" hace algún tiempo? No investigó, no produjo prueba: pidió —otra vez en prime time— que los compañeros de escuela de los hijos del juez sospechado le hicieran bullying a esos pobres pibes. Va otra vez: como reacción ante un delito presunto, este "comunicador" alentó a que se cometiese un crimen real — contra dos inocentes de manual que, como cualquier hije sabe, no tenían por qué hacerse cargo de las cosas de sus padres.

Lástima que se abusó tanto de la analogía al punto de hacerle perder poder, porque casos como estos —y otros tantos que ustedes tienen presentes, estoy seguro— parecen concebidos como trabajos prácticos de la materia Introducción al Fascismo. ¿Comunicadores sociales que, incurriendo en irresponsabilidad profesional, no exhiben datos chequeados ni informan ni razonan sino que alientan a un compartamiento de masa ciega —de turba, de jauría— que naturaliza la violencia? Las agresiones desmelenadas que ocurrieron el 9 de julio (no recuerdo un Día de la Independencia similar), ¿no son la consecuencia inevitable del adoctrinamiento que es la especialidad de estos medios, que no por casualidad son los más poderosos?

El escritor Upton Sinclair —aquel de La jungla (1906) y del relato que P. T. Anderson terminó filmando como There Will Be Blood (2007)— lo explicó hace ya un siglo del modo más clarito: "Fascismo es capitalismo más asesinato".

 

 

 

No sé lo que quiero, pero lo quiero ya

Hace pocas horas, un amigo me hizo notar que los bastoneros del comportamiento de turba son hoy gente tirando a obtusa, inarticulada, de una desnutrición intelectual y una pobreza conceptual apabullantes (al lado de estos monos aulladores, Neustadt era Enrico Caruso) e interpretó el hecho como algo positivo. Después de todo, el sentido común indica que cuanto más penoso sea el adversario la lid debería ser más fácil, ¿o no? Pero yo no estoy tan seguro. Miralo a Trump, dónde llegó. El nivel rastrero de esta gente es una de las consecuencias de la demolición cultural que se practicó durante la dictadura y el menemismo. El adoctrinamiento que baja desde las alturas del poder está hoy en manos de cavernícolas, pero no porque no encuentren gente de mejor nivel sino porque —al contrario— entienden que ya no necesitan de un sofista como Neustadt. Conchaban a esta gente porque el público que supieron crear no demanda instrumentos de precisión. Basta con gente que esté dispuesta a machacar al infinito la variante del día de un único mensaje subliminal. (¡Muerte al Otro!) Lo que llamo Periodismo BamBam, en honor al vástago de Pablo Mármol: monosilábico pero persistente.

 

 

El pequeño Bam Bam de "Los Picapiedras".

 

 

Lidiar con una legión de Elenas como la de Little Fires Everywhere no es un problema menor. Porque aquelles que se perciben como Ciudadanes Modelos se vuelven irreductibles, en tanto incapaces de registrar nada de lo que hacen como negativo. Por eso te putean, te estafan y te echan encima a la cana para que te apalee, pero el agresivo, el chorro y el autoritario sos siempre vos. Han tolerado la jibarización de su aparato intelectivo y moral, al punto de reducirlo a un único apetito: así como los zombies miden el bien en terminos del próximo cerebro a zamparse, esta gente mide el bien elevando sus deseos al nivel de un Absoluto. Todo lo que piensan o hacen está justificado, porque es lo que elles quieren — y elles, se les dice todo el tiempo desde la maquinaria de propaganda, son el Bien.

El drama de esa forma de ser en el mundo es que supone la negación de la política, y por ende de la civilidad. Porque política es discusión, intercambio de ideas, negociación, construcción de una tercera opción que supere las iniciales que los dialogantes llevaron a la mesa. Pero con alguien que está convencido de que encarna el Bien, no hay discusión posible. Por definición, todo lo que hacen está permitido y es loable, mientras que —consecuentemente— todo lo que los demás hacemos es discutible, avieso y ante todo: digno de ser reprimido. Suena risible, pero la única opción que presentan y están dispuestos a aceptar es tan sencilla como esto: Nosotros hacemos lo que queremos y ustedes vuelven a sus cuchas y no protestan. Eso es lo que uno esperaría oír de las bocas de los poderosos, y sin embargo los que vociferan son en cambio sus Tíos Toms, los que aspiran a figurar en el cuadrito de la pared como El Esclavo del Mes. La cuestión de cómo lidiar con esta gente con la cual no se puede hacer política es, me temo, uno de los problemas políticos de nuestro tiempo.

 

 

Una turba salvaje en "Historia de dos ciudades"...
...y nuestros epígonos modernos.

 

¿Prueba este fenómeno que al fin dieron con la forma de quebrarnos el espinazo como nación? Porque ni el más gorila podría negar que, desde mediados del siglo pasado, el peronismo le dio aire a una clase laburante cuya característica es desde entonces la insumisión, a diferencia de lo que pasa en tantos otros países de América Latina; esto es, gente que bajo ninguna circunstancia deja de reclamar los derechos que (lo sabe) le corresponden. Hoy tengo la sensación de que, como no pudieron precarizar —culturalmente, ante todo— a esa clase laburante, optaron por retacear elementos a las clases más afortunadas. Pasaron a desnutrirlos culturalmente, lo cual les impidió desarrollarse como debían. Les quitaron recursos de defensa, para que fuesen más fáciles de secuestrar. Durante décadas, las clases medias argentinas exhibieron un nivel educativo que destacaba en el contexto del subcontinente. (¿Alguien recuerda que consagrábamos a Bergman antes que Suecia y a García Márquez antes que Colombia?) Últimamente los hijos de quienes miraban Tiempo nuevo con Bernie & Marian veían Animales sueltos, un salto involutivo tan grande como pasar de razonar con Sócrates a aplaudir el espectáculo de una ejecución en plaza pública.

Si algo lograron los porrazos sucesivos propinados por la dictadura, Carlos Saúl, la segunda Alianza y finalmente Macri, fue redneckizar a la clase media. El redneck cuello rojo, distintivo de quien trabaja bajo el sol— es el laburante tradicional del campo en los Estados Unidos. Gente simplísima, poco escolarizada, que en muchos casos llegó a explotar su propio terreno hasta que las deudas la dejaron en Kansas y la vía. En otros tiempos, a pesar de que se sabían brutos y por eso menospreciados, contaban al menos con un pasar razonable y los reconfortaba saber que estaban parados sobre los hombros de los negros. Ahora que se quedaron sin nada, hicieron catarsis a través de la política del resentimiento y, con tal de cagar a los liberals que dieron a las minorías derechos que consideran excesivos, posibilitaron el resistible ascenso de Donald Trump. Nuestras clases medias de hoy ahondan las huellas abiertas por los rednecks: se han dejado precarizar económicamente, pero parecen dispuestas a tolerarlo siempre y cuando se les permita humillar y violentar al morochaje que siempre creyeron tener a sus pies.

 

 

 

 

El nivel de hipocresía que (re)introdujeron en la discusión pública es descollante. Lejos quedaron los tiempos en que ser phony, falso, era un disvalor. La ruptura con el modo único de vida que propugnó Salinger a través de Holden Caulfield y el rock propulsó en los '60 ha sufrido un revés, hoy se la niega en la práctica. Esta gente pisotea todos los avances en materia de diversidad y ampliación de derechos que obtuvimos en las últimas décadas. Resistimos a diario el embate de una restauración conservadora, una voluntad política que busca el regreso a etapas pre-democráticas en las cuales el poder no tenía que dar explicaciones a la hora de hacer lo que se le cantaba el culo. Si algo es evidente en estos días es que la pilcha democrática les molesta, no se la bancan más, les impide moverse a sus anchas. Se han quitado algunas piezas y descubierto que nadie los sanciona. Por eso se envalentonan y andan por ahí a los gritos, prepoteando consignas que no son sino variantes de un mensaje único, inmortalizado en forma de amenaza: My way, or the highway. (O lo hacés a mi modo, o te las tomás.)

 

Julian Assange.

 

Quizás el ejemplo más escandaloso sea la prisión y tortura que practican sobre Julian Assange. El tipo te podrá caer mejor o peor, pero lo único que hizo fue difundir documentos que eran de innegable interés público y que prueban las turradas que perpetran ciertos países "democráticos". Por supuesto, como las autoridades saben que su propia conducta es indefendible, sostienen que se trata de documentos "secretos" y que por eso lo de Assange equivale a crimen de espionaje... de acuerdo con una ley que data de 1917. He ahí el disparate: nadie discute la veracidad de los documentos, pero los policías del mundo se muestran ultrajados porque consideran que se vulneró lo que pretenden parte de su intimidad. (Otra cuestión de "formas". ¿Les suena?) Ni Daniel Ellsberg, que fue el primero en revelar secretos de esa clase, la pasó tan mal. Cada día que Assange permanece prisionero desmiente la pretensión de que en Occidente prima un orden democrático. Assange es lo más parecido que existe hoy a El hombre de la máscara de hierro de la novela de Dumas: un hombre a quien se amordaza y se arroja a la mazmorra más profunda, para que no se sepa que el poder de la corona se cimenta sobre una farsa.

 

 

 

 

Pero no hace falta ir hasta la prisión de Belmarsh para indignarse. Hablando de fueguitos, acá en Buenos Aires acaba de ocurrir algo que debería impedirnos conciliar el sueño. La mujer que vivía en la calle, murió abrasada y dejó restos carbonizados que aún no se han identificado supone una afrenta a la humanidad. Y no me refiero tan sólo a la posibilidad de que haya sido víctima de un incendio intencional, como sugieren las imágenes de una cámara de seguridad: todos sabemos que en esta ciudad existen monstruos capaces de eso y más. Lo que me subleva es que no estemos reclamando a los gritos saber quién es esa mujer. Alguien que tenía nombre, que encarnaba una historia. Porque, hasta que las autoridades pertinentes no den una respuesta, significará que les habitantes de esta Sodoma toleramos por omisión que se siga desapareciendo gente, como en los '70.

Mientras tanto, la justicia poética demanda que aparezca en las pesadillas de todes cada noche. Una mujer carbonizada que golpea a nuestra puerta y demanda saber: ¿Quién soy?

 

 

 

 

 

Pies vendados

Norman Mailer se lamentaba de que el fascismo fuese "una condición de los gobiernos más natural que la democracia. La democracia es un don. (A grace.) Una cosa espléndida en su esencia, porque no todo en ella es rutinario y automático. El fascismo retrotrae a nuestra infancia, durante la cual siempre se nos decía cómo vivir. Sí, podés hacer esto; no, no podés hacer aquello. El secreto del fascismo es que apela a la gente cuya vida más allá de la infancia no ha sido satisfactoria".

 

 

El escritor Norman Mailer.

 

 

La única ventaja de saber que existe un sector social con el cual no podemos hacer política, es que no nos deja otra que concentrarnos en la política que nosotros hacemos. Obvio que hay que estar atentos y trabajar para entender el fenómeno. Pero hay un punto en que la cosa ya no pasa por lo que hacen Clarín y La Nación, o lo que deberíamos hacer con Clarín y La Nación. Lo que hay que hacer ahora con esas empresas es dejarlas ser. (Aunque cortarla un poco con las facilidades que obtienen del Estado no estaría nada mal.) Ya tenemos claro que su público ideal, al que se dirigen y pretenden moldear, dejó de ser un conservador democrático. El modelo du jour está cortado al molde de la nueva derecha internacional, modelo Steve Bannon. Por mucho que protestemos y nos rasguemos las vestiduras, esta gente seguirá fabricando fachos, ciudadanos que se resignarán a perder status y obedecer órdenes, siempre y cuando se les permita canalizar su frustración a través de la violencia contra peronistas, mujeres (incluyendo a las trans, claro) y morochitos como Facundo Castro.

 

 

Facundo Castro.

 

 

Lo que importa, lo determinante, es lo que hagamos nosotros de aquí en más. Ya está claro que en este momento no llegará ayuda estructural, así que hay que tejer desde abajo. Primero habría que sustraer el oxígeno que permite hacer combustión a sus provocaciones: dejar de pisar el palito y comprar su agenda, de responder a sus delirios, de elevar la visibilidad de sus tristes voceros. Urge salir de la posición defensiva. Las acusaciones infundadas indignan, pero hay que dejarlas pasar. Vivimos dando explicaciones innecesarias. Y ya basta: somos democráticos, somos solidarios, no jugamos sucio, lo hemos probado hasta el hartazgo. Tenemos que asumir objetivos claros y no reaccionar ante cada putada que nos tiran. A lo sumo, repetir lo que el cabeza de Manolito le decía a la pituca Susanita: "Los cheques de tus burlas no tienen fondos en el banco de mi ánimo". Y seguir camino sin distraernos, mientras ellos tiran fintas al aire.

 

 

Lo que debemos hacer es generar nuestra propia agenda, el relato que nos está faltando. Sacarle el jugo a nuestros modestos medios y también a las redes y hablar de los grandes problemas que desvelan al pueblo y de lo que estamos haciendo para solucionarlos. Contar los pequeños heroísmos diarios, que lejos de ser escasos abundan en tiempos pandémicos: desde les laburantes del área de salud, que dejaron de ser recipientes de nuestros aplausos diarios, a todes los que se arriesgan para que los engranajes no se traben y sigamos comiendo, contando con servicios, informándonos de verdad, recibiendo pedidos a domicilio, cargando combustible y viajando en transporte público. En estos días, tirás una piedra en cualquier dirección y le pegás a un héroe o heroína reales. Y sin embargo, no los visibilizamos a ellos sino a un pobre tipo que nos amenaza con el miedo. Miedo tiene ese energúmeno, cuyo comportamiento es el proverbial del gato acorralado.

Durante siglos, los chinos vendaron los pies de sus mujeres de la clase alta y burguesía para que no crecieran, dejándolas con unas patitas más dignas de una muñeca que de una mujer. (Las minas de las clases humildes no lo hacían, porque esa tortura les impedía trabajar.) Ya hace demasiado tiempo que la Argentina es una dama de pies vendados, que le dificultan moverse y llegar a la dimensión que debería serle natural. En estos tiempos que obligan a aislarnos, deberíamos estar más conectados que nunca y compartir y circular historias que nos ayuden a entender que no estamos solos, que encierro no significa desmovilización. Porque, como Mailer, sabemos que la democracia es un estado de gracia, una forma de convivencia que enaltece a medida que garantiza el bienestar de cada vez más gente; y no un régimen de angurrientos que rechinan los dientes. Ya sé que cada casa nuestra mantiene el fuego encendido, que hay fueguitos por todas partes, pero eso no alcanza. Nuestro país ya no tolera el yugo metálico que le impidió moverse y desarrollarse libremente durante tanto tiempo. Los fueguitos individuales están bien para sacar un par de choris, pero lo que hoy necesitamos es un fuego abrasador que funda la estructura de hierro diseñada para estrujar a nuestro pueblo y condenarlo a la infelicidad.

 

 

 

 

 

 

 

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