Fuerza de trabajo lumpen

El eslabón más débil de una criminalidad compleja

Ilustración Santi Casiasesino.

 

La asociación ilícita es una categoría jurídica tramposa, que invita a creer que todos los actores que participan en un delito forman parte de la misma organización. No sirve para comprender las posiciones distintas y desiguales que tienen los actores en las relaciones de intercambio criminal, y tampoco para distinguir entre delitos complejos y delitos comunes. Pero, sobre todo, es una categoría que sirve para cubrir las espaldas de un capitalismo que se recuesta cada vez más sobre los ilegalismos subalternos.

 

Montaje policial para las hinchadas

La escena es repetida, conocida por todos: después de cada operativo policial “exitoso”, una de las rutinas favoritas que las policías montan ante las cámaras de TV consiste en disponer en el piso o en una mesa los elementos secuestrados durante el operativo: dinero, teléfonos celulares, armas, balas, billetes, drogas, barretas, pinzas, chupetes o yugas, documentación identificatoria, etcétera. El cotillón criminal está rigurosamente custodiado por agentes de la fuerza que, ni lerdos ni perezosos, colgaron algunos banners con sus insignias para sumarse los porotos. La misma escena es reiterada en exclusiva para el equipo de prensa del Ministerio, que la reproducirá por las redes sociales con música espectacular para agregarle dramatismo a la boleteada que los funcionarios, haciendo uso del abuso del lenguaje, llaman investigación criminal.

La noticia va acompañada de “información oficial” que los movileros o cronistas suelen repetir sin preguntar demasiado —y haciéndose eco del lenguaje forense policial—, hecha en base a “trascendidos extraoficiales” que, dicho sea de paso, no guardan proporción con las imágenes que están recogiendo los camarógrafos o reporteros gráficos.

De hecho, es usual escuchar a presentadores de noticia anunciar que “una peligrosa banda criminal fue desbaratada” o que una “poderosa organización ha sido desmantelada”, después de un “allanamiento exitoso” o que “arrojó saldos positivos”. Y cuando las cámaras hacen un paneo de la escenografía donde se llevó a cabo el operativo, y enfocan a las personas detenidas, nos encontramos con un chaperío destartalado, con jóvenes detenidos con cara de “pibes chorros” o un gordo en chancletas con la remera toda agujereada. El point de la escena son los policías encapuchados o las armas de alto calibre que empuñan, un vestuario y utilería que están para reforzar la peligrosidad de la organización desbaratada.

Todos esos clichés, tributarios también de la jerga judicial, opacan la complejidad de la conflictividad social y sirven para esconder o cuidar a otros actores invisibles. Seguramente esa “peligrosa organización desmantelada” fue el precio que tuvieron que pagar determinados actores para seguir haciendo sus negocios. La “poderosa banda” puede haber sido una entrega montada o negociada con las autoridades policiales, a la altura de las expectativas de los funcionarios de la justicia y la credulidad de los televidentes, pero también para cubrir las estadísticas policiales que luego los funcionarios usarán para contar la performance positiva en la lucha contra el crimen.

Si esta es la “poderosa banda”, si estas personas detenidas son los grandes empresarios del crimen, hay algo que no encaja, que no guarda proporción o que por lo menos debería explicarse mejor. La mayoría de las veces se acepta con naturalidad la versión policial de los hechos sin percibir que la pantomima fue preparada para la hinchada y los seguidores de los funcionarios en las redes sociales.

Además, si esa es la escenografía que se escoge para contar el “crimen organizado”, entonces allí hay otra operación simbólica que no deberíamos dejar pasar. En efecto, se trata de asociar el crimen organizado a la pobreza, de circunscribir los mercados criminales a la marginalidad sin escrúpulos. De esa manera, no solo se compartimentan los ilegalismos, sino que se invisibilizan las relaciones abyectas entre mercados ilegales, informales y legales, ocultando de paso la participación de las clases altas o medias altas y sus cuadros profesionales (abogados, contadores, asesores financieros, arquitectos, etcétera).

 

 

 

Delitos colectivos pero desorganizados

La diferencia que hay entre el delito común y el delito profesional no es la diferencia que existe entre delitos individuales y colectivos. Hay que evitar meter a todos los delitos en la misma bolsa. Los delitos comunes pueden cometerse también colectivamente y los delitos profesionales pueden llevarse a cabo individualmente. El hecho de que los delitos (comunes o profesionales) se lleven a cabo en grupo, que haya incluso una división de tareas, no implica que estemos ante un crimen complejo.

Más aún, la diferencia entre delitos comunes y profesionales tampoco es la diferencia entre los delitos desorganizados y los organizados. Los delitos comunes suelen cometerse al boleo y sin planificación, pero eso no implica que estén exentos de criterios que orientan las acciones a sus protagonistas.

El embrollo se produce con el adjetivo “organizado” que introduce la jerga judicial. En efecto, delito organizado es una categoría que trae más confusión que claridad. Además, es una categoría que banaliza cuando borra las escalas y puede llevarnos a hacer pasar un delito callejero o predatorio por un delito organizado. Cuando se piensa con la noción de delito organizado o asociación ilícita se corre el riesgo de inventar películas y poner las cosas en un lugar donde no se encuentra.

Dicho en otras palabras: cuando los problemas se persiguen y cuentan con el Código Penal en la mano y con la figura de la asociación ilícita, en contextos institucionales de regulación policial, y en coyunturas políticas que reclaman no solo resultados sino hechos espectaculares para luego ser presentados a la gran audiencia como experiencias exitosas en la lucha contra el delito, los problemas tienden a cargarse sobre el último eslabón. El foco de atención estará puesto otra vez no solo en las banditas, sino en aquellos actores subalternos que realizan las tareas que más riesgo insumen. Esta forma de nombrar y encuadrar el problema constituye una manera de disimular el complejo entramado criminal que regula la policía. Esto no significa que los jóvenes tuneados con el vestuario de rigor sean simples perejiles, sino que son actores subalternos y vulnerables.

 

¿Crimen organizado o crimen complejo?

Muchos autores prefieren no hablar de crimen organizado sino de crímenes complejos. Es el caso del sociólogo español Armando Fernández Steinko, autor del libro Las pistas falsas del crimen organizado, quien señala las limitaciones que tienen estas categorías para aprehender la complejidad de los mercados criminales: “Al no precisarse la especificidad, y por tanto la peligrosidad real (…) todo acaba siendo crimen organizado en potencia, con lo cual el término sufre un uso inflacionario”. “La organización en sí misma no dice, por tanto, nada sobre el nivel de peligrosidad o sobre el poder real o potencial de un determinado grupo de delincuentes. Sirve para alimentar definiciones generales e imprecisas, pero no para hacer luz en la oscuridad de los delitos de nuevo tipo, para hacerlos más claros y comprensibles”. De allí que los principales perjudicados por el uso de una definición general, plagada de mitos e imprecisiones jurídicas, sean los actores sociales más vulnerables: “Cualquier banda de jóvenes delincuentes es candidata a convertirse en un grupo de criminales organizados, es decir, a intentar subvertir el orden establecido”.

La noción de crimen organizado, entonces, no sirve para captar la especificidad de este tipo de conflictividades, no solo su inscripción en la vida cotidiana, sino sus ramificaciones sociales. Cualquier forma de delito que sigue la lógica del mercado, un mercado articulado a otros mercados, asumirá formas distintas.

Ejemplo para que el lector se haga una idea: cuando tres o cuatro pibes son reclutados por algún empresario criminal para “salir de caño” a robar vehículos, esos jóvenes seguramente se conocen entre sí. Esas personas se dividen las tareas, cada uno suele tener un rol específico durante los robos. Dos harán de campana en cada una de las esquinas, otro abrirá el coche, mientras el cuarto se quedará tapando a este último. Ahora bien: ¿deberíamos suponer que esta banda de jóvenes forma parte de una organización más grande? ¿Son parte de una asociación ilícita? ¿Acaso estas categorías nos permiten alcanzar a los otros actores involucrados directa o indirectamente como, por ejemplo, los desarmaderos o repuesteros, los dueños de los depósitos donde se guardan las autopartes robadas? Más aún, ¿alcanzan a las empresas que operan en la legalidad como las automotrices y las aseguradoras? El derecho penal no tiene vocación de comprender lo que quiere reprochar, sobre todo cuando se hace justicia con la televisión encendida. Mucho menos cuando no hay tiempo ni presupuesto para investigar, pero, sobre todo, no existe una decisión política del ministerio público de mirar hacia otro lado.

Como sucede en los mercados informales y los mercados legales, los mercados ilegales también han tercerizado parte de las tareas. Todas aquellas actividades que demandan mayores riesgos tenderán a cargarse a la cuenta de los actores más vulnerables. A veces son actores contratados ad hoc en condiciones de desigualdad, y otras veces son jóvenes que trabajan por cuenta propia, que saben de antemano que Fulano o Mengano compran autos robados o andan buscando determinados modelos.

Cuidado, que sean vulnerables y, por tanto, fácilmente reemplazables, no significa que estemos ante una fuerza de trabajo bruta. Se trata de actores dueños de saberes específicos que fueron referenciados como cualidades productivas. Como hemos dicho en notas anteriores en El Cohete a la Luna, no es fácil ponerle un revólver en la cabeza a nadie, imponer miedo y pilotear el miedo. Tampoco abrir un auto o lidiar con las alarmas. Se necesita una experticia que no se compra en el kiosco de la esquina ni se aprende mirando tutoriales por YouTube. Pero el hecho de que sean dueños de saberes específicos no debería llevarnos a incluirlos en una organización que los excede. Esta fuerza de trabajo lumpen se hará cargo de tareas que, en una ciudad llena de cámaras de vigilancia, armas y policías, no solo implican mucha exposición pública, sino que están llena de percances y peligros que hay que saber reconocer. Estos trabajadores lo saben, y saben también que son mano de obra fácilmente reemplazable. Detrás de ellos existe un ejército de reserva que cubrirá las vacantes. No es que haya que disculparlos, pero tampoco es posible comprender la complejidad de los mercados ilegales si se apunta solamente a estos actores y, mucho menos, cuando se los hace formar parte de organizaciones que no solo no conocen, sino que sólo han contratado sus servicios especiales de manera temporaria o episódica.

 

Criminalidad desigual y combinada

En definitiva, hablamos de una criminalidad desigual y combinada. Desigual, porque no hay que confundir el delito de los pobres con el delito de los poderosos; y combinada, porque el crimen de los ricos necesita del crimen de los pobres: no habría robo de autos sin comerciantes vendiendo repuestos de dudosa procedencia. Pero tampoco habría desarmaderos si las empresas automotrices importasen componentes para estoquear el mercado repositor local. No habría robo de autos si las empresas aseguradoras no empujasen a su clientela o parte de ella a resolver sus problemas con los desarmaderos y, de esa manera, optimizar su pasivo. Se sabe, el mercado asegurador se ha concentrado, pero debido a la abultada cartera de juicios, producto de la alta tasa de siniestros que existen en el país, sus costos financieros se han disparado hacia las nubes. La manera de recuperar la caída de la cuota de ganancia será a través del mercado chatarrero y el variopinto mundo de los desarmaderos.

Dicho de otra manera: si las grandes empresas automotrices no importan repuestos es porque pueden recostarse sobre un mercado informal (los desarmaderos) que, a su vez, puede recostarse en los empresarios criminales, es decir, en aquellos actores que no solo tienen la capacidad productiva para pagar en efectivo varios autos robados en una noche, sino también para trasladarlos hasta un predio ubicado en zonas periurbanas para cortarlos en pedacitos y luego guardar esas autopartes en distintos galpones desde donde los trasladarán al taller mecánico que les diga el desarmadero. Para todo eso se necesita plata, logística, mucha infraestructura y, por supuesto, diversa mano de obra, barata y cualificada, que aportarán los llamados pibes chorros y los trabajadores informales.

Pero los pibes chorros son el último eslabón de una cadena larga que no controlan. Que reciban un estipendio por las tareas realizadas no significa que participen de las ganancias ni de los designios del emprendimiento criminal. Son actores que les resuelven problemas a montones de actores: entre ellos, a las grandes automotrices y a las grandes aseguradoras. Quien quiera endosar el robo de autos a los llamados pibes chorros, quien pretenda resolver el robo y hurto de automotores metiendo presos a los pibes chorros, o clausurando los desarmaderos que venden autopartes sin stickers, cuya procedencia no pueden justificar o que por razones de seguridad vial no pueden comercializarse, no está viendo la película entera, no tiene ganas de mirar a las grandes empresas capitalistas.

En definitiva, el capitalismo contemporáneo encuentra en el crimen un punto de apoyo. No hay capital sin crimen, esto es, sin mercados irregulares y sin mercados ilegales. Para desandar los andariveles que se cruzan no sirve el sistema penal. No es un problema punitivo, sino de economía política.

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

 

 

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