Funesto aniversario

A un año del comienzo de una guerra que no termina

 

Anteayer se cumplió el primer aniversario del inicio de una guerra en la que nadie creía y, en caso de imaginar su posibilidad, se estimaba que no duraría mucho tiempo. Los agresores la denominaron “operación militar especial”. El eufemismo sugería que no se trataba de una invasión, sino de una incursión rápida y exitosa. Ocurrió todo lo contrario: se prolongó en el tiempo y los rusos no tienen muchos resultados para exhibir; tampoco son claros los objetivos que ahora persiguen.

Este funesto aniversario casi coincide con el vigésimo del comienzo de la segunda incursión estadounidense en Irak (marzo de 2003). Otro conflicto que se preveía breve, y en cierto modo lo fue, aunque sus derivaciones armadas resultaron interminables.

 

 

Paz o devastación

Quedó a la vista de todos que Rusia empezó amenazando a la capital ucraniana y desistió en el intento para cambiar de frente y concentrarse en el este, donde se especula con una inminente ofensiva, aunque hasta el momento solo hay un empantanamiento. La reputación militar del poderoso atacante quedó en entredicho. Unas tratativas de paz que prosperaron en Turquía el pasado marzo fueron torpedeadas por Occidente. El ex primer ministro israelí, Naftalí Bennet, declaró a la televisión de su país que también buscó mediar pero Estados Unidos, a través de su entonces mayordomo británico Boris Johnson, intimó al premier ucraniano para que no firmara ningún acuerdo. La ONU no parece jugar ningún rol activo en este drama.

Desde aquel momento no hubo más acercamientos. Ahora China intenta otra mediación. Es difícil que Occidente acepte los buenos oficios de un país que según la última conferencia de la OTAN, reunida en junio en Madrid, representa “un desafío estratégico para la seguridad euroatlántica”. Estados Unidos lo provocó, en medio de una crisis internacional, con visitas de alto nivel a Taiwán y espectaculares denuncias sobre la amenaza que significaban unos globos espías guiados por los caprichos del viento.

Más que un tercero neutral, a los ojos de la OTAN, China es simplemente un aliado de Moscú. No se equivocan, pero Beijing defiende intereses propios y busca estabilizar una situación mundial que afecta su economía exportadora. Su iniciativa parece más próxima a la que debería asumir un liderazgo capitalista global. En contraste, Jeffrey Sachs comentó que la agresiva geopolítica de Estados Unidos pone en riesgo las perspectivas de la economía mundial. Este economista asesora al Papa y en el pasado fue uno de los promotores de liquidar lo que quedaba de la URSS para implantar en su nueva configuración un capitalismo salvaje (donde deben buscarse las raíces de la emergencia de Putin).

 

 

 

 

 

 

La invasión rusa, aún cuando terminara mañana, deja un desastre en Ucrania. A la infinita tragedia humana habría que sumar la devastación de la Nación, cuyas infraestructuras han sufrido una demolición sistemática. En un país de desarrollo intermedio y empobrecido desde antes de la guerra, esto representa un colapso cuya reparación insumirá tiempo y muchísimos recursos de una economía que carece de ellos y estaba sometida al FMI.

Es posible, además, que la ayuda occidental, que fluye a borbotones cuando se trata de enfrentar a Rusia, se vuelva más avara cuando Ucrania ya no revista un interés geopolítico inmediato. En nombre de su legítima defensa nacional ante una agresión rusa tan ilegal como brutal, el rol geopolítico que Occidente asignó a Ucrania en sus rivalidades globales puede empalidecer y confinarla a vivir entre ruinas. En el mundo neoliberal difícilmente se promueva algo parecido a un plan Marshall para reconstruir el país.

 

 

Un dúo belicoso

En vísperas del primer aniversario de la guerra los grandes jefes en pugna ocuparon la escena: el POTUS Joe Biden y Vladimir Putin. El primero hizo una desafiante visita relámpago a Kiev, donde dejó un “préstamo” de 500 millones de dólares en material militar, es decir, un subsidio a sus propias industrias que Ucrania quizá consuma en una o dos semanas de combates. Luego se desplazó a Polonia donde anunció que Ucrania no se va a rendir y que la OTAN no se va a desunir y defenderá cada pulgada de su territorio. ¿Por qué tuvo que aclararlo?

Eligió hacer estas declaraciones secundado por los dirigentes del que hasta anteayer era uno de los países dominados por el populismo de derecha, enemigo del liberalismo, de la independencia de la justicia y de las políticas progresistas de (todo) género. Hoy Polonia funge como la vanguardia contra el oso ex soviético y eso permite pasar por alto su prontuario antirrepublicano. Pasó de ser una amenaza a la democracia europea a la categoría de adalid de la libertad.

Por su parte, Putin pronunció un esperado discurso ante la Duma, el parlamento ruso, cuyos integrantes lo escucharon con aparente interés y lo aplaudieron con ese ritmo cansino que distinguía bajo el comunismo a la antigua nomenklatura y sigue distinguiendo, bajo el capitalismo, a la nueva. El discurso fue directo y extenso. Putin dijo que la OTAN se propone destruir a Rusia y advirtió que el conflicto ucraniano puede volverse global y atómico. Anunció la suspensión del último tratado nuclear vigente con Estados Unidos, lo que le dejaría las manos libres para incrementar su arsenal, y amenazó con tomar más territorio en la medida en que la OTAN emplace nuevos misiles en Ucrania.

También lanzó líneas de seducción reaccionarias dirigidas a su electorado más fiel, a los jerarcas religiosos ultraconservadores y, ecuménicamente, a todo el espectro derechista occidental. Putin abominó del matrimonio igualitario, si bien reivindicó el derecho a la libertad en la vida privada. En otra rápida combinación, instó a leer la Biblia y deploró la catástrofe espiritual en la que ve sumido a Occidente, aunque remarcó que se trataba de un problema ajeno. Como conclusión, habló a favor de la familia y de la protección de los niños ante la degradación a la que supone que los arrastra Occidente. Curioso apartado propagandístico para un líder envuelto en una guerra que parece estar perdiendo en algunos frentes, sobre todo en el de la opinión pública occidental.

 

 

¿Leopardos herbívoros?

Entretanto, Alemania sigue derribando sus últimos tabúes históricos, pero no en su beneficio. La Luftwaffe, su fuerza aérea, había intervenido en Yugoslavia a fines del siglo pasado, la primera operación armada alemana en el exterior después de la Segunda Guerra Mundial. Luego acompañó militarmente a Estados Unidos en los naufragios de Irak y Afganistán. Ahora no pudo soportar la presión y ofrece sus mejores tanques a Ucrania, los Leopard, que tardarán varias semanas en estar disponibles en el frente y es inseguro que lleguen a tiempo y en cantidad suficiente para frenar una posible ofensiva rusa.

Un artículo del periodista Seymour Hersh adjudicó al gobierno de Estados Unidos la autoría del atentado contra el gasoducto submarino que proveía de gas ruso barato a Alemania y a otros países europeos ocurrida el 26 de setiembre de 2022. Hersh afirma que se consumó con asistencia de Noruega, el país que cada año otorga el Premio Nobel de la Paz y es miembro de la OTAN; Suecia y Dinamarca fueron advertidos de la operación en términos generales. Como gran productor de combustibles, el interés noruego por reemplazar a los proveedores rusos parece evidente.

La prestigiosa socialdemocracia escandinava, distinguida por su tradición pacifista, quizá debería pronunciarse sobre estos hechos. Alemania, gobernada por un político de esa tendencia, prefirió guardar silencio, soportar el aumento de los precios de la calefacción y ver caer su economía mientras resurgía la inflación, un fantasma que obsesiona al país desde los años de la República de Weimar que abrió el camino a Hitler.

La nota de Hersh apenas encontró repercusión en la gran prensa independiente del país de los libres; la alemana tampoco le otorgó trascendencia. Algunos medios occidentales que se hicieron eco de ella objetaron que se basaba apenas en una fuente anónima. Hersh defendió su trabajo en un reportaje que concedió al Berliner Zeitung. Según resalta allí, Biden, tras algunas vacilaciones, ordenó volar el gasoducto porque no confiaba en que Alemania suspendiera el suministro y se comprometiera con la estrategia bélica de la OTAN comandada por Washington.

Estados Unidos se está beneficiando con ventas de gas licuado al viejo continente a un precio superior al ruso. Sin embargo, los motivos centrales de aquella operación militar, de acuerdo con Hersh, no fueron económicos, sino geopolíticos. La carga explosiva que destruyó los gasoductos era suficiente para demoler un edificio, asegura el periodista en otro reportaje concedido a un medio de izquierda inglés; allí agrega que los efectos de la detonación provocaron una enorme emisión de metano a la atmósfera: trescientas mil toneladas.

Recapitulando un poco la historia de esta guerra, la ex canciller Angela Merkel reconoció en un reciente reportaje a Die Zeit que unos acuerdos de 2014, para los que ofició de mediadora entre Ucrania y Rusia junto al Presidente francés Hollande, no pretendían una paz duradera, sino ganar tiempo para armar a Ucrania. El objetivo final era avanzar sobre Rusia y aislarla. La intención era que la Unión Europea integrara políticamente a Ucrania, por entonces sometida a la órbita rusa, para atraerla después hacia la OTAN dirigida por Estados Unidos, completando así el penúltimo casillero de ex repúblicas soviéticas englobadas en esa alianza militar alrededor de Rusia. Algunas voces del establishment de Washington advirtieron entonces que esta estrategia iba a suscitar una peligrosa reacción de parte de Moscú.

 

 

Un teórico a los premios

El mayor filósofo alemán vivo, Jürgen Habermas, que realizó intervenciones muy agudas durante la pandemia, se pronunció también sobre la actualidad de la guerra y el papel de su país. Habermas es considerado por algunos como el heredero de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, con un gran empeño político; y por otros, como un pensador de Estado que recibe un premio tras otro y acumula más condecoraciones que los generales de Kim Jong-un.

Habermas defiende lo que considera una prudente actitud del gobierno del canciller Olaf Scholz quien resiste las presiones de su propio partido, de la prensa, la oposición y los Estados Unidos para un total compromiso del país en la guerra. En su texto, intenta hacer equilibrio entre la justificación de la entrega de armas para la defensa de Ucrania y el llamado a conversaciones de paz que permitan salvar la cara a los contendientes. La asistencia militar de los gobiernos occidentales, argumenta, no puede traspasar la línea roja que los situaría como parte beligerante porque incumplirían las obligaciones que tienen respecto de su propia población a la que deben proteger de una deriva nuclear. El problema es que esa línea roja no está establecida en ningún código y el árbitro que decide sobre ella no es otro que Putin.

Entre el razonamiento ético y legal, que hizo de Habermas un filósofo de referencia, y algunos excursos históricos y emocionales, su artículo intenta justificar la consigna oficial alemana: “Que Ucrania no pierda”. Y busca volverla compatible con un llamado a las negociaciones que deben incluir por supuesto a Estados Unidos y ofrecer, al mismo tiempo, una salida honorable a Rusia. Difícil, pero no imposible, concluye el teórico de la acción comunicativa. Con ello, al menos, se diferencia del denso consenso mediático, político e intelectual vigente en Occidente según el cual hay que seguir esta guerra hasta el final. ¿Qué final?

 

 

 

 

 

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