Gatillo fácil tiene la sociedad

Sobre el uso ilegal de la fuerza letal y el pánico policial

 

A partir de la Resolución 956/2018 del Ministerio de Seguridad que blanqueaba la doctrina Chocobar, nuestras redes sociales estuvieron al rojo vivo. En mi caso también el teléfono, pues me llamaron de varios medios para hablar sobre la misma. Escribí algunas notas que después se propalaron. De modo que no voy a repetir lo que ya está dicho. Me quiero detener ahora en el tono de algunos periodistas que me buscaron para que les dijera lo que estos querían oír: que la policía es la “yuta puta”, es “mala y muy mala”.

Uno de los deportes del periodismo y muchas personas afines es lo que mi amigo Diego “PBT” Paz llama el “indignacionismo moralizante”. Un deporte que practican por igual muchos periodistas de las grandes empresas y algunos periodistas de medios alternativos. ¡Climas de época! Hablamos de “indignacionismo” para nombrar al malhumor cotidiano, hecho de impotencia, que destila queja, enojo frente a determinados actos administrativos que casi siempre terminan volcándose en las redes sociales afines, ese gran universo catártico de autoayuda emocional donde solemos acudir no sólo para darnos manija sino para despotricar contra todo aquello que nos suscita bronca, indignación.

En algunas de esas entrevistas dije algunas cosas que se corrían de los lugares comunes de la militancia, es decir, del universo políticamente correcto. Y que conste que lo que dije no era nuevo, lo había formulado en una charla en el mes de marzo de este año en la Facultad de Trabajo Social organizada por el Colectivo Atrapamuros ante un auditorio que prefirió escuchar antes de opinar, que eligió debatir antes que indignarse.

Dije dos cosas.

          1. que la policía no es asesina.

 

Hay policías que matan, pero eso no convierte a la policía en una institución letal. No estoy con ello desconociendo el gatillo policial, tampoco negando que el uso de la fuerza letal puede ser a veces no sólo una práctica ilegal sino además una práctica regular, un repertorio previo, aprendido, a disposición de las policías, utilizado para planchar un territorio complejo o para sacarse de encima a determinados individuos. Al contrario, sigo pensando que la violencia policial, en tanto relación social asimétrica y situacional, en sus diferentes formas, es violencia rutinizada o performática, organizada según diferentes criterios de selección o victimización, intensidad, dramatización y publicidad. Sigo pensando que no estamos ante errores o excesos. Tampoco es el producto de una elección individual, racional y calculada. Lo que no significa que la voluntad que se ponga en juego sea un elemento que haya que descontar. Pero la violencia policial no se explica en la pasión autoritaria que tenga tal o cual comisario o agente. No estamos frente a un monstruo o un policía desquiciado o fuera de sí. Cuando decimos que se trata de una rutina estamos señalando que el policía es objeto de prácticas que no siempre controla, que le son impuestas por una estructura, de las que no se puede sustraer fácilmente. El problema no es la manzana sino el cajón que las contiene.

Pero la violencia policial no empieza ni termina en el uso letal de la fuerza ilegal. Hay otras formas de violencia ilegales, aunque muchas veces legitimadas por propios y ajenos a las agencias de seguridad, que se practican con mayor regularidad por parte de las policías porque, entre otras cosas, le salen más baratas a la policía. Más baratas quiere decir que tienen menos chances de ser llamadas a rendir cuentas por parte de la justicia y, por tanto, de perder el trabajo y pasar una temporada en la cárcel. Más baratas también porque exponen menos a sus jefes y, por añadidura, al resto de los funcionarios políticos. Más baratas porque los operadores judiciales, encargados de controlar y evaluar sus prácticas, trabajan con una definición restrictiva de violencia, asociando la violencia policial a las agresiones físicas que dejan marcas en el cuerpo, haciendo de esa manera la vista gorda sobre la dimensión expresiva de la violencia, como todas aquellas prácticas que envuelven el hostigamiento: los gritos, los insultos, las provocaciones, las imputaciones falsas, las bromas pesadas y los toques o correctivos.

 

              2. El gatillo fácil

 

Si así llamamos a una forma de justicia excepcional, rápida o veloz, sumarísima, extrajudicial y sin pruebas, tendiente a reproducir relaciones de dominación, entonces podemos concluir que se trata de una práctica muy extendida en la sociedad, sobre todo en determinados sectores. En efecto, se trata de una violencia letal a través de la cual muy distintos actores sociales quieren dirimir algún conflicto buscando al mismo tiempo reproducir desigualdades sociales. Más aún, estamos ante violencias que exceden el carácter instrumental. Una violencia expresiva, toda vez que quiere comunicar algo, e identitaria, porque son insumos morales para componer pertenencias o señalar afinidades.

Como señalaron los compañeros del Colectivo Juguetes Perdidos: “Cada época se da sus guerras y fabrica sus muertos. La ciudad, el barrio, los márgenes, que son más centros que nunca –por lo que se juega en las calles, por ser laboratorios de nuevos dispositivos de seguridad y de nuevos negocios y entramados-, y los pibes y pibas que los patean están reivindicando la muerte. Mutan las formas de vida, también lo hacen las maneras de morir (…) La ausencia de monopolio del mando a escala barrial se traduce en un estado caótico en donde los vueltos andan sueltos por ahí, entran en una economía difusa que circula por el barrio del gatillar fácil”. De allí el nombre del libro ¿Quién lleva la gorra hoy? Se engorran los vecinos y se engorran también los pibes: “Gatillar es fácil”. Cuando las armas se distribuyen en los barrios, cuando la cultura de las armas se asocia a la virilidad y a la seguridad, las broncas y picas que antes se dirimían a los gritos o a las piñas ahora se saldan a los tiros.

De modo que el gatillo fácil no es solamente una marca registrada de la policía. Empezó siendo una práctica policial pero hoy día, en un contexto de aumento de las violencias sociales, se ha ido extendiendo. Una expansión que acompaña el crecimiento del mercado formal y negro de armas en la Argentina que, dicho sea de paso, está organizado por las propias fuerzas de seguridad. Tal vez, como vienen señalando desde hace tiempo Ileana Arduino y Eugenia Cozzi, habría que explorar el vínculo que existe entre el uso de la violencia letal y el mercado de armas.

Mientras tanto, si miramos el problema a través de las estadísticas veremos que el gatillo fácil dejó de ser una rutina policial para transformarse en un repertorio de acción que utilizan por igual policías, vecinos adultos, parejas violentas y los jóvenes de algunos barrios. Tomemos, por ejemplo, las cifras elaboradas por el Instituto de Investigaciones de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, una iniciativa del ex juez Eugenio Zaffaroni que fue discontinuada actualmente. Allí se puede ver que en el año 2013 en CABA hubo 167 víctimas de homicidios dolosos (lo que representa 6,08 homicidios cada 100.000 habitantes, sobre un total de población: 2.890.151). Si se distribuyen esas muertes según el móvil del crimen se puede constatar que el 44% fue por riña/ajuste/venganza (78 casos); 22% desconocido (38 casos); el 14% se produjeron en ocasión de robo (25 casos); 7% fueron consecuencia de la violencia o conflictos intrafamiliares (12 casos); 6% otros (11 casos); 4% legítima defensa (7 casos) y 3% intervención policial (5 casos).

Si tomamos cifras del Área Metropolitana de la Provincia de Buenos Aires, por ejemplo, las del año 2012, vemos que hubo 789 víctimas por homicidios dolosos (lo que representa 7,66 homicidios cada 100.000 habitantes, sobre un total de población 10.302.907). Según el móvil del crimen las cifras se distribuyen de la siguiente manera: el 41,57% riña/ajuste/venganza (328 casos); 19,39% robo (153 casos); 12,93% violencia/conflicto intrafamiliar (101 casos); 9,63% legítima defensa (76 casos); 8,75% desconocido (69 casos); 5,07% otros (40 casos); y 2,66% intervención policial (21 casos).

Si miramos más fino, haciendo foco en el distrito del conurbano más importante, como es La Matanza, con una población de 1.775.818 habitantes, observamos que en el 2012 hubo 166 víctimas de homicidios dolosos (lo que representa 9,34 homicidios cada 100 mil habitantes). Y si distribuimos las cifras según el móvil del crimen identificado por la justicia vemos que el 48% se produjo en casos de riña/ajuste/venganza (79 casos); 20% en ocasión de robo (34 casos); el 12% fue producto de la violencia/conflicto intrafamiliar (20 casos); 22% desconocido (38 casos); 8% legítima defensa (13 casos); 2% otros (3 casos) y el 2% producto de la intervención policial (4 casos).

Lo que podemos ver, entonces, es que los homicidios dolosos no se los lleva la policía sino los vecinos alertas, los maridos y novios violentos, las peleas entre pibes en los barrios. Ni siquiera se las llevan los famosos “jóvenes en conflicto con la ley penal” que tanto preocupan a muchos voceros de la vecinocracia. Significa que los casos de gatillo fácil son reiterados pero están lejos de la imagen de leviatán que solemos utilizar para representarnos a la policía.

Tomemos ahora el informe de 2016 confeccionado por el CELS para mirar la violencia letal en las últimas dos décadas. Allí se puede ver que “la cantidad de personas muertas en hechos de violencia con participación de funcionarios de fuerza de seguridad en el Área Metropolitana de Buenos Aires” es inferior a las personas muertas en manos de particulares. También se puede constatar que la cifra de muertes de la década de los '90 es muy superior a la de la última década. En el 2002 hubo un pico de 107 casos pero a partir del 2004 la cifra desciende para amesetarse por debajo de las cifras de la década anterior. Persiste un núcleo duro de muertes que, está visto, el Estado no ha podido reducir, pero eso no quita reconocer que es inferior a las muertes protagonizadas por los particulares en la misma década.

 

 

Con todo, eso no significa tampoco que estemos restando importancia a la violencia policial, no implica afirmar que el uso de la fuerza letal sea un problema menor y, mucho menos, que estemos señalando que aquellos homicidios agravados por su status de funcionario público no haya que reprochárselos a sus autores, ni buscar las respectivas responsabilidades políticas. Pero estas son las cifras que tenemos ahora y las que habremos de utilizar en un futuro cercano para compararlas y evaluar el impacto de las declaraciones de la Ministra Bullrich en el uso ilegal de la fuerza letal. Tenemos razones para manifestar nuestras sospechas y discutir las declaraciones de la ministra y otros funcionarios. Más aun cuando después de frases como “la mejor policía del mundo” y “hay que meter bala a los delincuentes” la violencia policial se disparó. No creo que haya aumentado por las declaraciones vertidas por los gobernadores Duhalde o Ruckauf, pero semejantes palabras constituyen otro factor que hay que tener presente al lado de otros factores para comprender la expansión de la violencia policial durante el 2000.

Recapitulemos lo dicho hasta acá:

 

El policía sabe o le conviene saber

  • cómo tiene que usar la violencia letal y no letal, que hay protocolos adecuados a los estándares legales previstos en la Constitución, el Código Penal y disposiciones de las Naciones Unidas;
  • que hay un montón de organismos de derechos humanos y agencias de noticias que están siguiendo de cerca sus pasos;
  • que tiene serias chances de ser llamado a rendir cuentas frente a la justicia, compuesta por jueces que no siempre escriben la misma sentencia, que no utilizan los mismos criterios de interpretación, no tienen la misma sensibilidad;
  • que será objeto de sumarios o controles internos;
  • que es un fusible que, a la primera de cambio, saltará por los aires y no habrá obediencia debida que lo rescate, ni familia policial que lo ampare;
  • que la actividad policial está siendo sembrada de pistas falsas a través, por ejemplo, de la doctrina Chocobar. Como me señala un colega: “Lo importante es entender que la policía tiene una voz y una capacidad de análisis de contextos propias, que no es sólo un botín del márketing”;
  • que le sale más barato usar otras formas de violencia policial, por ejemplo el hostigamiento o verdugueo, porque los costos son muy menores respecto al uso del empleo efectivo de armas de fuego letal. Otras formas utilizadas por las policías son el armado de causas y las palizas en la comisaría.

 

Insisto para que no haya equívocos: eso no quiere decir que la violencia policial a través del uso letal de armas de fuego no sea un problema que haya que abordar o que tengamos que desagendarlo de nuestras militancias. No estamos diciendo tampoco que no sea una práctica sistemática de las policías. Pero decir práctica sistemática no quiere decir que se emplee con regularidad. Sigue siendo una práctica excepcional toda vez que la policía usa, como se dijo recién, otras formas de violencia. Pero tampoco estamos sosteniendo que haya que disculpar a los policías, que no tengamos que reprochar judicialmente estas acciones violentas. A quien llegue a semejantes conclusiones le pedimos que comience a leer otra vez la nota y ponga mayor voluntad para entender. Estamos diciendo que hay que pensar la violencia policial al lado de otras violencias policiales, y pensar también estas violencias policiales al lado de otras violencias sociales, muchas veces alentadas por las distintas formas de violencia policial.

Necesitamos nuevas palabras, crear otras categorías para nombrar lo innombrable, aquello que todavía si no resulta invisible no tiene la visibilidad que necesita. Existe mucha pereza teórica y prueba de ello es cuando magnificamos los problemas con generalizaciones como las que acabamos de mencionar.

Termino: queremos pensar la letalidad policial al lado de otras violencias letales para saber la magnitud de los problemas que tenemos en frente, con los que nos medimos cotidianamente. No para postular “cadenas de violencia” sino para evitar sobre-representar la violencia policial, para no hacer de la violencia policial otro pánico moral: para no contribuir con más representaciones desproporcionadas de la realidad. Porque el pánico moral, está visto, lo practican los grandes medios de comunicación pero también algunas organizaciones del campo de la izquierda progresista o revolucionaria. Cuando eso sucede, no sólo ponemos los problemas en un lugar donde no se encuentra sino que contribuimos a inspirar temor. Sabemos que un problema mal planteado puede ser una pregunta sin respuesta, pero además sabemos que cuando cunde el miedo se dispara el pesimismo y reemplazamos la falta de acción con el indignacionismo.

 

*Docente e investigador de la UNQ. Director del Laboratorio de Estudios Sociales 
y Culturales sobre violencias urbanas (LESyC-UNQ) y miembro del CIAJ. 
Autor de Temor y control y La máquina de la inseguridad.

 

Las imágenes pertenecen a la artista de Buenos Aires Ivana Martínez Vollaro.

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