Giro en descubierto

La derecha argentina debe desatar una fuerte represión si hace lo que dice

 

En el proceso de la acumulación de capital –entendido a guisa de eje clave alrededor del cual gira la reproducción de la vida material del país–, en los años que van desde mediados de 2003 hasta 2015, operó (con buen talante) un intento de revertir la tendencia de fondo hacia la nada misma que también en ese ítem, cuya importancia decisiva nunca está de más resaltar, impuso la dictadura genocida a partir de marzo de 1976. Tras la pausa, retomó fuerte su dirección de antaño, puesto que las diferentes ecuaciones políticas que le han sucedido –por razones encontradas y diversas– no marcharon en dirección de consolidar la superación del sesgo de irse a los caños. La paráfrasis de unos lúcidos versos de Antonio Machado lleva a expresar que la raigambre de la economía política de la masacre no encuentra su justificación ni en el ayer ni en el mañana, sino en lo que nunca debió ser en la cepa argentina.

Pero en ese antes y este ahora, el soslayo –y hasta el desdén, con inconfundible olor a derecha rancia– de las necesidades más profundas de la nación para hacer de este territorio una democracia integrada en la que el atraso del subdesarrollo sea un recuerdo amargo, pero recuerdo al fin y al cabo, encontró su coartada en la ideología (falsa conciencia) imperante, que se alimentó del clima de la Guerra Fría y continuó por inercia nutriéndose de ese menú, cuando hace poco más de tres décadas el enfrentamiento Este-Oeste pasó a revistar en las filas del pasado efímero.

A la crisis argentina de la actualidad, además de los problemas objetivos que definen la coyuntura como tal –los de la balanza de pagos y los de la distribución del ingreso, amén de las rémoras en la sustitución de importaciones, en medio de los cimbronazos de la economía ecuménica–, se le suman los de la argamasa ideológica global, que muestra signos de agotamiento bastante marcados. Hacer lo acostumbrado (abatir los ingresos de las mayorías), con serias dificultades para argumentar la legitimidad de tal proceder –dado que la descomposición de la ideología en el plano mundial inevitablemente se refleja en el ambiente criollo, que por su hibridez no puede jugarla de otra cosa que no sea la de chinchorro–, alienta a sospechar que el prospecto es de una situación política que por su propia naturaleza emane intemperancia.

Howard Schultz, el mandamás de Starbucks, constituye una buena muestra del desleimiento de la ideología de la globalización en el núcleo de la economía capitalista. El multifacético Andrew Ross Sorkin lo entrevistó en Washington D.C. el jueves 8 de junio, en una conferencia pública en el ámbito del foro de política DealBook del New York Times. Para Sorkin, la importancia en conversar con Schultz estriba en que la corporación bajo su mando es un “microcosmos de los problemas más serios que enfrenta el mundo de los negocios en la actualidad”. El resumen editado de esa conversación fue publicado en la letter DealBook el 11 de este mes.

La cosa está tan caldeada para las corporaciones que Schultz volvió en abril al timón de la cafetería luego de haberse retirado hace seis años. Schultz dice que regresó “para reinventar el papel y la responsabilidad de una empresa que cotiza en la Bolsa, en un momento en el cual hay un cambio cultural y político con respecto a la crisis del capitalismo: las necesidades y los requerimientos del empleado en una empresa en la actualidad. No quiero ser crítico, pero tengo que ser honesto, el gobierno de muchas maneras ha dejado atrás a la gente. Si llamás a miles de personas que hoy están trabajando por un sueldo y les preguntás sobre la movilidad económica y específicamente sobre lo que promete el país, en su mayoría van a decir que no está disponible para ellos”.

El hecho que Starbucks tenga 6.000 cafeterías en China seguramente condiciona la opinión de Schultz acerca de la relación de los Estados Unidos con los pandas. El CEO entiende que “Rusia es un enemigo de los Estados Unidos, punto final. China, en mi opinión, es un competidor feroz. El hecho de que China y los Estados Unidos hagan ruido de sables de un lado a otro en términos de nuestra diplomacia es muy poco saludable. Está muy en contra de lo que el mundo necesita”. La percepción voluntarista del cuadro geopolítico que hace Schultz se extiende a la principal tarea que se impuso al regresar, que es la encuadrar el creciente malestar de los empleados de la corporación. La misma se resiste a la sindicalización, una tendencia que corre como reguero de pólvora en todos los Estados Unidos.

Si bien entiende que “el problema arrollador en el país es que las empresas no están haciendo lo suficiente y las empresas son el enemigo”, Schultz no cree que los sindicatos deban “liderar a nuestra gente. Y así estamos en una batalla por los corazones y las mentes de nuestra gente”. Trata de atenuar su punto de vista afirmando que ha “dicho públicamente que no soy anti-sindical, pero la historia de los sindicatos se basa en el hecho de que las empresas en los años '40, '50 y '60 abusaron de su gente. No estamos en un negocio de minería de carbón; no estamos abusando de nuestra gente”.

 

 

No pasa nada

En tanto, la derecha argentina sigue como si tal cosa. El clima ideológico mundial, de donde consuetudinariamente abreva para justificar que su comportamiento está cambiando, evidentemente no le hace efecto. Continúa con su sanata sobre la flexibilización laboral, anunciando que si en 2023 esa coalición gana las presidenciales (de lo que están cada vez más convencidos, y no son los únicos) se moverán más rápidos y decididos que nunca para lograr, según alardean, un mercado laboral del siglo XXI. Lo que vociferan al respecto hace suponer que los ambientes descriptos por Charles Dickens en la lóbrega Londres de la revolución industrial devienen agradables en la comparación. Nunca hay que subestimar la capacidad de daño de los gorilas argentinos, aun en la previsible circunstancia de que la atmósfera cultural deslegitime su proceder.

Tampoco su desorientación global. Por caso, el librecambismo de la derecha argentina se niega a registrar que la 12° reunión ministerial de la Organización Mundial de Comercio (la última fue en Buenos Aires en 2017) reunida en Ginebra entre el 12 y el 16 de junio –luego de ser aplazada dos veces por la pandemia–, concluyó, como la anterior, casi sin ningún avance. En verdad, con unos cuantos retrocesos para certificar que el mercantilismo de siempre ni la careta ya soporta. En la medida que la no tan derecha le proponga algo interesante al país, el descuelgue de estos conservadores –que no parecen poder superar– los convertirá en calabazas.

Al mirar la economía mundial y ver que esta transcurre enredada en situaciones que se vuelven cada vez más ríspidas, las que son moneda corriente en las noticias, se confirma la previsibilidad tanto del desenlace que la derecha descolgada se encamina hacia la radicalización, por carecer de respuestas sensatas para estos desafíos, como la de la ampliación del espacio de maniobra de las mayorías nacionales. En la enumeración cardinal afloran:

• La inflación en alza;

• La crisis alimentaria;

• Las deudas externas de la periferia creciendo mucho más que sus saldos del comercio exterior, mientras las tasas de interés de referencia global escalan por razones de política antinflacionaria, augurando –al combinar los tres hechos— una profundización de las crisis ya en marcha de las deudas externas de la periferia;

• La retranca de las barreras comerciales;

• El despelote energético global por Ucrania-Rusia;

• Joe Biden —y el Papa ahora también— hablando de la Tercera Guerra Mundial.

 

Estás contradicciones sobrepasan la capacidad de la falsa conciencia de apaciguar espíritus a la espera del mejor de los mundos posibles, según revelan una tras otra las encuestas de opinión, tanto en el centro como en la periferia, y el avance de los ultras en las dos geografías. Esa falsa conciencia está basada y centrada en el individualismo metodológico. La clave de este enfoque es afirmar que las personas se comportan como agentes libres, de manera autónoma, y que la estructurara social no cumple ningún rol en ese impulso inicial. ¿De los seres humanos como animales sociales? Bien, gracias. Bienvenidos a la isla de Robinson Crusoe. Lo inesperado no es que el individualismo metodológico se deshilache frente a la exacerbación de las contradicciones de la acumulación a escala mundial. Lo que resulta increíble y causa perplejidad –aún en un mar calmo— es que con un plexo tan débil, los individualistas metodológicos y sus robinsonadas hayan terminado imperando años en la cultura de Occidente y pesado tanto en el dictado de la dinámica de la superestructura. Y pasada la crisis, nada asegura que no vuelvan al trono.

 

 

 

Keynes, el renegado

La realidad es que hablaban en individualismo metodológico, pero nunca dejaron de hacer keynesianismo, aunque este fuera de un tipo reñido con el interés de los trabajadores. Sentían la necesidad de la cobertura ideológica porque el keynesianismo, aplicado sin el ropaje que lo desmintiera, trasmitía la peligrosa idea de que al fin y al cabo la planificación era una cosa bastante sensata. Eso era y es imposible de digerir para los partidarios de la libre empresa. El hecho crucial es que en la dinámica de la economía planificada es el consumo de mañana el que determina la inversión de hoy, mientras que en la de mercado, es el consumo de ayer. La diferencia es que el consumo de mañana uno lo puede proyectar, mientras que el de ayer debe de haber existido.

Uno de los inventores de las “expectativas racionales”, Robert Lucas, decía en 1979 (más tarde sería premio Nobel de Economía) –en una conferencia que dio de la Escuela de Graduados de Chicago, titulada justamente “La muerte de la economía keynesiana”– que “uno no puede encontrar buenos economistas de menos de cuarenta años que se identifiquen a sí mismos o a su trabajo como ‘keynesianos’. De hecho, la gente incluso se ofende si se les llama ‘keynesianos’. En los seminarios de investigación, la gente ya no se toma en serio la teoría keynesiana; la audiencia comienza a susurrar y reírse unos a otros”. Otro importante economista neoclásico, Martin Feldstein, por la misma época escribía en un artículo titulado “La retirada de la economía keynesiana”, que “el efecto más directo del pensamiento keynesiano ha sido retardar el proceso de formación de capital. Los propios escritos de Keynes mostraron no sólo una falta de interés en los beneficios potenciales de la acumulación de capital, sino también un miedo absoluto al ahorro excesivo”.

Si uno pregunta qué política económica sigue los lineamientos de las expectativas racionales, la respuesta más frecuente será que ninguna. Puro verso reaccionario. Lo de Feldstein es más operativo al recusar la idea de que la inversión es una función creciente del consumo. Es de una lógica cartesiana. Menos nosotros consumimos, más nosotros ahorramos e invertimos. Inversión y consumo son las dos utilizaciones concurrentes de un agregado dado: el producto social. El problema es que el sistema es cualquier cosa menos cartesiano: está afectado de una contradicción fundamental entre el poder y el querer invertir. Si el primero varía efectivamente en razón inversa del consumo final, el segundo es co-extensivo con este último. Bajo estas condiciones, intentar estimular la inversión, o simplemente mantenerla a igual ritmo en el mismo momento en que el consumo final declina o simplemente se estanca, y sean cuales fueran los medios audaces empleados, resulta ser tan utópico como la cuadratura del círculo. Es ese, por otra parte, el sueño secular no realizado (por imposible) del capitalismo: maximizar la acumulación sin aumentar los salarios.

 

 

Renato Descartes: ahorro, luego no existo.

 

 

Así fue como Lucas, Feldstein y compañía abrieron la fábrica de los sueños del capitalismo. Ahora que el sistema enfrenta las contradicciones que resume una tasa de inflación global soliviantada y que se nos recuerda la medicina dura que Paul Volcker aplicó en 1980 –en situaciones, si se quiere, similares–, lo paradójico es que antes y ahora, en la farmacopea del capitalismo, el único remedio disponible que preserva el equilibrio socio-político (asunto capital siempre, ahora urgente ante el avance de los ultraderechistas) es el purgante keynesiano. En 1985, las tasas de interés norteamericanas habían caído de manera importante y el hasta entonces muy revaluado dólar fue devaluándose a su ritmo. En el ínterin, lo que se afamaba como política monetaria restrictiva en realidad era bastante laxa, si se recuerda que la Reserva Federal norteamericana (Fed) finalmente dejó de reaccionar contra el dinero en los bolsillos de los ciudadanos y en las cuentas corrientes de los bancos, demoliendo sucesivamente todos los techos que se había autoimpuesto y creciendo la cantidad de dinero a un 12% al año, porcentaje que pareció respetable incluso para la mirada de los partidarios más osados de los estímulos.

Mientras tanto, su entonces presidente, el citado Volcker, con fama de monetarista de lo más intransigente, fue más lejos que el propio Keynes. Explicó calmo que, después de todo, la recuperación económica no fue –como se pensaba anteriormente– incompatible con una disminución de la tasa de inflación, en vista del potencial del reservorio de la capacidad instalada no utilizada dentro de las empresas y la baja de los costos unitarios, consecutiva a su utilización. Y así fue como el discurso sobre la inflación se fue debilitando de manera imperceptible. El riesgo de una desaceleración del crecimiento se fue afirmando, hasta el día en que la Fed pegó el salto a fines de 1985 y por nueve votos contra uno, su directorio decidió que el objetivo de un crecimiento conveniente primaba, en las condiciones por las que atravesaban, sobre la lucha contra la inflación.

Eso sí: Ronald Reagan a partir de 1980, y luego de que Volcker prendiera la aspiradora de dólares de todo el mundo subiendo a niveles inéditos la tasa de interés –financiando así el avance norteamericano con los quebrantos del resto–, sostuvo el nivel de empleo con el gasto atizado por enormes déficits fiscales. En 1988, el retrucado por los hechos Feldstein escribía que Keynes era el “escritor académico” que, sin saberlo, inspiró la década de déficits presupuestarios de Ronald Reagan, y Lucas acudió a Lenin para explicar el endeudamiento externo hecho añicos de la periferia. Curioso.

La coraza ideológica anti-keynesiana con la que funcionaba la acumulación a escala mundial, en verdad se trató siempre de una engañifa para racionalizar el ataque al bienestar de los trabajadores. Un keynesianismo atenuado y abjurado fue lo que se practicó (no queda otra), mientras el imperialismo recaía innecesariamente en colocar capital en la periferia, particularmente en China. En todo el recorrido de esta tramoya, el gasto público (como porcentaje del PIB) no sólo no bajó, sino que subió en los países desarrollados, aunque se aplicaran a debilitar las capacidades regulatorias del Leviatán. A esa trama, como a todo gazapo, desde hace un tiempo a esta parte –y más después de la pandemia–, sus patas cortas ya no le dan para alcanzar la velocidad adecuada a la lucha de clases.

Se abre una serie de alternativas: o la derecha global acierta con otro diseño ideológico que mitigue el grado de violencia que implica para el poder girar en descubierto sin la máscara o, con o sin coraza, aceptan pactar la salida con los trabajadores y se aclara y disipa la oscura perspectiva que prometía el autoritarismo fascista, o esto último se impone para superar la crisis. Aquí y ahora todo indica que la historia está a Dios rogando y con el mazo dando.

La derecha argentina parece no estar consciente de esta situación y estos dilemas globales. Sus manifestaciones sugieren que no han tomado la mínima nota de la cantidad de palos que van a tener que repartir si en estas circunstancias quieren alcanzar las metas que enuncian. Como en las cosas del querer, se encaminan a ser los últimos en enterarse. Suele pasar.

 

 

 

 

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