Toto, el Soberano

Caputo reconoce que el financiamiento externo no llega y apuesta a exprimir los dólares internos

Imagen generada con IA. Fuente: blog Marcelo Falak.

 

El ministro de Economía eligió una frase corta para decir algo grande. Dijo que la Argentina tenía que dejar de depender de Wall Street. No fue un exabrupto. Tampoco una herejía ideológica. Fue, más bien, una confesión involuntaria.

La frase de Luis Caputo cayó como una piedra en el centro del esquema libertario. Porque el modelo se había construido, precisamente, sobre la promesa inversa: volver al mercado voluntario de deuda, recuperar la confianza de los fondos, normalizar la relación con los bancos de inversión y financiar la transición con dólares frescos del exterior. Esa era la hoja de ruta. Eso se decía en público. Y eso se repetía en privado.

Pero algo se trabó.

La Argentina no volvió a Wall Street. Y Wall Street tampoco volvió a la Argentina. No por falta de entusiasmo, sino por razones terrenales. Los fondos miran reservas. Miran vencimientos. Miran juicios con sentencia firme. Miran la cuenta corriente. Y miran, también, la capacidad política de sostener un ajuste prolongado con una economía que no crece.

Ahí aparece la frase de Caputo como síntoma. Cuando dice que no hay que depender de Wall Street, no está formulando una estrategia de desarrollo nacional. Está reconociendo una restricción concreta. El financiamiento externo no llega. Y cuando no llega, hay que buscar los dólares en otro lado.

Ese “otro lado” tiene una larga historia en la Argentina, donde los dólares no desaparecen: se esconden. Se adelantan exportaciones. Se sobrefacturan importaciones. Se giran utilidades. Se compran pasajes. Se atesoran.

El sistema cuenta con dólares privados en abundancia: las tenencias de divisas en poder de los argentinos. El conflicto es quién los pone y quién se los lleva. Ese es el trasfondo real de la discusión. No es Estado versus mercado. Es capital contra capital. Una pelea intracapital por un recurso en disputa. Todos lo quieren. Nadie quiere resignarlo.

“Me dijeron, no sé si es cierto, que hay unos 200.000 millones de dólares que la gente guarda debajo del colchón y que nadie sabe bien dónde están. Si ese dinero saliera y se pusiera a trabajar para la Argentina, imaginemos cómo se vería el país”, dijo la titular del FMI.

Lo que Kristalina Georgieva pareció desconocer es que la fuga de divisas no es un número random, sino que parte de informes oficiales. Según los últimos datos del Indec, la formación de activos externos alcanzó los 271.247 millones de dólares a fines de 2024. Pero la cifra es mucho mayor, al contabilizar los fondos no declarados. La fuga de capitales al exterior más que triplicó el valor del déficit fiscal en los últimos veinte años, según afirma un informe de Cifra publicado en abril de 2024.

Los acreedores externos quieren que los dólares queden en el Banco Central para cobrar. El capital local quiere que estén baratos para girarlos, gastarlos o sacarlos.

Durante meses, la estrategia fue clara: dólar planchado, tasas altas en pesos y promesa de acceso al crédito externo. El mensaje era para los locales. Aguanten. Ya vienen los dólares.

El problema es que no vinieron. Y mientras tanto, los vencimientos llegaron. Sólo en enero se concentran pagos de deuda por 4.500 millones de dólares entre bonos, cupones y organismos internacionales. Las cuentas no cierran. Por eso el riesgo país no termina de ceder.

En ese contexto, decir que no hay que depender de Wall Street es admitir que la vía externa está cerrada, al menos por ahora. Y que el plan B pasó a ser el plan A: exprimir los dólares internos.

Ahí aparecen los incentivos al blanqueo. La apelación al “dólar colchón”. La contención artificial del dólar financiero con bonos públicos. El uso de activos del Estado para disciplinar precios. Todo forma parte del mismo movimiento. Mantener el dólar bajo para que los dólares privados sigan circulando… y saliendo. Aunque eso complique la acumulación de reservas.

La cruzada independentista de Toto llega después de una larga peregrinación por lo templos del crédito global. Un acto de soberanía por descarte.

 

Haz lo que yo digo

Caputo necesita dólares como causa nacional. El detalle es que él no predica con lo suyo. Sus dólares no vuelven. Están afuera. Y una parte importante, en guaridas fiscales.

Los números aparecen en su última declaración jurada ante la Oficina Anticorrupción. En un año, Caputo pasó de declarar 3.054.433 dólares a fines de 2023 a 5.753.246 al cierre de 2024. Su patrimonio creció en 2,7 millones de dólares en un año. Un saltó del 89%.

Y no se queda ahí: también declaró acciones por 1.870 millones de pesos en Ancora Investments (radicada fuera del país, aunque la declaración no precisa dónde). Sumando depósitos y esa participación, computa 7.807.000 de dólares en el exterior.

El dato más filoso no es la cantidad, sino el destino. Esos dólares están repartidos en nueve cuentas en el exterior. Siete están en la Isla de Man, un territorio de la órbita británica que funciona como plaza offshore.

Una guarida fiscal no es un accidente del sistema. Es una pieza central de su arquitectura. Son territorios diseñados para blindar capitales ofreciendo tres ventajas clave: impuestos bajos o nulos, secreto sobre los verdaderos dueños del dinero y reglas hechas a medida para mover fondos sin ser detectados. No producen. No innovan. Absorben. Funcionan como cajas fuertes del capitalismo global.

Desde una perspectiva política, no moral, las guaridas fiscales atentan directamente contra el Estado. Le quitan recursos. Le vacían la base tributaria. Le erosionan la capacidad de regular, redistribuir y planificar. Cada dólar que se esconde en una guarida es un dólar que no financia escuelas, hospitales, infraestructura o ciencia. No es neutralidad fiscal: es desfinanciamiento activo.

Además, fueron vehículos indispensables para la construcción del poder de las grandes corporaciones. Las multinacionales no crecieron por eficiencia o innovación. Crecieron porque pudieron fragmentar su contabilidad, trasladar utilidades, esconder ganancias y fundamentalmente arbitrar entre Estados. Sin guaridas, la concentración de riqueza global habría chocado contra límites mucho más estrictos.

En ese mapa aparece la Isla de Man. No es una isla pintoresca del Mar de Irlanda. Es una dependencia de la Corona británica que combina seguridad jurídica premium con un régimen fiscal extremadamente laxo. No cobra impuestos a las ganancias de capital, ni al patrimonio, ni a las herencias. Para la mayoría de las empresas, el impuesto corporativo es del 0%. Ofrece trusts, fundaciones y vehículos financieros que dificultan identificar al beneficiario final. En síntesis: un refugio diseñado para que el dinero no deje huellas.

Por eso se la considera una guarida fiscal. Es un territorio que vive de captar riqueza generada en otros países. No crea valor propio. Se apropia de valor ajeno. Ese es su negocio.

El FMI no desconoce estas jurisdicciones. En sus informes técnicos clasifica a la Isla de Man como centro financiero offshore. Es decir, como una plaza que facilita la movilidad internacional de capitales y la elusión fiscal.

O sea, el Fondo sabe que estas guaridas facilitan la fuga de capitales. Sabe que drenan dólares. Sabe que debilitan a los Estados. Pero convive con ellas porque forman parte del mismo entramado financiero que representa. El FMI reclama ajuste, superávit y disciplina fiscal a los países deudores, mientras el sistema que sostiene permite que los recursos se escapen por arriba.

La filtración conocida como Paradise Papers muestra que Caputo no es un actor marginal en este esquema. En esos documentos, investigados por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ), Caputo figura como administrador y figura clave de estructuras offshore ligadas a fondos de inversión radicados en paraísos fiscales, particularmente en las Islas Caimán y en Delaware. El corazón del esquema fue Noctua Partners, una gestora de fondos creada antes de su desembarco en la función pública argentina, dedicada a administrar capitales de alto patrimonio a través de vehículos financieros registrados fuera del país.

Al convertirse primero en secretario de Finanzas y luego en ministro, esas estructuras offshore no figuraban en sus declaraciones juradas patrimoniales presentadas ante la Oficina Anticorrupción. La omisión no fue un tecnicismo: la normativa argentina obliga a declarar participaciones, cargos y vínculos relevantes en sociedades, incluso cuando están radicadas en el exterior.

Cuando la filtración salió a la luz en 2017, Caputo ensayó una defensa conocida: sostuvo que había dejado de tener vinculación con esos fondos antes de asumir funciones públicas y que no existía incompatibilidad legal. El problema es que los documentos de Paradise Papers mostraban una frontera borrosa entre el antes y el después, con estructuras que seguían operativas y fondos que continuaban funcionando bajo los mismos esquemas que él había administrado.

Los Paradise Papers colocaron a Caputo en una escena más amplia: la de una élite financiera global que piensa el capital sin territorio, sin Estado y sin obligaciones fiscales, pero que al mismo tiempo necesita de Estados endeudados, regulaciones a medida y funcionarios “con experiencia de mercado” para hacer negocios. En ese espejo, la figura de Caputo dejó de ser la de un técnico aislado y pasó a encarnar un modelo.

 

Con el fusil en la mano

Cuando Toto dice que quiere “dejar de depender de Wall Street”, conviene mirar de dónde piensa sacar la plata. Y Caputo encontró un atajo doméstico: financiarse con el FAL, el Fondo de Asistencia Laboral, una herramienta incluida en el proyecto de modernización laboral.

La corriente de abogados laboralistas 7 de Julio lo miró desde el llano y lo bautizó: “FALO”, con “O” al final, “porque es obligatorio”.

El Fondo de Asistencia Laboral (FAL) se arma con aportes mensuales que hacen las empresas. Esa plata no se usa automáticamente para pagar indemnizaciones. Al contrario. Mientras no haya despidos que cubrir, el fondo queda disponible.

La ley y la reglamentación habilitan que esos recursos se coloquen en instrumentos del mercado de capitales. Bonos. Letras. Fondos comunes. Papeles financieros. Es decir: se pueden timbear.

Mientras no se usen para indemnizaciones, esos fondos no están quietos. Circulan. Buscan rendimiento. Entran y salen del mercado financiero. Y eso tiene un efecto concreto: le dan volumen y liquidez al mercado de capitales local.

Por eso al ministro le interesa tanto. Porque sin Wall Street, necesita jugadores grandes adentro. Y el FAL crea uno nuevo, con plata que antes iba a jubilaciones y ahora entra a la timba financiera doméstica.

El proyecto establece una contribución mensual obligatoria del 3% de las remuneraciones, calculada sobre la misma base que se usa para las contribuciones patronales con destino al SIPA (jubilaciones). Y, a la vez, deja explícito que el invento no modifica la carga total: lo que hace es redirigir. Son aportes que antes iban a jubilaciones.

El FAL desplaza recursos desde un esquema solidario (SIPA) hacia una arquitectura mediada por administradores financieros. No se llena con aportes nuevos. Se llena con plata que antes iba al sistema previsional.

La Argentina ya recorrió este camino. Con las AFJP, los aportes jubilatorios no se guardaban para pagar futuras jubilaciones: se invertían en bonos, acciones y otros instrumentos financieros. Mientras el mercado subía, el esquema parecía funcionar. Cuando cayó, los fondos se licuaron.

La discusión se vuelve más nítida si se explica la diferencia entre capitalización y reparto. En un sistema de reparto, los aportes actuales financian prestaciones actuales; el riesgo se socializa y el Estado cumple el rol de garante. En un sistema de capitalización, cada trabajador ahorra y su ingreso futuro depende del rendimiento de esos activos.

El desvío de aportes que hoy financian jubilaciones hacia un fondo que puede ser utilizado para inversiones financieras genera un agujero fiscal estimado en torno al 0,4% del PBI. Ese mismo porcentaje había sido utilizado para cuestionar la moratoria previsional que fue presentada como un gran problema macroeconómico.

Frente a la moratoria, el FMI fijó posición pública y reclamó ajustes. Frente al FAL, hasta ahora, no hubo comunicados ni advertencias. En un caso, los recursos se orientaban a jubilaciones. En el otro, a aliviar costos empresarios y a profundizar el mercado de capitales mediante el uso financiero de los aportes.

 

Gana la banca

El casino financiero está abierto las 24 horas. Se multiplican instrumentos financieros pero hay fichas que desaparecen. La referencia es a uno de los episodios más opacos de la gestión económica actual: el movimiento del oro de las reservas argentinas.

El gremio La Bancaria detectó dos operaciones el 7 y el 28 de junio de 2024 a través de la transportadora Loomis y la aerolínea British Airways. Denunció que el Banco Central de la República Argentina había sacado del país el oro de las reservas sin informar condiciones, destino ni respaldo contractual. La advertencia fue directa: no se estaba discutiendo una estrategia financiera, sino la custodia de un activo público.

El segundo paso fue institucional. La Auditoría General de la Nación pidió acceso a la documentación. Contratos. Convenios. Informes jurídicos. Lo elemental para auditar una operatoria de esa magnitud. La respuesta del Central fue el rechazo. Alegó confidencialidad. Riesgos financieros. Fórmulas amplias. Ninguna prueba concreta.

El propio Banco Central admitió por escrito ante la AGN que durante todo 2024 no existieron contratos registrados por el envío de oro al exterior. Ni ahora ni al cierre del año pasado. No existen.

La admisión fue total. No hubo contratos. No hubo informes jurídicos. No hubo respaldo documental. Una operatoria cercana a los 5.000 millones de dólares quedó sin trazabilidad. El problema deja de ser político económico y pasa a ser penal. Los funcionarios del Banco Central no administran bienes propios. Custodian activos del Estado. La inexistencia de contratos no es una desprolijidad. Es un indicio concreto de existencia de delito. Cuando un activo estratégico pierde respaldo documental, la responsabilidad deja de ser institucional y se vuelve personal.

En primera instancia, el Central logró frenar el avance de la Justicia. Pero esta semana la Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal corrigió el rumbo. Fue clara: el acceso a la información pública no depende de la voluntad del funcionario obligado a rendir cuentas. Si el Estado invoca secreto, debe demostrar un daño cierto. No alcanza con mencionar riesgos genéricos.

El oro no es un activo financiero más. Es reserva estratégica. Es respaldo último. Y además juega en primera línea del mercado global: hoy la onza cotiza cerca de los 4.400 dólares, un precio récord histórico. A valores actuales, la operatoria ronda los 4.981 millones de dólares. Demasiado grande para el sigilo. Demasiado sensible para moverse sin papeles.

 

 

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