Gran valor

Invocar o no al valor agregado en el bolero falaz de la política argentina

 

En las distintas fuerzas que configuran el movimiento nacional, valor agregado es casi un lugar común. Entre las tribus de la derecha que habitan en el arco opositor, suena hasta lógico que nunca propongan aumentar el valor agregado —entendido según el sentido común imperante— como criterio por considerar para la buena marcha del país. Si tras ello hay una mejora en el ingreso de los argentinos, al ser el partido por los bajos salarios, va contra uno de sus principales objetivos y —a su vez— identidad constitutiva. Cuestiones doctrinarias a un lado: de momento, están enfrascados en ganar el concurso de quién promete más palos para arribar a un orden político que sería la envidia de Disneylandia. De la inflación endémica, del endeudamiento externo prominente, de la mitad del país en la lona, una travesía hacia el reino mágico —sin escalas— a puro garrote.

Al revisar la definición verdadera de valor agregado, se percibe que hay un importante malentendido en danza, con consecuencias políticas para el movimiento nacional que ameritan ponderarse. Incluso, el extravío en la conceptualización de valor agregado en que cae el sentido común tiene su cuota en el encule que produjo en una parte considerable de la base electoral, la forma y el fondo en que culminó el proceso de las candidaturas presidenciales que van a competir por el módico fervor oficialista en las PASO de agosto.

Cuando se dice que hay que exportar con más valor agregado o que se debe buscar hacer las cosas con más valor agregado, se está abusando de mala manera de la definición del concepto. Y la anfibología denota una seria limitación política que demanda ser superada en función de honrar como se debe a los intereses bien entendidos del movimiento nacional.

Ya la menos refinada enunciación de la categoría valor agregado comienza a indicar dónde es que se le está errando al vizcachazo. El valor agregado resulta de sumar lo que se paga en concepto de salarios, ganancias e impuestos indirectos. Es decir, de la remuneración de los factores de la producción: trabajo, capital y Estado. Decir “valor agregado”, equivale a decir “ingreso bruto interno” (IBI) o “producto interno bruto” (PIB). Huelga tener presente —porque hace al clima de época— que los impuestos indirectos (IVA e Ingresos Brutos) son, a nivel de la contabilidad nacional, excluidos del “PBI a costo de factor” y sumados en el “PBI a precios de mercado”, materializando así las extravagantes ideas de que se puede producir sin Estado, que los impuestos dañan el bienestar. Sacando la grasa ideológica para aclarar este punto en la conceptualización, no hay ningún problema. El IVA e Ingresos Brutos representan un servicio productivo, puesto que los factores de la producción no pueden producir ni funcionar sin pagarlos; y el hecho de que esto sea así a causa del príncipe, no cambia en absoluto las cosas.

Como, ex post, el “valor agregado” generado por el precio de venta es necesariamente igual a la suma de los costos monetarios de los factores de producción, se puede decir que lo que estos últimos “producen” no es finalmente otra cosa que el “valor agregado” y que la remuneración del factor no es más que una parte de este “valor agregado” ganado por el propietario del factor considerado. La igualdad del “valor agregado” con la suma de las remuneraciones de los “servicios productivos” no es una condición de equilibrio, sino una consecuencia lógica necesaria de las definiciones.

Queda claro, entonces, por qué a nadie se le ocurriría apuntar que hay que exportar más producto bruto en tanto las exportaciones se expresen como porcentaje del producto bruto. Si se exporta el 10 % de producto bruto, sería lo mismo que exportar el 10 % de valor agregado bruto. Si exporto el equivalente al 15 % de valor agregado, exporto más cantidad, no más calidad o una mejor calidad, como se pretende con la errónea enunciación “exportar con más valor agregado”. De nuevo, es una medición cuantitativa, no cualitativa.

 

Sin lugar para los inocentes

Pero, sin ninguna consideración a su real significado, el mantra de exportar o producir con más valor agregado se repite y se repite. Ateniéndose a la definición correcta, invocar el crecimiento del valor agregado es lisa y llanamente invocar al crecimiento del producto bruto.

De hecho, como el valor agregado surge de una suma algebraica, esta es compatible con cualquier precio de venta del bien final, no objeta el sentido de la determinación. Sin embargo, la elección de este último presenta efectos importantes. Esto es la variación que implica si va del precio de los factores determinados, primero, al precio de los bienes, después, o al revés: del precio de los bienes determinados, primero, al precio de los factores determinados, después.

Si tomamos las remuneraciones de los factores, no nos queda ninguna otra condición para cumplir. Hay, en efecto, sólo un conjunto de precios que resulta compatible con una combinación dada de remuneraciones. Si se paga tanto de salarios, si la ganancia es tanto y se paga el porcentaje de IVA, la gama de precios al que puede venderse ese producto o servicio es única.

Al contrario, si postulamos que es el precio de los bienes finales el que determina el precio de los factores, nos encontraremos ante una infinita combinación de remuneraciones, todas compatibles con la misma constelación dada por el precio. En tal caso, ¿cómo se determina el nivel del salario? De acuerdo a la productividad del trabajador o su rentabilidad. Como hay quien por hora produzca más y quien por hora menos, se toma el promedio máximo, el que se alcanza cuando la productividad de ningún nuevo trabajador incorporado al plantel lo sube. Este proceso es igual para determinar la remuneración de los otros factores productivos considerados por separado. Tal es la hipótesis de base de los neoclásicos y forma el sentido común del grueso, grueso, de la clase dirigente argentina.

Hecho este importante deslinde, que suele estar soterrado en el debate público y publicado dada su condición de elemento del sentido común, se observa con mayor claridad cuál es la operación ideológica (falsa consciencia) que pretende que un aumento cuantitativo invocando el concepto valor agregado como mito, redunde en una mejora cualitativa en el nivel de vida de los trabajadores. La inocentada es muy seria: es creer que el tipo de producto genera una mejor o una peor remuneración al trabajo. En términos del cualunquismo que corre: industria - altos salarios, actividades primarias - bajos salarios. Como si el trigo, el cobre o el litio tuvieran la propiedad maldita de generar bajos salarios y, en cambio, los robots, los celulares y el bisulfito de gofio, el don benevolente de pagar altos salarios.

Bajo la punta del iceberg de esta discusión está toda la gran diferencia entre las escuelas económicas objetivistas y subjetivas del valor. En criollo llano, para la primera es el precio de los factores (salario-ganancia-impuestos indirectos) el que determina el precio de los bienes finales. Para la subjetiva, es el precio de los bienes finales el que determina el precio de los factores. En la primera, la lucha de clases es de importancia clave para determinar el salario (un precio político anterior a todos los precios) dentro de las fronteras nacionales y desde ahí los precios que resulten. Para la segunda, lo único que hace falta es que un individuo pueda expresar libremente qué bienes desea consumir. Y eso es lo que se producirá.

En esta instancia ya queda claro que, para el abordaje objetivo, los pueblos no son pobres porque producen trigo barato, sino que producen trigo barato (con bajo valor agregado por unidad) porque son pobres. Los bajos salarios determinan bajos precios. Por contraste, para los que se inscriben en el subjetivismo para dar una explicación del valor de las cosas, si por desgracia la especialización de un país se da en un producto cuya demanda determina un precio barato, los salarios resultantes serán bajos. De ello se deduce que la misma variedad de factores debe producir la misma cantidad de producción en todos los países del mundo. En estas condiciones, las ventajas y desventajas comparativas de la Argentina solo pueden ser debido a las cantidades relativas de factores disponibles con relación a las cantidades requeridas para los productos respectivos considerados. Si el mercado mundial demanda litio y el salario de sus operarios inicialmente es más alto en Alemania que acá, es porque entre nosotros el factor trabajo es más abundante. Si dejamos funcionar el librecambio, finalmente, se van a igualar las remuneraciones (subiendo las argentinas, bajando las alemanas) y todos contentos en este mundo feliz neoclásico.

 

El drama

Lástima que ese mundo feliz sólo exista en la cabeza de los neoclásicos y de buena parte de la clase dirigente argentina, dada la incumbencia de ese enfoque en la fabricación del sentido común imperante. En la realidad sucede que en igualdad de condiciones, la única ventaja definitiva que puede presentar un sector productivo sobre otro para la economía nacional es el valor agregado que produce por empleado. Si la política económica no embroma más a lo embromado que está el mercado interno, embarcándose en aventuras librecambistas a la violeta, entonces cabe esperar que, en general y en promedio, la suma de los beneficios se reinvierta, en tanto que la suma del consumo de los hogares resulte más o menos igual a la suma de los salarios realmente pagados. Bajo estas circunstancias queda claro que, desde una perspectiva de muy largo plazo, el nivel de vida de la comunidad depende de los cambios en el componente salarial del ingreso nacional. El componente de ganancia no puede tener ninguna influencia directa. Su maximización solo puede enriquecer a la comunidad de manera indirecta, precisamente a través de la maximización adicional de los ingresos consumibles (ingreso laboral) que puede generar un aumento en la productividad, luego de la reinversión de ingresos no consumibles (aquellos otros diferentes del ingreso del trabajo).

El beneficio ahorrado-reinvertido representa un objetivo para el empresario individual: “acumular para acumular”. Para la sociedad sólo puede ser un medio. El fin es un ingreso que no se puede guardar ni reinvertir. En un sistema de trabajo asalariado, estos ingresos son los salarios. En este sistema y en una perspectiva macroeconómica, el beneficio adicional de hoy solo sirve para producir los salarios adicionales del mañana. De ello se deduce que la magnitud pertinente para medir el nivel económico de una nación no es la relación valor agregado / número de empleados, sino la relación entre el componente primario de este valor agregado, la masa de salarios y el número de empleados.

Ahora, la última relación depende de tres cosas: del nivel de empleo, de la tasa salarial y de la composición orgánica del trabajo, según llamara el economista greco-francés Arghiri Emmanuel a la proporción de trabajo calificado y altamente calificado con relación a la cantidad total. Desde el momento en que se logra el pleno empleo o, en cualquier caso, se determina el nivel de empleo más alto respecto de los estándares históricos, el desempeño económico de la Argentina se expresa por el nivel general de sus salarios y por la estructura de las calificaciones de su mano de obra. Esto es muy evidente, pero asordinado en el sentido común imperante.

El drama de los comprometidos con la suerte de las mayorías, que intuyen que el mundo funciona de otra manera muy diferente a la algarada neoclásica-derechosa, es que quieren desafiarlo con sus mismas armas falsarias y, entonces, días tras día caen en incongruencias, en actitudes culposas, en errores bastantes toscos como querer aumentar el valor agregado (salarios y ganancias) a partir de encontrarse con productos caros, los que para desazón de sus ilusionados impulsores, ipso facto, se convertirán en productos baratos, si son fabricados con salarios bajos. Sin el arma teórica que marque el camino de la superación del subdesarrollo, no hay núcleo político o partido de la transformación. Y ese sí que es un problema político de primera importancia, el gran problema político de fondo que, entre otras cosas, lleva a sospechar que si esos sapos de los candidatos desagradables que deben digerir la mayoría no existieran, habría que inventarlos. No son truenos aislados en un bello atardecer soleado.

Sin ese instrumento político de transformación, el subdesarrollo seguirá siendo el pobre pan nuestro de cada día y el miedo, ese que tan bien retrató Charles Laughton en la película que dirigió en 1955 La noche del cazador, con Robert Mitchum protagonizando un impostor infame de antología, seguirá primando sobre la alegría de vivir. Qué situación de mierda.

 

 

 

 

 

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