Guantanamera

Catorce años para entender cómo funciona la justicia de Washington

 

El último lunes, la prestigiosa revista New Yorker publicó una extensa nota de Ben Taub sobre el vínculo de un carcelero y un prisionero acusado de terrorista.[1]  La historia tiene sede en la base naval estadounidense de Guantánamo, emplazada en territorio ocupado a la República de Cuba. La investigación periodística relata el vínculo entre uno de los cautivos detenidos en esa Base Naval, acusado de formar parte de Al-Qaeda, y un integrante de la Guardia Nacional de Oregon. El detenido es Mohamedou Salahi, un ingeniero eléctrico que fue secuestrado por pedido de la CIA, en Mauritania, su país de origen, en 2002, luego de ser investigado por las autoridades de inteligencia del país africano, a pedido de la CIA. Sin que se logre cumplimentar alguna acusación, fue entregado a los militares estadounidenses, quienes lo trasladaron primero a Jordania y después a Afganistán, territorios donde empezó a sufrir periódicas sesiones de torturas.

Sobre Salahi pendía la sospecha (así se fundamentó su secuestro) de ser uno de los cerebros de los ataques del 11 de septiembre. Tenía 30 años cuando lo detuvieron. Sus credenciales lo mostraban como un brillante ingeniero de la especialidad de electricidad, portador de una inteligencia prodigiosa y antecedentes de haber participado en la guerra contra la Unión Soviética en los años '90, cuando tenía 20 años, por un lapso de pocos meses. A esas referencias se le sumaba el hecho de contar con conocidos y parientes ligados a Al-Qaeda, aunque distanciados de Osama Bin Laden desde el momento que tomó la decisión de atacar Nueva York.

 

Mohammedou Salahi.

 

Luego de su periplo obligado por Asia, Salahi fue depositado en la base naval de Guantánamo, donde se convirtió en el detenido de mayor valor de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. A partir de 2002 se convirtió en el recluso 760, código que remitía al secreto mejor guardado de los servicios de inteligencia militar. Ese pedestal le impedía gozar de las entrevistas de la Cruz Roja e interactuar con el resto de los reclusos. Dos años después de que Salahi llegara a Guantánamo, empezó a ser custodiado, entre otros, por Steve Wood, un joven de 22 años, miembro de la Guardia Nacional de Oregon, a quien le advirtieron en forma reiterada acerca de la infinita peligrosidad del mujaidín de origen mauritano. Los únicos interlocutores de Salahi eran sus custodios y quienes se encargan de llevar a cabo los interrogatorios y las torturas.

La convivencia cotidiana entre Wood y Mohamedou llevó al primero a interesarse en las acusaciones que pendían sobre el detenido, a quien se caracterizaba como “un miembro clave de la red terrorista internacional”, pero sobre quien no se había podido probar ningún crimen desde su llegada a la base naval. La curiosidad de Wood lo llevó a dedicar parte de su tiempo libre a indagar sobre los tenebrosos antecedentes de Salahi y las evidencias que respaldaban las acusaciones. Después de investigar cientos de horas no encontró nada. En un primer momento supuso que la información no debía estar disponible para un simple suboficial como él, o que dichos registros debían estar guardados en archivos residentes en territorio continental de Estados Unidos. Lo único que encontró fueron confesiones contradictorias del propio Salahi arrancadas mediante torturas indescriptibles. De hecho, las propias revelaciones del recluso 760 surgían como discordantes unas con otras, y eran atribuibles a relatos imaginarios ofrecidos con la obvia intención de que cesara la tortura.

Los datos brindados por Salahi, según Wood, aparecían obviamente rebatidos por variadas fuentes fidedignas, fechas inconexas y nombres inexistentes. Sus propios interrogadores, convertidos en verdugos despiadados, compartían su frustración al constatar reiteradamente que las incongruentes versiones de Salahi se explicaban por su desesperación por brindar alguna información que justificara el fin de los vejámenes. Sus confesiones simuladas, sin embargo, le permitieron acceder a artículos de confort como un almohada, jabón, toallas y la posibilidad de escribir en su cuarto de confinamiento.

Wood siguió investigando el caso durante sus días de franco, sin poder descubrir evidencias, vínculos o alguna documentación que lograse relacionar al mauritano con alguna red terrorista. En su estancia en la Bahía de Guantánamo, mientras lo custodiaba, Wood le pedía que recitara parágrafos del Corán y Salahi los repetía tanto en inglés como en árabe. En los años que Wood estuvo destinado en el Caribe, su recluso se transformó en una fuente de aprendizaje e iniciación espiritual. Salahi dialogaba habitualmente de historia y filosofía y su carcelero se asombraba de la educación y la fluidez en el manejo de cuatro idiomas que poseía el mauritano. Cuando Wood abandonó su tarea en la Base Naval de Guantánamo, decidió regresar a Oregon con la decisión de abandonar las ocupaciones militares: sus diálogos con Salahi y lo que había visto en el centro de detención lo habían cambiado. Había vivido una inversión del Síndrome de Estocolmo: el carcelero se había transformado tras su paso por el Caribe.

 

Vigilar y castigar

 

La injusticia originada por las prácticas de detención de Washington socavan los basamentos del sistema internacional de los Derechos Humanos.

 

La base de Guantánamo es alquilada por los Estados Unidos en el marco de un tratado impuesto por Washington desde 1898. Cuba desconoce, desde el triunfo de la Revolución, dicho arrendamiento y exige su devolución. Cada mes, en el marco de una teatralización grotesca, Washington desembolsa un monto de U$S 4800 que el gobierno cubano se niega a recibir, como forma de repudio (y de dignidad) ante la ocupación. Al Pentágono, la extraterritorialidad de la prisión de Guantánamo le permite desconocer las propias leyes de su país, logrando que los reclusos sean juzgados por cortes marciales secretas, con ausencia de defensa y de conocimiento de cargos.

En el año que Wood abandonó la base naval, el Departamento de Estado aceptó nombrar a un fiscal para atender el caso de Salahi. Para ese menester se contrató al teniente coronel Stuart Couch. El militar se dedicó durante dos años a relevar todos los antecedentes existentes que probaban el nexo de Salahi con Al-Qaeda, pero luego de constatar que las acusaciones no guardaban ninguna credibilidad, que las confesiones del preso carecían de verosimilitud y que habían sido obtenidas bajo los efectos de torturas, renunció al caso sin presentar cargos. Adujo, antes de su dimisión, que la causa era un amontonamiento de impericias, negligencias y falacias.

Ese mismo año, como resultado de las presiones impulsadas por organismos de Derechos Humanos, se logró que los detenidos pudieran acceder a la visita de un capellán militar. Para ese tarea fue nombrado el capitán del ejército James Yee, de fe islámica, quien visitó a Salahi en su celda de aislamiento durante un año. Luego de extensos y profundos intercambios, al igual que Wood, Yee empezó a entrever que las acusaciones en contra del recluso 760 eran una suma de arbitrariedades y errores conjugados para legitimar la supuesta eficiencia de las fuerzas armadas estadounidenses, en su lucha contra el terrorismo internacional.

Durante una parte de su cautiverio, a partir de 2005, Salahi, a quien sus captores citaban con el apodo de Almohada, pudo escribir cartas desgarradoras a sus abogadas, Theresa Duncan, Sylvia Royce y Nancy Hollander. En esos escritos relató en forma pormenorizada las condiciones de su encierro, el suplicio cotidiano y las evidencias de su inocencia, en relación a las actividades de Al-Qaeda. La compilación de dichos escritos se transformó en un libro, Diario de Guantánamo, que se publicó en enero de 2015 y se consagró como un éxito de ventas en Estados Unidos y varios países del mundo. La conmoción que produjo su publicación obligó a Washington a liberar a Mohamedou Salahi. El 17 de octubre de 2016, fecha innegable de liberaciones varias, Salahi fue devuelto a Mauritania luego de 14 años de detención, sin que se le acusara formalmente de ningún cargo.

 

Persecuciones neocoloniales

El último miércoles 17 de abril se conmemoró el Día Internacional de los Presos Políticos. En Argentina existen 70 mujeres y varones sometidos a causas fraguadas por la complicidad de agencias de inteligencia nacionales y extranjeras, asociadas a periodistas subordinados a intereses corporativos y sectores de la justicia cooptados por la lógica de la persecución ideológica. Tanto Salahi como Milagro Sala, Julio de Vido, Amado Boudou, Gerardo Ferreyra o Fernando Esteche –y la totalidad de los detenidos gracias a las imbricadas operaciones de los D´Alessio o los Fariña— son víctimas de un sistema que privilegia la fraguada grandilocuencia de una (in)justicia, dispuesta para hacerle creer a la sociedad que cumple con eficacia su misión punitiva. Esa lógica nunca logra comprender por qué irrumpen desde sus propias entrañas los Wood, los Couch o los Yee. Pero permite entrever que el encierro y el terror son algunos de los dispositivos utilizado para disciplinar a quienes no forman parte de los grupos hegemónicos o se rebelan ante ellos.

 

Wood y Salahi en Mauritania.

 

Pocos días después de su liberación, Salahi llamó a un teléfono de Portland donde residía uno de sus antiguos carceleros, Steve Wood. Desde África Occidental, Almohada lo invitaba a convertirse en el padrino de su hijo, Ahmed. El ex integrante de la Guardia Nacional de Oregon viajó a Mauritania para reencontrarse con quien le había estimulado una fuerte espiritualidad y un sentido de la vida. Junto repitieron versículos del Corán.

 

 

 

 

[1]. http://bit.ly/2VQMjoF

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