Guerras y futuro

La nueva ruta de la seda y la cuestión del petróleo frente a la transición energética global

 

Rusia [1] e Irán poseen alrededor del 20% de las reservas de petróleo crudo del mundo y más del 47% de las de gas natural. China depende en un 70% de las importaciones de petróleo de Rusia y de la totalidad de los países del Medio Oriente. A futuro también requerirá de grandes suministros de gas natural. Más del 90% del crudo iraní es comprado por China. A su vez, Irán proyecta exportar grandes volúmenes de gas natural a India y a China en las próximas décadas, posiblemente desde yacimientos gigantes en el lado iraní del mar Caspio. Por su parte, Rusia también ha apuntado a exportar más gas natural a China. Por ejemplo, las exportaciones por el gasoducto Power of Siberia –que opera la empresa rusa Gazprom desde fines de 2019– pasaron de unos 4.100 millones de metros cúbicos en 2020 a unos 22.700 en 2023. Un 47% más que en 2022. También se espera que para 2025 esa cifra llegue al máximo de la capacidad de diseño, de 38.000 millones de metros cúbicos por año (una cifra similar a la del consumo medio anual de la Argentina).

¿Sería prudente dejar afuera del análisis de la actual guerra entre Israel e Irán –y la de Rusia frente a Ucrania– la cuestión energética en el marco de una declarada guerra comercial? ¿En el contexto de la declaración realizada por los miembros de la OTAN en Vilna que reafirma el enconamiento de los países occidentales acerca de la competición estratégica con China y Rusia? Los datos indican que no, aunque el análisis tampoco puede soslayar otros aspectos de este complejo panorama geopolítico. Por supuesto que los conflictos en Medio Oriente no responden únicamente al tema del petróleo. Los enfrentamientos entre sunitas y chiitas han dividido al mundo islámico al menos desde hace 14 siglos. Irán es en gran medida musulmán chiita, mientras que Arabia Saudita se ve a sí misma como la principal potencia musulmana sunita. Si bien los países de mayoría islámica apoyan la causa palestina –en particular en el contexto de la actual guerra entre Israel y Hamas–, las tensiones políticas y religiosas en Medio Oriente continúan vigentes y marcan posturas bien diferenciadas en ambos países, pero también de otros. Así como Putin ha visto el creciente cerco de la OTAN como una amenaza existencial para Rusia, Netanyahu percibe que el cerco al Estado de Israel proviene principalmente de Irán, al que también considera una amenaza existencial para Israel. De hecho, a pesar de que Israel tiene una férrea alianza con el mundo occidental, en especial con los Estados Unidos y el Reino Unido, Netanyahu fue tal vez el único Presidente que no se atrevió a condenar la “operación militar especial” que emprendió Putin en Ucrania. La razón fue de puro pragmatismo, pero también de una afinidad ideológica respecto al uso de la fuerza militar contra toda amenaza existencial. Pero el emblema de los valores de Occidente ha sido hasta ahora Europa. La UE-27 había comenzado a elaborar un plan de paz que pasaría por la solución de los dos Estados. También ha sido el bloque más crítico respecto a la política que, en los hechos, supone un progresivo exterminio de la población civil en la franja de Gaza. Josep Borrell, jefe de la diplomacia de la Unión Europea, cuestionó duramente los ataques israelíes contra palestinos que sólo buscan ayuda humanitaria. Encerrados en un territorio casi sin salidas, sin agua ni alimentos, es muy difícil disimular que los continuos bombardeos contra blancos civiles ponen a Israel en un marco de poca legitimidad para defenderse de la acusación de genocidas. La cruda recurrencia por calificar de antisemitismo toda crítica a Netanyahu en su accionar bélico podría tener sus días contados. El Estado de Israel ha surgido precisamente del genocidio y de los desplazamientos que el pueblo judío padeció bajo el nazismo. A pesar del avance de las nuevas ultraderechas en el mundo (que en Europa denominan como populismos), no será sostenible por mucho tiempo alegar supremacía moral alguna por parte de Occidente si no reacciona humanitariamente en Gaza, pero también sin una solución positiva respecto a la creciente presión migratoria que las propias guerras agudizan, junto a una inequidad distributiva global y al interior de cada nación. Se está a un solo paso de abandonar la idea de supremacía moral por la de supremacía racial. Si bien esta tensión no es nueva para Occidente –que ha manejado con algún grado de cinismo esta cuestión antes y después de la etapa colonial–, hoy dicho manejo es mayor en un grado superlativo y –desde tiempos de Montesquieu– es sabido que “la legitimidad es el elixir de la política”. Pero en esta larga digresión que ha tenido por objeto contextualizar el reciente ataque de Irán a Israel en represalia contra el atentado israelí a la embajada iraní en Siria, me he alejado de la cuestión energética. Una que aparece oculta en los análisis sobre las dos guerras que tienen al mundo en vilo [2].

La guerra entre Rusia y Ucrania ha reconfigurado en buena medida el mapa presente y futuro de los suministros de gas natural a Europa. De hecho, tal reconfiguración ya se venía dando desde 2017 –y con mucha fuerza desde 2019– a medida que tanto Estados Unidos como Rusia comenzaron a abastecer parte del mercado europeo por medio del suministro de Gas Natural Licuado (GNL). En ese contexto, los Estados Unidos desearon y desean ganar más mercados energéticos en Europa, dado que venían invirtiendo en nuevas capacidades de licuefacción de gas natural. Europa, por su parte, es un continente que requiere de energía, pues las fuentes renovables para producir todo el suministro energético son insuficientes y técnicamente limitadas. Sobre todo, en un mundo donde al menos dos factores se vislumbran como grandes consumidores de electricidad: la electro-movilidad y el desarrollo y uso de IA. A su vez, las necesidades de gas natural por parte de la UE-27 y el Reino Unido han ido decreciendo levemente a medida que avanzó la transición energética, una que deviene tanto de los intentos por disminuir las emisiones de carbono –como medida para intentar reducir el calentamiento global– como de que constituye uno de los pilares del conjunto de transformaciones tecnológicas que supone la cuarta revolución industrial.

La cuestión de la disputa comercial con China no es idéntica para Europa que para los Estados Unidos. El 24 de marzo último la secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen, dijo que los subsidios chinos a las industrias de energía limpia crean una competencia desleal que “perjudica a las empresas y trabajadores estadounidenses”.

Uno estaría tentado a preguntarse si energías limpias y baratas no son precisamente lo que el mundo necesita para luchar contra el cambio climático, que es global.

Pero la preocupación de los Estados Unidos con respecto a la guerra comercial con China es bien conocida y tiene su contraparte en que también China abrió un litigio contra Estados Unidos en la Organización Mundial del Comercio (OMC) asegurando que desde ese país están tomando “políticas industriales discriminatorias”. Con ello se refieren a la Ley de Reducción de la Inflación de Estados Unidos, que prohíbe a los productores locales acceder a beneficios fiscales si determinadas componentes del producto fueron fabricados por empresas de China, Corea del Norte, Irán o Rusia. Y es que en el medio de esta cuestión se halla ni más ni menos que una disputa tecnológica por el dominio del mercado de los vehículos eléctricos, que constituyen uno de los ejes centrales de la transición energética para descarbonizar al planeta. Hasta ahora ha sido claro que tal postura ha sido más enfatizada por Europa, la que lanzó el Pacto Verde Europeo e instaló con fuerza –desde sectores progresistas y su socialdemocracia– el concepto de derecho al clima. Si bien Biden apoya el argumento, es bien sabido que también sufre de las presiones de los movimientos proclives a Trump, en general negacionistas del cambio climático. Por su parte, China, acusada de ser el mayor emisor futuro de CO2, ha visto en esta acusación una oportunidad de convertirse en el mayor productor de energías limpias, automóviles y vehículos eléctricos y toda la red de soporte para un mundo tele comandado, a la vez que busca acelerar su propia transición energética para evitar posibles barreras para-arancelarias en su comercio con Occidente.

Mientras que ha sido usual pensar que la preocupación central por lo que ocurre en Medio Oriente se vincula con el impacto negativo de una guerra sobre el alza de los precios del petróleo, creo que este es un legado tardío del siglo XX y nada tiene que ver con lo que ocurre y ocurrirá en lo que resta del siglo XXI. En este último, el enemigo puede ser un petróleo abundante y demasiado barato.

La fotografía más clara de lo que significaría un mundo sin movilidad basada en motores a combustión impulsados por combustibles fósiles fue la estrepitosa caída del precio del crudo hacia el primer semestre de 2020, durante los confinamientos masivos por el temor a la pandemia del Covid-19, lo que llegó a reflejarse incluso en precios negativos en los mercados futuros y cuando quedó al descubierto la fragilidad del sistema bancario estadounidense que venía teniendo grandes dificultades para cobrar los préstamos otorgados a los empresarios petroleros. De hecho, Bethany McLean, ensayista y autor del libro Saudi America (2018), sostuvo que “el fracking de petróleo nunca ha sido financieramente viable”. En cambio, dicha modalidad de explotación de hidrocarburos ha sido indispensable para obtener gas barato, cosa que es vital para su industria del acero, en franca competencia también con el de China.

Es que la expansión masiva de la electro-movilidad (y otras modalidades) en las próximas décadas desplazará inevitablemente la demanda de petróleo, por demanda de electricidad y tal vez hidrógeno. Una simulación de ello –y de su impacto potencial sobre la demanda de derivados del petróleo como las naftas y el gasoil– se infiere a partir de un ejercicio hipotético de cómo podría lucir el parque automotor futuro a escala global.

 

 

La cuestión de la ventana de tiempo –y cuándo finaliza para que la demanda de petróleo comience a disminuir de manera acelerada– no es menor, dado que el conjunto de los países que son grandes exportadores tiene sus presupuestos públicos atados a los ingresos petroleros. Por lo tanto, estas guerras en curso también contienen el ingrediente “lucha por la valorización de los costos hundidos de la industria petrolera mundial” ante “la era del fin del petróleo”.

Mientras que para la alianza occidental (principalmente la EU-27, liderada por Alemania, y países como los Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Australia, Japón y Corea del Sur, entre otros) el tema de eliminar el uso de combustibles fósiles constituye una prédica permanente, es a su vez altamente heterogénea. Por su parte, el liderazgo tecnológico de China tanto en la producción de energías renovables como en la de todo tipo de vehículos eléctricos, baterías y microchips vinculados al conjunto de las telecomunicaciones, ha superado en escala a la que los países occidentales pueden producir a esos costos. Se dice que China domina 37 de los 44 campos científicos y tecnológicos. “Las democracias occidentales están perdiendo la competencia”, se afirma a partir de un estudio realizado por el Instituto Australiano de Política Estratégica.

La disputa por la Nueva Ruta de la Seda no es sólo comercial para los bienes y servicios que se transan actualmente en el seno de la OMC, sino que involucra a los principales corredores energéticos, bienes y servicios futuros, y todo lo que atañe a conceptos tales como seguridad energética y seguridad nacional. ¿Atavismos de los años ’70 y ‘80 o nueva realidad actual?

Un escenario de bajos precios del petróleo podría perjudicar los ingresos de países como Rusia e Irán, pero a su vez favorecer a China en el transcurso de la próxima década o tal vez un poco más. A su vez, una de las opciones que tienen los países de Oriente Medio aliados al mundo occidental de no ver drásticamente reducidos sus ingresos petroleros a causa de esa gran transición energética global –lo que aplica también a grandes productores, como los estadounidenses y otros– es que la disminución de la oferta mundial de crudo y de gas natural se produzca en Rusia e Irán y otros posibles aliados. Una situación tal facilitaría los desafíos que enfrenta dicha gran transición energética para un mundo occidental plagado de contradicciones, y a su vez frío e inhumano en sus consideraciones supuestamente racionales e implacables frente al exterminio del enemigo que crea y recrea una vez más en la historia humana. Una donde los valores civilizatorios se van esfumando a una velocidad que asombra.

En este contexto, el escenario de la nueva Guerra Fría contrapone, además del interés plasmado en complejidades tecnológicas crecientes (donde China, Corea del Norte, Irán o Rusia aparecen como enemigos políticos por promover regímenes autocráticos), la cuestión de los valores.

La teocracia de Irán y el conservadurismo de Putin pueden coincidir con los valores que la nueva derecha global sostiene con respecto a la diversidad sexual, políticas de género, etcétera. No obstante, esas críticas enmarcadas en la llamada batalla cultural serán disimuladas en aras de consagrar una supuesta libertad, que se define en valores conservadores y libre mercado, o bien en valores progresistas liberales y libre mercado. Occidente está atrapado en esta polarización y no emerge una alternativa coherente.

Pero este énfasis en los beneficios del libre mercado debería permitir, entre otras cosas, la libre movilidad de la fuerza de trabajo como uno de los factores que en teoría nivelarían a largo plazo la “productividad marginal del trabajo” a escala global. Al menos los libertarios así definen al valor del salario. Por supuesto que ello no va a ocurrir en climas xenófobos, en un mundo donde hace tiempo ya la movilidad de personas entre diversos países y ciudades del mundo ha superado las anteriores migraciones rural-urbanas, donde además las guerras y conflictos territoriales agudizan la crisis de los migrantes, una más que ha favorecido a estas nuevas derechas autoritarias. Así las cosas, si el peligro es que crezca la locura, “que es cuando ya nadie cree en nada” –como lo ha manifestado Éric Sadin–, el desafío es lograr que la gente abandone las ideas simplistas que suelen favorecer la “polarización” como herramienta política.

En este contexto también pueden ser interpretadas tanto la insistencia de la OTAN en cercar a Rusia con nuevos aliados, como una forma de incitar a la acción reactiva, como el bombardeo de la embajada iraní en Siria, que ha incitado a una peligrosa respuesta de Irán con el lanzamiento de drones y misiles sobre Israel, emulando el espectáculo televisivo de la Guerra del Golfo en 1990.

Resulta bastante obvio que el complejo militar-industrial está floreciendo con mercados crecientes y que ello puede ser estimulante para la economía de Estados Unidos, siempre al borde de una recesión. Como sea, a esta alianza occidental –no necesariamente representativa de los valores que solía proclamar Occidente– le ha servido para culpar a Putin de la guerra en Europa, como lo de Irán para detener la reacción europea cada vez más fuerte respecto a las acusaciones a Israel por una política que tiende al exterminio del pueblo palestino, supuestamente justificada a partir de la acción de Hamas. Pero Netanyahu había fortalecido a ese grupo terrorista, para contrarrestar al otro movimiento terrorista que era precisamente Hezbollah, alentado por Irán. De allí que no se entendería en otro contexto razón alguna para provocar a dicho país a tener que reaccionar. En todo caso una movida geopolítica demasiado peligrosa en un territorio vasto con proximidad a potencias nucleares.

Claro que nada de esto es bueno para evitar una destrucción masiva de la especie y menos para minimizar daños al planeta o lograr alcanzar la primera civilización global que ha aprendido a vivir en paz con la tierra y con sus semejantes, aceptando la diversidad cultural, considerada un patrimonio de la humanidad.

Las proporciones de terror e incertidumbre sembradas son descomunales, frente a la posibilidad real y objetiva de crear una civilización global equilibrada y respetuosa del prójimo, algo que hace a la Justicia como valor espiritual central, donde también se requiere un reparto más equitativo de los bienes materiales. Algo hoy tecnológicamente alcanzable a no ser por la mezquindad y estupidez humana en la que nos hemos sumergido. Ello puede convertirse en algo del pasado remoto en la evolución o en el rasgo predominante de ella. En los términos que aportan las neurociencias, o damos fuerza al cerebro reptiliano (que se encarga principalmente de poner en marcha nuestras funciones más básicas y primitivas, tales como protegernos de posibles amenazas, defendernos y huir para asegurar nuestra propia supervivencia), o reforzamos el “córtex del cíngulo anterior” que está asociado con la activación altruista y la bondad, que se encuentra justo detrás del “córtex prefrontal”. El desarrollo de esta última parte ha sido posterior al del cerebro reptiliano en términos evolutivos y juega un papel fundamental en la conexión con los demás y en las respuestas pro-sociales.

Simplificando, la pregunta básica sería: ¿deseamos retroceder en nuestra propia historia biológica y evolutiva, o hacemos un gran esfuerzo para avanzar en ella?

Para la Argentina estas cuestiones suponen analizar cuidadosamente nuestra política exterior, energética, industrial, tecnológica y cultural, pero también interrogarnos acerca de si deseamos regresar al siglo XVIII, XIX o si avanzamos hacia un siglo XXI con alguna claridad del destino a alcanzar. Esta vez, la timba queda muy corta y también los fundamentalismos.

 

 

 

* El autor es profesor titular regular de la Universidad Nacional de Río Negro y adscripto a la Fundación Bariloche.

 

[1] Incluyendo a los países denominados como Comunidad de Estados Independientes, parte de la ex URSS.
[2] Sin tomar en cuenta el conflicto latente entre Taiwán y China.

 

 

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