El orden global basado en reglas, sus instituciones y su sistema de valores enfrentan una crisis de legitimidad y credibilidad a medida que Estados Unidos se aleja. “El viejo mundo agoniza –supo escribir Antonio Gramsci– y el nuevo mundo lucha por nacer”. En estos interregnos, el filósofo marxista italiano sugirió que “cada acto, incluso el más pequeño, puede adquirir un peso decisivo”.
En 2025, los dirigentes occidentales parecían convencidos de que tanto ellos como nosotros estábamos viviendo uno de esos períodos de transición, mientras el mundo de las relaciones internacionales establecido después de la Segunda Guerra Mundial se paralizaba.
Durante tales épocas, Gramsci escribió con mayor franqueza: “Se producen fenómenos mórbidos de la más diversa índole”. Y en la actualidad, no hay fenómeno más mórbido que la crisis de legitimidad de las redes de normas y leyes en las que se basaba el orden internacional: el mundo que Estados Unidos contribuyó decisivamente a crear en 1945.
Nadie puede decir que no fue advertido sobre la bola de demolición que Donald Trump estaba a punto de lanzar sobre el orden global.
El secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, explicó con admirable claridad en su audiencia de confirmación en el Senado en febrero cómo Trump renegaba del mundo que sus predecesores habían creado. “El orden global de posguerra no solo está obsoleto, sino que ahora es un arma utilizada contra nosotros”, declaró. “Y todo esto nos ha llevado a un momento en el que debemos afrontar el mayor riesgo de inestabilidad geopolítica y crisis global generacional en la vida de cualquier persona aquí presente”.
El orden internacional basado en normas debía abandonarse, afirmó Rubio. Esto, porque se había construido sobre la falsa suposición de que una política exterior al servicio de los intereses nacionales fundamentales podía ser reemplazada por una que sirviera al “orden mundial liberal, que todas las naciones de la Tierra se convertirían en miembros de la comunidad democrática liderada por Occidente”. En consecuencia, la humanidad estaba ahora destinada a abandonar la identidad nacional y convertirse en “una sola familia humana y ciudadanos del mundo”. Esto no era solo una fantasía. Ahora sabemos que era un engaño peligroso.
La evaluación de Rubio se hizo eco en la reciente estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos, con sus advertencias sobre la eliminación de la cultura europea y la determinación de respaldar a los partidos nacionalistas que creen en la “estabilidad estratégica con Rusia”. Estados Unidos ya no buscaría “apoyar todo el orden mundial como Atlas”, afirmaba el documento.
En teoría, estas parecen declaraciones relativamente coherentes con la consigna “Estados Unidos primero”, pero, en la práctica, la política exterior de Trump es un mar de confusión donde esta ideología formal no intervencionista ha chocado con intervenciones esporádicas que mezclan incómodamente las nociones de orden global con el interés nacional estadounidense. No existe una política exterior lineal para Trump, solo una rueda de excremento humano con explosiones inconexas proyectadas en el cielo nocturno. Como afirma Donald Trump Jr., como si fuera una virtud, su padre es el hombre más impredecible de la política. La naturaleza enormemente personal de la política exterior estadounidense da a los antiguos aliados de Washington la falsa esperanza de que la ruptura con Estados Unidos no es real.
En medio de este caos, ha habido un blanco constante para el desprecio de Trump: las restricciones impuestas por el derecho internacional y su sistema de valores, basado en la soberanía nacional, incluyendo la prohibición del uso de la fuerza para modificar las fronteras exteriores. En su lugar, Trump busca el “poder coercitivo puro”, o lo que se ha descrito como diplomacia mafiosa, en la que las extorsiones, el chantaje y los acuerdos son los agentes del cambio.
Ante la disyuntiva, por ejemplo, de expulsar a Rusia de Ucrania —Estados Unidos sin duda cuenta con los medios militares necesarios para hacerlo, al haber armado suficientemente a Kiev— o forjar una relación provechosa con Vladimir Putin en la que ambas partes saqueen los considerables recursos materiales de Ucrania, Trump, sin lugar a dudas, prefiere esta última opción. Ucrania, al parecer, pagará cualquier precio, soportará cualquier carga y afrontará cualquier dificultad para asegurar la supervivencia y el éxito de la economía trumpiana. Para la Unión Europea y la OTAN, este es, sin duda, el momento en que cada acto tiene el potencial de ser decisivo para la futura soberanía de Europa y la Carta de la ONU.
De manera similar, la soberanía de Venezuela, asentada sobre 303.000 millones de barriles de petróleo crudo (aproximadamente una quinta parte de las reservas mundiales), se convierte, como la de Groenlandia, Canadá y México, en el objeto de la mirada indiscreta de Trump. Advertido en redes sociales de que matar a civiles venezolanos sin el debido proceso (como ha hecho Estados Unidos al bombardear numerosos barcos en el Caribe y el Pacífico) se describiría como un crimen de guerra, el Vicepresidente estadounidense, J.D. Vance, tuvo la descarada idea de responder: “Me importa un bledo cómo lo llames”. Posteriormente, el Pentágono afirmó lo inverosímil: la legislación estadounidense permite hacer estallar a marineros náufragos varados en el agua por considerarlos combatientes que representaban una amenaza para la seguridad estadounidense.
Mientras tanto, las reglas del libre comercio se desmoronan a medida que Trump aprovecha el enorme tamaño del mercado estadounidense para extorsionar no solo a sus aliados, sino también para cambiar su política interna. La posición de un país ante la Casa Blanca no se juzga con criterios racionales, y mucho menos con su estatus democrático, sino con la relación personal de un líder con Trump y su camarilla gobernante: un orden descaradamente monárquico.
Finalmente, la ocupación y el bombardeo israelí de Gaza, con las potencias europeas a menudo como cómplices, son brutales en sí mismas, pero también desmienten la supuesta universalidad de las normas internacionales. En palabras de Majed al-Ansari, asesor de política exterior del Primer Ministro de Qatar y quien ha tenido más tratos con Israel en 2025: “Vivimos en una era de impunidad repugnante que nos hace retroceder cientos de años. Nos vemos obligados a hacer concesiones una tras otra, no para detener los actos de agresión, sino para pedir a los responsables que maten menos personas y destruyan menos barrios. Ni siquiera les pedimos que respeten el derecho internacional, sino que den un paso atrás y se alejen 160 kilómetros del mismo”.
Todo esto ha venido acompañado de un ataque abierto a las instituciones del derecho internacional que obstaculizan el poder coercitivo. Nicolas Guillou, juez francés de la Corte Penal Internacional, concedió una entrevista a Le Monde en la que explicó el impacto de las sanciones estadounidenses que le impusieron en agosto tras la orden de arresto de la CPI contra Benjamin Netanyahu por crímenes de lesa humanidad, que han cambiado todos los aspectos de su vida diaria. Guillou explicó: “Todas mis cuentas con empresas estadounidenses, como Amazon, Airbnb, PayPal y otras, han sido canceladas. Por ejemplo, reservé un hotel en Francia a través de Expedia y, unas horas después, la empresa me envió un correo electrónico cancelando la reserva, alegando las sanciones”.
Por la temeridad de defender los fundamentos del derecho internacional humanitario y el valor de la vida de los civiles palestinos ante la Corte Internacional, que se ocupa de cuestiones como crímenes de guerra y genocidio, Guillou afirmó que, en efecto, lo habían devuelto a vivir en la década de 1990. Los bancos europeos, intimidados por las amenazas de los funcionarios del Tesoro estadounidense en Washington, se apresuraron a cerrar sus cuentas. Los departamentos de cumplimiento normativo de las empresas europeas, actuando como los ayudantes de cámara de las autoridades estadounidenses, se negaron a prestarle servicios.
Mientras tanto, las instituciones europeas, incluso las firmantes del Estatuto de Roma que estableció la Corte Internacional en 2002, hacen la vista gorda. Importantes grupos palestinos de derechos humanos, como Al-Haq, también ven sus cuentas bancarias cerradas al enfrentarse a sanciones por cooperar con la CPI. Los jueces de la Corte Internacional de Justicia, el organismo de la ONU que se ocupa de las disputas intergubernamentales, han tenido que tomar medidas evasivas para evitar la confiscación de sus bienes.
Estados Unidos ha abandonado o intentado debilitar otros varios organismos de la ONU, como el Consejo de Derechos Humanos y la UNESCO. En total, se estima que ha recortado 1.000 millones de dólares en financiación para organizaciones vinculadas a la ONU y despedido a 1.000 funcionarios del gobierno estadounidense cuyas tareas reforzaban importantes funciones de la ONU.
En la Asamblea General de la ONU, escenario clave de las disputas de este año entre Estados Unidos y el resto del mundo, Estados Unidos casi que disfruta de su aislamiento. Otras instituciones multilaterales —la Organización Mundial del Comercio, la estructura del acuerdo climático de París, el G20— se han convertido en zonas de conflicto, lugares donde Estados Unidos puede afirmar su dominio o su indiferencia, ya sea ausentándose o exigiendo una humillante lealtad a sus antiguos aliados. John Kerry, ex secretario de Estado estadounidense, afirmó que, bajo el gobierno de Trump, Estados Unidos estaba pasando de líder a ser negacionista, retardador y divisor.
“Cuando Estados Unidos se retira, las viejas excusas cobran nueva vida. China no solo disfruta de una nueva libertad frente al escrutinio” sino que poco a poco llena el vacío dejado por la salida de Estados Unidos, dijo Kerry.
El alejamiento de Washington del derecho internacional y sus instituciones es especialmente triste porque, como señala el Dr. Tor Krever, profesor adjunto de derecho internacional en la Universidad de Cambridge, con Gaza “el lenguaje de la legalidad se ha convertido en el marco dominante del discurso popular y político”.
En una edición especial de la London Review of International Law, más de 40 académicos han escrito ensayos que debaten si esta repentina fe pública en el derecho internacional como precursor de la justicia es una carga que el derecho puede soportar. El derecho no puede sustituir a la política ni resolver conflictos ideológicos en un mundo polarizado. El profesor Gerry Simpson, catedrático de derecho internacional público de la LSE, afirmó que necesitaba superar sus antiguas dudas sobre la eficacia del derecho internacional “ante la enorme fe depositada en él, especialmente entre los jóvenes”.
La incapacidad de satisfacer las nuevas expectativas públicas ha dado lugar a lo que el profesor Thomas Skouteris, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Khorfakkan (EAU), describe como un “estado de ánimo finisecular” en el derecho internacional. En un artículo publicado en el Leiden Journal of International Law, Skouteris argumenta: “El léxico del derecho internacional —soberanía, genocidio, agresión— se ha vuelto casi omnipresente, saturando la atmósfera política con resonancia jurídica. Pero su ubicuidad conlleva una extraña paradoja. Cuanto más presente parece el derecho internacional, menos decisivo se percibe. Las normas se invocan con mayor frecuencia e intensidad, aun cuando su capacidad para resolver disputas o prevenir la violencia parece debilitarse. Lo que antes prometía orden se interpreta cada vez más como un cumplimiento”.
La paradoja se revela en su forma más cruda cuando los fallos del Consejo de Seguridad de la ONU o de los tribunales internacionales son invocados por líderes occidentales que, a continuación, se postran ante Trump, cediendo a sus demandas, llamándolo “papá”, como lo hizo Mark Rutte de la OTAN, y enviando regalos a cual más lujoso al Rey Sol y su familia.
Muy pocos en 2025 se opusieron a lo que el historiador holandés Rutger Bregman llamó “inmoralidad y falta de seriedad… los dos rasgos que definen a nuestros líderes actuales”.
Tom Fletcher, director de la agencia humanitaria de la ONU, OCHA, fue posiblemente una excepción. En mayo, pidió a los diplomáticos de la ONU que “reflexionaran un momento sobre las medidas que les contaremos a las futuras generaciones que cada uno de nosotros tomó para detener la atrocidad del siglo XXI que presenciamos a diario en Gaza. Es una pregunta que escucharemos, a veces con incredulidad, a veces con furia, pero siempre presente, durante el resto de nuestras vidas… Tal vez algunos recuerden que, en un mundo transaccional, teníamos otras prioridades. O tal vez usemos esas palabras vacías: Hicimos todo lo que pudimos”.
El suyo fue un auténtico grito de desesperación. Otro grito de dolor provino del ministro de Asuntos Exteriores de Omán, Badr bin Hamad Al Busaidi. En declaraciones al Foro de Oslo, un grupo de debate internacional de mediadores, en el retiro de Mascate, explicó: “Estamos preocupantemente cerca de un mundo en el que ciertos tipos de intervención extranjera —si no la invasión y anexión directa de territorio— se aceptan como parte normal de las relaciones internacionales, en lugar de como violaciones ilegales de nuestro orden internacional común. ¿Cómo ha sucedido esto?”
Al Busaidi afirma que el problema era anterior a Trump. “La moderación y el respeto al derecho internacional se abandonaron tras el 11-S, con el lanzamiento no de una, sino de dos intervenciones extranjeras, en Irak y Afganistán, aparentemente destinadas a eliminar una amenaza terrorista, pero que en realidad funcionaban como proyectos explícitos de cambio de régimen”.
Ahora, algunos en la izquierda celebran la idea de que la aparición del derecho internacional en el centro de atención ha coincidido con su pérdida de credibilidad. Los críticos compartirían la opinión del marxista Perry Anderson, quien escribió en New Left Review: “Según cualquier evaluación realista, el derecho internacional no es ni verdaderamente internacional ni genuinamente derecho”.
Argumentan que los Presidentes estadounidenses, tanto demócratas como republicanos, siempre se han eximido, en realidad, de las restricciones de la ley. Estados Unidos nunca ha sido signatario del Estatuto de Roma ni de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Roosevelt no estaba tan interesado en forjar un club de democracias, pero sí en crear un pacto de estabilidad basado en el derecho con Rusia. De hecho, el profesor John Dugard, miembro del equipo jurídico sudafricano de la Corte Internacional de Justicia, ha argumentado que la elección por parte del equipo de Biden de la frase “orden basado en normas” fue un código revelador, ya que mostraba la ambigüedad de Estados Unidos respecto del derecho internacional.
El ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergei Lavrov, lleva tiempo declarando que Estados Unidos promueve un orden basado en normas occidentales como alternativa al derecho internacional. El ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi, hizo la misma crítica en mayo de 2021 durante un debate sobre multilateralismo en el Consejo de Seguridad de la ONU. “Las normas internacionales deben basarse en el derecho internacional y deben ser redactadas por todos”, afirmó. “No son una patente ni un privilegio de unos pocos. Deben ser aplicables a todos los países y no debe haber lugar para el excepcionalismo ni para los dobles raseros”.
También para gran parte del sur global, las normas ocultan historias de violencia y jerarquía racial. Otros ven el derecho internacional, con sus referencias a la proporcionalidad, la distinción y la necesidad, como un intento inútil de suavizar la brutalidad esencial de la guerra.
Se ha dejado en manos de una generación anterior la insistencia en que existe algo valioso que vale la pena preservar. Tomemos como ejemplo la respuesta de Christoph Heusgen, presidente saliente de la Conferencia de Seguridad de Múnich, tras el discurso de Vance, en febrero de 2025, que atacaba los valores europeos.
Heusgen, quien durante 12 años fue asesor de Angela Merkel en materia de seguridad y política exterior, declaró en la conferencia: “Tenemos que temer que nuestra base de valores comunes ya no sea tan común... Es evidente que nuestro orden internacional basado en normas está bajo presión. Creo firmemente que este mundo más multipolar debe basarse en un conjunto único de normas y principios, en la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos”.
Este orden es fácil de alterar. Es fácil de destruir, pero es mucho más difícil reconstruirlo. Así que aferrémonos a estos valores.
Pero Ansari, abatido después de un año de diplomacia a menudo infructuosa en Oriente Medio, predice que estamos “pasando de un orden mundial al desorden”.
No creo que estemos avanzando hacia un sistema multipolar. Ni siquiera creo que estemos avanzando hacia un orden internacional basado en el poder. No creo que estemos avanzando hacia ningún tipo de sistema.
Nos estamos moviendo hacia un sistema donde cualquiera puede hacer lo que quiera, sin importar su tamaño. Mientras tengas la capacidad de causar estragos, puedes hacerlo porque nadie te pedirá cuentas.
* Patrick Wintour es editor diplomático de The Guardian.
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