Haz lo correcto

Si ya agotaste todas las excusas y dilaciones, ¿por qué no probar haciendo lo que debés hacer?

 

Había un capítulo de la serie Alfred Hitchcock presenta en la cual los protagonistas discutían la tesis de que el calor extremo potenciaba las tendencias violentas. Cualquiera de nosotros saltaría hoy para negarle crédito, porque de ser cierta esa idea la Argentina actual debería estar regada de cadáveres. Si con los calores que vinimos pasando nadie rompió nada aún y las sedes de las compañías eléctricas siguen de pie, debe ser porque no es verdad que los sofocones impulsan al descontrol. Pero a fines de los '80 Spike Lee decidió considerar el asunto, aunque más no fuese como disparador de temas más profundos. Y por eso escribió lo que se convertiría en su tercer largometraje: Do The Right Thing (1989), lo cual en nuestro idioma significa, literalmente, Hacé lo correcto.

La película cuenta lo que ocurre durante algunas horas de un verano tórrido, en un barrio de Brooklyn llamado Bedford-Stuyvesant. Bed-Stuy, como le dicen, se caracteriza por su interracialidad, con predominancia negra. Lo que detona la violencia es un hecho nimio: uno de los morochos del barrio cuestiona las fotos que el dueño de la pizzería local tiene colgadas de la pared. El pizzero se llama Sal (Danny Aiello), es de origen ítalo-americano y maneja ese boliche desde hace 25 años, razón por la cual se siente en su derecho de adornarlo como se le canta — con imágenes de tano-yanquis famosos: Sinatra, Di Maggio & Co. Pero como el calor acorta la mecha de todo el mundo y hay mucho vecino al pedo, varios se combinan para pedirle a Sal que incluya celebridades negras en su pared, retratos de aquellos a quienes el barrio entero —mayoritariamente afro-americano, insisto— admira o venera.

 

 

 

 

Sal se resiste. Un comité vecinal amenaza con boicotear la pizzería. La discusión escala. Sal rompe el grabador que uno de los protestones usa para propalar música incendiaria —Fight the Power, de Public Enemy— y es atacado en consecuencia. Entonces interviene la policía y hace algo que en el '89 me pareció caprichoso pero hoy, más de tres décadas después, se demostró habitual de la más trágica de las maneras: asfixia al dueño del grabador, Radio Raheem (Bill Nunn), hasta matarlo. ¿Cuántas víctimas fatales ha habido desde entonces, afro-americanos que murieron ahogados por policías que a veces, incluso, son negros también? ¿Quién ha olvidado a Eric Garner, que en 2014 fue detenido porque se lo sospechaba de un crimen pelotudísimo —vender cigarrillos ilegalmente— y estrangulado hasta que, después de decir once veces no puedo respirar, expiró? Pero vuelvo a la película: cuando los vecinos entienden que la yuta acaba de matar a Radio Raheem se pudre todo, y la locura no para hasta que la pizzería de Sal queda reducida a cenizas.

 

 

 

 

La película expone con sagacidad las tensiones raciales de las que nadie escapa, porque además de ser discriminados, todos discriminan. Los morochos bardean a los italianos, los tanos a los negros, un latino bardea a los coreanos, un blanco bardea a los portoriqueños a quienes considera estadounidenses de segunda, un coreano bardea a los judíos, y así ad infinitum. Y por supuesto, aun en el marco de esos tironeos hay matices. Uno de los hijos de Sal, Pino (John Turturro), odia a los negros y le insiste a su padre para que muden la pizzería a otro barrio. Pero Sal se niega, no sólo porque está apegado al lugar y a su historia, sino porque en términos generales no es racista, valora a su clientela y es valorado por ella.

 

 

 

 

Lo que detona el motín es la actitud de Mookie (interpretado por el mismo Spike Lee), uno de los repartidores a domicilio de la pizzería de Sal. En ese instante de tensión suprema, con los vecinos paralizados por el horror ante el crimen gratuito, Mookie levanta un tacho de basura y revienta la vidriera de la pizzería. Es entonces que la gente enloquece. El arrebato de Mookie introduce además otro subtexto, porque no sólo expresa las diferencias raciales, sino que también subraya la cuestión de la lucha de clases. Para los estadounidenses blancos de cierta prosapia, los ítalo-americanos son ciudadanos de segunda, pero para los negros, los tano-yanquis forman parte de la clase de los patrones. Y este hombre Sal, además de ser blanco, es quien paga a Mookie una guita que no le alcanza para sentar cabeza y vivir decentemente con su chica y su pequeño hijo.

El título de la película es imperativo, pero lo que el film demuestra es cuán difícil es hacer lo correcto en una situación socio-política tan encarajinada. De ello da cuenta el final, donde Spike Lee incluye dos citas de sentidos contrapuestos. Primero una de Martin Luther King: "La violencia es inmoral... porque destruye la comunidad y hace la convivencia imposible. Deja a la sociedad produciendo un monólogo en vez de dialogando... Crea amargura en los sobrevivientes y brutalidad en los destructores", dice entre otras cosas. ¿Cómo negar su lucidez? Pero a continuación viene otra cita, esta de Malcolm X: "Hay mucha gente buena en Estados Unidos pero también hay mucha gente mala y los malos son los que parecen tener todo el poder... No estoy en contra de recurrir a la violencia cuando se trata de auto-defensa. Ni siquiera la llamo violencia cuando se trata de auto-defensa. La llamo inteligencia".

 

 

 

 

Ugh. ¿Soy yo, nomás, o lo de Malcolm X también es inapelable? Porque la mayoría de nosotros rechaza la violencia pero no dejaría de defenderse si, por ejemplo, nuestros hijos son atacados de algún modo. Para colmo, Spike Lee termina de empiojarla cuando a continuación pone una foto de Luther King y de Malcolm X riendo juntos, como si sugiriese que debe haber alguna forma de encontrar terreno común entre ambas posiciones.

La realidad es tan compleja en estos días que es difícil tener claro qué sería hacer lo correcto. De hecho, si prestamos atención a los líderes de sectores de opinión que pretenden tenerla clarísima, uno termina por asumir que cuestionarse y dudar es, ante todo, un signo de inteligencia. En esta semana, sin ir más lejos, Pato Bullshit llamó a "arrollar" al kirchnerismo y Ricardo Ley de Murphy —porque encarna científicamente la peor de todas las opciones— anunció que en diciembre "acabarán con el caos". (El caos vendríamos a ser nosotros, se sobreentiende.)

 

 

 

 

Pero de momento asumo que el calor influye, aunque aún no haya llegado a encender la mecha de lo que podría estallar. Este martes por la tarde, al regresar a mi barrio —que es una versión local de Bed-Stuy—, descubrí que cuatro patrulleros rodeaban la vidriería de la esquina, cuyos escaparates estaban detonados. Mi compañera se dirigió a los cartoneros que estaban sentados en la vereda de casa, y ellos respondieron que una paquera —una mujer dada vuelta, bah— había reventado esa vidriera pero también la de un local más, la otra vidriería que existe en la misma cuadra. Pero como yo necesito chequear la información, le pregunté a Ale, el chino del chino de al lado, que es quien se las sabe todas. Ale me confirmó que había sido la compañera, o ex compañera, del dueño de las vidrierías, durante lo que aparentaba ser un acto de retaliación ante alguna putada masculina.

¿Podemos consensuar en este punto que si el calor no afloja nos va a enloquecer a todos, y seguir adelante?

 

 

 

Todo en todas partes al mismo tiempo

Do The Right Thing fue un exitazo. Pero muchas de las reacciones críticas disimulaban apenas el temor del establishment —más blanco que moco de candidato a la gobernación de Buenos Aires— a la reacción del pueblo afro-americano. Creo que Spike Lee, que es un cabrón que no se come una, no ha dejado de mosquearse al respecto desde entonces. En su momento resaltó la condescendencia que entrañaba pensar que los morochos iban a salir del cine a quemar todo. "Nadie imagina que el público va a empezar a matar gente después de ver una de Schwarzenegger", dijo entonces. Y apuntó, con gran inteligencia, que muchos críticos blancos discutían si Mookie había hecho o no lo correcto, pero nadie discutía el accionar de los canas que se cargaban a Radio Raheem totalmente al pedo. En efecto: ¿qué sería más grave entre las cosas que el film cuenta, la destrucción de la propiedad privada o el asesinato de un joven negro? La pregunta es retórica. Todos sabemos, tanto allá como acá, cuáles son las cosas que la oligarquía lamenta y cuáles le importan un pito.

Lo preocupante es que las cosas no hayan mejorado nada desde entonces, o incluso que hayan empeorado. Durante la edición 2021 del festival de Cannes, la viuda de uno de los más populares críticos estadounidenses, Roger Ebert, recordó cuán indignado había estado su marido por la negativa del jurado de 1989 a premiar a la película. Llegó al extremo, contó ella, de prometer boicotear el festival por esa razón. Spike Lee añadió que en aquel momento la prensa de su país estaba persuadida de que el film detonaría motines en todo el territorio estadounidense. Pero de inmediato puso el acento en aquello que lo irritaba más: "Uno querría creer que, después de treinta putos años y pico, los negros ya no seríamos cazados como animales, pero..." Este mismo lunes, el FBI informó que los crímenes raciales aumentaron un 11,6% durante 2021, último año tabulado.

 

 

Spike Lee.

 

 

Habrá quien considere que esta realidad nos es ajena. Por el contrario, está íntimamente vinculada a la nuestra. Aquí no existen millones de afro-americanos —la etnicidad de aquel a quien, entre lo despectivo y lo campechano, el mundo llama negro—, pero sí existe una mayoría que es marrón con ganas, y exhibe innegables rasgos de nuestros pueblos originarios. Lo que hay en común entre los negros del norte y aquellos que aquí somos considerados negros es que, a pesar de que formamos el grueso de aquellos que son consistentemente apaleados, gaseados y reprimidos por las fuerzas públicas, somos los únicos a quienes se considera y define como violentos. Cuando uno lo piensa el absurdo se torna evidente, pero eso no desmiente la percepción imperante en materia de discurso político y mediático. Nos han perseguido, secuestrado, encarcelado injustamente, torturado, violado y asesinado en cantidades industriales, y por cierto: en este preciso momento nos amenazan también, insinuando la que nos espera a partir de diciembre... ¡pero los violentos somos nosotros!

Walsh entendió que las clases dominantes pretendían que los trabajadores no tuviésemos historia, con la intención de que cada lucha se viese forzada a empezar de nuevo desde cero, separada de las luchas anteriores. "La experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan", escribió. "La historia aparece así como propiedad privada, cuyos dueños son los dueños de todas las cosas”.

Vivo con una sensación que quizás deba al 24 de marzo inminente. No es déjà vu, porque no experimento algo que percibo haber vivido ya. Más bien se parece a la sensación de contemplar un Aleph como el que Borges situó en una casa sobre la calle Garay: un punto físico que permite verlo todo —pasado, presente y futuro— en simultáneo. Más que regurgitar cosas viejas, me siento cerca de un punto donde confluyen pliegues del tiempo que permiten identificar recurrencias, la aguja que enhebra constantes. Algo parecido a lo que expresa el título de la película que acaba de ganar el Oscar: Todo en todas partes al mismo tiempo (Everything Everywhere All At Once, 2022), que por cierto, tiene mucho de adaptación de El Aleph — tal como lo hubiese filmado Fier Faolo Fasolini.

 

Osvaldo Soriano.

 

En estos días devoré la biografía de Osvaldo Soriano que escribió Ángel Berlanga. Me resulta fascinante leer lo que cuenta del Soriano de hace cuarenta años, porque es como pasear por un paisaje por el que yo también circulé entonces, pero entendiendo poco y nada. En el edificio de La Urraca me cruzaba a menudo con una señora flaca de anteojos enormes, que trabajaba en el archivo. Se llamaba Lilia Ferreyra y era muy amable, pero yo ignoraba que había sido la compañera de Walsh durante la última década de su vida, porque —admitámoslo— creo que todavía ignoraba quién había sido Walsh. Si como el protagonista de una novela de Audrey Niffenegger —La mujer del viajero en el tiempo— pudiese volver a los momentos pivotales de mi vida, me convertiría en una peste para la pobre Lilia, abrumándola con preguntas y demandándole que me contase todo. Pero hasta el momento eso sigue sin ocurrir, me cache en dié. Sólo puedo relacionarme con mi yo de aquellos años como con un jovencito que se cruzaba a diario con la historia grande, sin enterarse de nada.

Particularmente me quedé enganchado con el revuelo que produjo Soriano cuando ganó Alfonsín. Nunca fue peronista, Soriano —más bien cargaba con ADN gorila, por parte de padre—, pero tampoco se compró la euforia que sucedió a aquel triunfo. Debe haberle pesado su conciencia de clase, propia de una familia de clase obrera – anti-peronista, insisto, pero laburante rasa. Y por eso le pegaba mal la heterogeneidad de aquellos votantes: "Liberales, oportunistas, ex exiliados, miedosos, gorilas, progresistas, escépticos, víctimas y colaboracionistas de ayer". Dice Berlanga que Soriano no le negaba méritos a Alfonsín, pero que desconfiaba de aquella coalición amalgamada por "el miedo del oficinista, la incertidumbre de los empresarios, la inquietud de los intelectuales, la amenaza del matonaje y, sobre todo, la profunda debacle de la clase obrera, hambreada, desocupada y en consecuencia exhausta de tanto sufrimiento". Releo esta última frase y pienso que no habla del '83 sino de 2023.

Le dijeron de todo menos bonito. Récord de cartas negativas inundando los buzones de la editorial. Pero no reculó. Lo perturbaba la tibieza ante los poderes que sólo entienden el lenguaje del rigor y de la fuerza. "Duele entrar a la democracia en puntas de pie", escribió. "Si los lobos tienen el sueño liviano, ¿podremos alguna vez jugar ruidosamente sin temor a despertarlos?" Esa misma pusilanimidad determinó que Alfonsín ignorase al Cortázar que, ya enfermo, había viajado al país sabiendo que sería la última vez. Lo cual logró que Soriano se calentase aún más, porque Cortázar había sido siempre amable con él, desde que todavía era un Don Nadie. "El nuevo Presidente y algún intelectual de los que se pegaban a él estimaban inconveniente el encuentro con un escritor comprometido", escribió, y agregó: "La verdad es que Alfonsín no recibió a Cortázar por razones políticas".

 

 

El Cortázar del último round.

 

 

Enrique Vázquez, que por entonces era uno de los secretarios de redacción de Humor, leyó el texto de Soriano antes de publicarlo y escribió una réplica que publicó en simultáneo. La tituló La impaciencia desestabilizadora. Allí trataba de imbéciles a quienes según él reclamaban "tribunales populares" para juzgar a los genocidas, y aseguró —flor de boutade— que en veinte días Alfonsín había hecho "muchísimo más de lo que cualquier 'revolucionario' fue capaz de hacer en toda la historia argentina". Soriano le respondió en la siguiente edición. "La diversidad de pensamiento, el disenso, nunca desestabilizan a la democracia. Tampoco quienes tienen la legítima impaciencia por la justicia", escribió. Añadió que Vázquez había abusado de su jerarquía dentro de la redacción para responder "con un exabrupto" a sus opiniones. Y concluyó así: "Francamente creo que, por su método y su estilo, si Enrique Vázquez pudiera, me mandaría la policía".

Todos sabemos cómo terminó aquel gobierno. Tres números después Vásquez renunció a Humor y saltó a la revista Libre, de la editorial Perfil.

Distintos tiempos se pliegan sobre el mismo punto. Vázquez murió la semana pasada. Sigo sin poder viajar a mi pasado, pero este se las ingenia para llevarme de visita por viejos decorados.

 

 

 

¿Habrá más penas y olvido?

Durante la semana pasada Ricardo Aronskind —colaborador recurrente de El Cohete— publicó un panorama político en La Tecl@ Eñe que mi cabeza linkeó con aquellas calenturas de Soriano ante Alfonsín. Ya desde su título: El apaciguamiento que no funcionó, le puso Ricardo. Pero ojo, que Aronskind no está hablando del ucerreísmo de los '80 sino del gobierno actual que, como diría Soriano, decidió andar por la democracia en puntas de pie, para no despertar a los lobos. Sin terminar de entender, o sin querer asumir, que los lobos ya están despiertos y cebados como nunca.

"Los principales actores empresariales del capitalismo argentino —dice Aronskind— no aceptan variantes inclusivas. Tampoco quieren un Estado capaz de operar eficazmente. Creen, en cambio, que hay margen para mayor rentabilidad y mayor exclusión social. Y no están dispuestos a transar con nadie en pos de ese único objetivo. El rechazo violento, salvaje, criminal a Cristina no es un tema personal. En ella confluyó un bloque social diverso, que pudo sostener —al menos un tiempo—, un esquema económico social diferente, que limitó un conjunto de negocios que estaban en la agenda del gran capital".

 

 

Y sigue diciendo (citaré extensamente, porque el texto es imperdible): "A las exhibiciones reiteradas de buena voluntad de Cristina, a la ya prolongada desmovilización de su espacio político, a la inhibición de asumir una postura más ofensiva frente a los enemigos jurados, se agregó la gestión de un gobierno del Frente de Todos que se lleva las palmas del buen boy scout en materia de trato con los poderes fácticos. Se trata de una situación ambigua, en la que si bien no gobierna la derecha, logra que la realidad concreta se parezca bastante a sus objetivos: Estado impotente, continuidad de la anomia económica, mala distribución del ingreso, altas rentas y ganancias para sectores concentrados".

"El gobierno —insiste Aronskind, copyright registrado— participa de esta situación de dos formas. Por un lado se encuentra encerrado en un 'corralito' generado por los poderes corporativos, que limitan drásticamente su capacidad de realizar políticas autónomas de los intereses concentrados dominantes, ya sea porque el Poder Judicial le traba las medidas progresistas, porque en el Congreso la derecha veta sus propuestas, como porque las empresas incumplen las leyes ya establecidas sin que nadie ose sancionarlas. Subyace a todo esto una violencia latente de los sectores más agresivos de la derecha, por ahora en el plano verbal, ante las medidas que no les gustan".

"Pero por otro lado, junto con ese 'corralito' externo al gobierno, cuando se observa el frente interno también aparece claro que el gobierno no tiene una vocación transformadora profunda. En todo caso, lo que pueda tener de progresista está subordinado a un condicionamiento superior: no enojar ni ofender a los factores de poder y a los grandes medios. Y no sólo en el plano de la acción: tampoco hay disposición a sostener una confrontación conceptual profunda en el espacio público y a la vista de toda la población, porque probablemente las convicciones en el Ejecutivo sean bastante borrosas, y también porque esa confrontación sería vista como agresión inaceptable por parte del poder fáctico".

 

 

 

 

"Eso explica también el completo achatamiento de la imaginación política en este gobierno: no hay capacidad para inventar nada. Eso lo lleva a ni siquiera poder intentar medidas que, sin ser confrontativas con el poder fáctico, contribuyan a aliviar la situación de los sectores populares... Las instituciones de la República, vaciadas de contenidos democráticos, se transformaron en un cepo para la soberanía popular, ya que se puede seguir votando… pero no gobernando de acuerdo a las propias convicciones. O gobierna la derecha, o se gobierna como la derecha quiere".

Dejo por fin de abusar de la buena voluntad de Aronskind, no sin antes citar la pregunta que su texto deja flotando: "¿Qué se hace frente a una democracia vacía de vocación popular, controlada por los poderes fácticos?"

Eso. ¿Qué se hace? El panorama de don Ricardo tiene algunos párrafos más, que sin embargo no logran —como no lo logran muchos de mis textos, como seguramente no lo logrará este— responder la pregunta acuciante. ¿Qué sería, en esta hora, hacer lo correcto? ¿Seguir bancando y votar en octubre al candidato chirle que encabece la boleta nacional? ¿O tiene razón Soriano cuando dice que ya no podemos andar más en puntas de pie, cuando explica que disentir y reclamar justicia no es desestabilizar? Berlanga reproduce también frases del Soriano cuya calentura no había menguado en pleno menemismo. En un texto donde abomina de la obediencia debida y el punto final de Alfonsín y de la amnistía que dictó Carlos Saúl, el autor de No habrá más penas ni olvido cierra un párrafo con una demanda que supone una variación de la pregunta de Aronskind: "¿Hasta cuándo vamos a vivir con la mierda hasta el cuello?"

 

 

 

Este martes, almorzando con Rinconet, nos acordábamos del momento en que Néstor decidió derogar las leyes que impedían juzgar a los genocidas. (Algo que el Congreso llevó adelante en 2003, es decir al poco tiempo de la asunción de Kirchner, y que la Corte Suprema —otra Corte, se entiende— certificó en 2005.) Ambos habíamos oído la anécdota de labios de Alberto Fernández, que tenía fresco el desconcierto que sintió cuando Néstor le dijo que tomase alguno de los proyectos de derogación de la amnistía presentados en el Congreso, para impulsarlo. "Pero, Néstor —dice Alberto que le dijo entonces—, mirá que esto nunca pasó en la historia". A lo que Kirchner le respondió: "Bueno, entonces será la primera vez".

"Desde mi condición de profesor de derecho penal yo funcionaba de otra forma, me preguntaba si eso era jurídicamente viable", recordó Alberto. "Y él me vio cara de no estar en la misma sintonía y me dijo: 'Probamos con la obediencia debida y nos fue mal. Probamos con el perdón y nos fue mal. ¿Por qué no probamos con la justicia?'"

Eso. ¿Y si probamos a calcular menos y a temer menos y ayudamos al pueblo argentino a actuar en defensa propia, haciendo lo correcto?

 

 

 

 

 

 

 

 

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