Hermosamente Cátulo

El poeta y compositor de tangos que entendió que la vida es una herida absurda

 

Si a la noche se la parte en dos mitades, algo mágico va a suceder.

Fue en el Boliche de Roberto, año 2002. Entre las mesas humosas, mojadas de vino espeso, el cantor Osvaldo Peredo –de voz chiquita pero grande en matices– salió al ruedo. Por aquellos años, oírlo era como acariciarle la papada a Dios. Su manera de decir el tango, de masticar la historia para ofrecerla como un cuento, te llenaba la sangre de misterios. Barajó un largo repertorio: “Gólgota”, “Sin lágrimas”, “Olvido”, “Por una cabeza”… pero de pronto, como entendiendo que todos los puchos del silencio estaban apagados, entornó los párpados, llevó sus manos al pecho, y cantó:

 

Lastima, bandoneón,

mi corazón,

tu ronca maldición maleva...

Tu lágrima de ron

me lleva

hasta el hondo bajo fondo

donde el barro se subleva.

 

Y qué se yo… lloré. Yo tenía 24 años, y sin querer, lloré.

Ni bien terminó el tango, un parroquiano –sabiendo de mi llanto– se arrimó a la mesa y me dijo esto que jamás olvidaré:

–Sabés qué pasa pibe… Después de La última curda, el Diluvio.

Meses después, hojeando notas y libros de tango, zumbándome la frase en el oído, comprendí que, aquel Diluvio tuvo nombre y fecha: Revolución Libertadora. Septiembre de 1955. Y que La última curda (Aníbal Troilo-Cátulo Castillo, 1956) quizá fue el último latido de ese corazón (de ese tango canción) que apagó sus luces, y con él, toda una época dorada.

Ahora, quiero compartirte esta versión, apenas una voz y un fueye. Qué más, qué menos.

 

El Polaco y un Leopoldo Federico endiablado.

 

Desde ese día y para siempre, la poética de Ovidio Cátulo Castillo me obsesiona. ¡Vaya nombres! Ovidio, por el poeta latino de Las metamorfosis; Cátulo (Catulo), por el de Verona que le cantó a aquella Lesbia que pudo ser Clodia.

Cierta vez comparé a Cátulo con San Agustín de Hipona, y es que todo o casi todo lo hizo: “Recorrí en 27 años toda la escala docente del Conservatorio Municipal de Música hasta llegar a ejercer su dirección. Soy autor de algunos tangos empecinados inexplicablemente con el éxito. Estuve y estoy con lo popular por gestación, frecuentación y devoción por el pueblo y sus auténticos voceros. Fui amigo de ladrones y compadres de avería por coincidencia geográfica y voluntad de aprendizaje del comprender al hombre. Pasé una infancia de miseria en el exilio de Valparaíso. Estudié violín con el maestro Cianciarullo. Fui profesional de boxeo y realicé 78 combates. Llevé mi propia orquesta a Europa. La peña Pacha Camac de Boedo me tuvo entre sus religionarios. Soy secretario de sadaic y reviento de orgullo taura por saberme en Buenos Aires…”. Y más; fue periodista, escribió obras de cine, teatro y TV; ensayos y libros: Danzas Argentinas (1947), Un Teatro Argentino para la Nueva Argentina (1953), Prostibulario (1967), la novela Amalio Reyes: un hombre, (1970); fundó MAPA, y fue hijo del poeta y dramaturgo José González Castillo, sembrador de toda una cultural nacional con sede en Boedo.

 

Papá entre nosotros. Por Cátulo Castillo (archivo L. Kaller)

 

Abandona la composición, entra en el misterio

Nombré a su padre. Él muere en 1937, Cátulo tiene 31 años y ya la vida ha comenzado a pesarle. ¿Cómo continuar sin sus consejos?, o sigue cultivando la composición (son suyas, entre otras, las músicas de Organito de la tarde, Papel picado, Acuarelita de arrabal, El aguacero, Corazón de papel, Silbando y Viejo ciego (en dupla compositiva con Sebastián Piana), o se deja llevar por ese impulso virgen que ahora lo tarasconea. Cátulo es intrépido: abandona la composición, elije escribir letras de tango.

Pues bien, la poesía, como las mejores revoluciones, está obligada a inventar nuevos mundos. Pero, ¿cómo alcanzar un color distintivo entre tanta policromía? Al parecer, la única certeza es comenzar a probarse “copiando” fórmulas. Así nacen Bichito de luz y Caminito del taller, letras que, si bien “caminan” en el ambiente tanguero, todavía no las siente propias, su sensación es haberlas arrancado del cancionero del viejo Contursi o de una página de Evaristo Carriego.

 

Cátulo, junto a Enrique Delfino, José Gobello y José Barcia (archivo AGN)

 

1941, Cátulo se encierra en su cuarto antes de intentar otra letra de tango, lee unos versos de Vicente Huidobro: “Inventa nuevos mundos y cuida tu palabra;/ el adjetivo, cuando no da vida, mata”. Se arroja sobre la página en blanco, suelta unas líneas, borronea, rompe papeles, intenta una y otra vez, y cuando menos se lo espera, hace diana:

 

Paredón,

tinta roja en el gris del ayer,

tu emoción de ladrillo feliz

sobre mi callejón

con un borrón

pintó la esquina.

 

Ahora, todo es posible. Deja el borrador de “Tinta roja”, y se inventa un nuevo paisaje. A mano alzada escribe: ¡Barrio de Belgrano!¡Caserón de tejas! ¿Te acordás, hermana, de las tibias noches sobre la vereda?; otra vez hace diana.

 

Caserón de tejas por María Graña, Franco Luciani, Esteban Morgado, en vivo, 2018

 

A lo largo de la década del ‘40 y hasta 1975 la obra de Cátulo gana en espesor, es una obra sólida, prácticamente sin ripios. En ella hay de todo y para todxs: inventó una saga: La última curda, El último farol, El último cafiolo, El último café; cuando quiso escribir con la mano de Discépolo, nos regaló: Desencuentro, Tortura, ¿Y a mí, qué?; en el tango Domani llevó al paroxismo las rimas encadenas; en María todo el imaginario nerudiano de 20 poemas de amor y una canción desesperada. Y como si eso no bastara, escribió piezas de raíz folclórica, y hasta una operita de canciones infantiles.

 

Cátulo bifronte

Me gusta pensarlo así, a la manera de Jano (el Dios de los dos rostros); es decir, un corpus de su obra mira y vive dentro del imaginario popular del barrio, centrado en la intimidad de su cotidiano, donde no hay culpas ni quejas, todo es caricia. Su relación con árboles, calles, patios, objetos, es una relación entrañable, llena de apego y sentido de pertenecía. Si cae una lágrima será celebratoria y tendrá la melancolía dulce de lo eterno. En esta órbita se inscriben no sólo Tinta roja y Caserón de tejas; también asoman Patio mío, Patio de la morocha, Café de los Angelitos, La calesita, Milonga del Mayoral, entre tantas canciones, sin olvidar esta belleza: El trompo azul.

 

El trompo azul por la Tana Rinaldi (1973)

 

¿La oíste? ¡Cuánta vida celebrada en lo simple! La prosopopeya del trompo a escala de hermano. El zumbido en la palma de la mano de las chicas del barrio, esto es, un trompo como extensión de una mano que quiere ser caricia o cosquilla, y en el pudor de ese gesto que no se anima: la antesala del amor. ¡Qué sensibilidad la de este hombre! para venir a decirnos que el sonido del trompo arrancándole un silbido al agua, es “la poesía del grillo del zanjón”. ¡Y cuánto de sabio en este símil!: “más la tierra girando alucinada, como un trompo gigante de la nada nos traicionó, llevándose al confín, la esquina y el jazmín, la luna y tu mirada”. Ahora, te pido que guardes el trompo (yo ya lo hice); nos espera el patio, ¿cuál?; ¡ese! el “de la ropita colgada, de la barra que silbaba, y el sabalaje bravío”; que, en la voz de Aida luz, toma dimensión de patio de extramuros, sencillito, íntimo, con cielo de parra y mate curado.

 

Patio mío por Aida luz y la orquesta de Pichuco (1953)

 

El otro rostro de Cátulo, el otro corpus, maneja un lenguaje que se repliega en sí mismo. Acá tampoco hay culpas ni quejas (ese es el juego). Es el hombre aturdido, embotado en su propia ciénaga; el que ya no pide calle, sólo una mesa de bodegón frente a un triste ventanal, o un cuarto de hotel sin nadie. Ya entendió que “la vida es una herida absurda”, y que la única salida se dará “corriéndole un telón al corazón”, pero a veces “ni el tiro del final te va salir”, por eso será mejor “la copa del alcohol hasta el final”, hasta soñar que llega el abrazo de su amigo-hermano (un tal Homero Manzi) que, de tanto “pensar la vida, tiraba madrugas por los ojos” como el viento de esa voz de mujer “que silba la tortura del final”.

 

Una canción por Jorge Casal y la orquesta de Pichuco (1953)

 

Un inédito

Cátulo –como Discépolo y Manzi– tampoco quiso dar el salto a la poesía de libro editada, creía, tal vez, que su único país en verso era la canción. Y, sin embargo, dejo en la soledad de sus cajones algunos poemas sueltos, inéditos, que gravitan en torno a cuatro de sus mayores obsesiones: el hombre, los bares, los mares, los puertos.

 

Usted señor

Si usted no ha estado nunca sentado en un café,
viendo caer el agua detrás de un ventanal;
ausente de la vida y la muerte. Si usted
no ha estado nunca, solitario en un bar
de una ciudad remota con un nombre en inglés,
los bolsillos vacíos, y una ausencia total
de rumbos, de esperanzas... Pensando
que todo es inútil y engañoso. Y que todo es banal...
Si usted no ha contemplado los barcos que se van,
dejándole un paisaje que se muere de gris,
y ese par de maletas, que aunque se ven, no están,
tapadas por los rótulos: Londres, Berlín, París...
es porque tiene un alma pura. De celofán,
y que, a pesar de todo, nunca ha sido feliz...

 

El médium

Cuentan que, además, era brujo, médium. Él mismo compartió la experiencia del tango Mensaje. Brevemente: muerto Discépolo, Tania le entrega una melodía de Enrique. Cátulo la guarda en un bolsillo de su saco y la olvida. Pasan los meses. Una noche sueña que Enrique le dicta una letra, un “mensaje”, se despierta y de un tirón la escribe. Recuerda aquel viejo papel olvidado en un saco, revisa, encuentra, coteja letra y melodía, prácticamente todo coincide.

Músicos amigos de Cátulo me han referido que dominaba la hipnosis y sanaba; pero lo más enigmático es la historia de la medallita (que dicen) llevaba en el pecho. La misma presagiaba una fecha: 19 de octubre de 1975; ese día (no otro), entró en el silencio.

César Tiempo (poeta y sabio, amigo íntimo), dijo una vez: “Cátulo tenía la alegría de los santos”. Le creo. Amén.

 

 

 

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