Hipocresía internacional

Para el colonialismo, no todos los muertos valen lo mismo

 

El pasado lunes 13 de noviembre, las 27 naciones de la Unión Europea condenaron conjuntamente a Hamás por utilizar hospitales y civiles como “escudos humanos” en la guerra contra Israel. El jefe de Asuntos Exteriores de la Unión Europea, Josep Borrell, dijo que el bloque también pidió a Israel “la máxima moderación en los ataques para evitar víctimas humanas”. Por su parte, Hamás acusó a Borrell de distorsionar los hechos y describió sus comentarios “indignantes e inhumanos” como un acto de “encubrimiento” para que Israel “cometa más crímenes contra niños y civiles indefensos”. Estas declaraciones de la Unión Europea son del mismo tenor que las formuladas el pasado 12 de octubre por el secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, cuando aseguró que los civiles de Gaza no son el objetivo de los ataques israelíes y acusó a Hamás de usarlos como “escudos humanos” ante los bombardeos de Israel. “Hamás continúa utilizando a civiles como escudos humanos, algo que no es nuevo, algo que siempre ha hecho, poniendo intencionadamente a civiles en peligro para protegerse”, declaró Blinken en una rueda de prensa en Tel Aviv. El argumento de que Hamás usa a los civiles como escudos humanos viene siendo esgrimido por Israel desde años atrás, cuando inició su política de bombardeos en Gaza. En julio de 2014, la embajada israelí en España emitió una nota en su boletín electrónico afirmando que “Hamás se aprovecha de que las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF) que evitan atacar objetivos en los que sabe que hay civiles. Hamás, al igual que las otras organizaciones terroristas implicadas en la Franja de Gaza, ha adoptado diferentes tácticas para utilizar civiles como escudos humanos. Animan a los civiles a subirse a los tejados para evitar que las casas de los terroristas sean objetivo militar de la Fuerza Aérea israelí”. La nota venía acompañada de un video editado por el ejército israelí donde supuestamente se verificaba lo expuesto.

 

 

 

Un argumento cínico

La expresión “escudo humano” es un término proveniente del lenguaje militar que describe la colocación deliberada de no combatientes en los objetivos de combate para disuadir al enemigo de atacar esos blancos. También puede referirse al uso de personas para proteger a los combatientes durante los ataques, forzándolos a marchar frente a los combatientes. El empleo de esta táctica es considerado un crimen de guerra según los Convenios de Ginebra de 1949, el Protocolo adicional I de los Convenios de Ginebra de 1977 y el Estatuto de Roma de 1998. De modo que cuando Hamás ha secuestrado ciudadanos israelíes trasladándolos a Gaza en calidad de rehenes, a la luz de esa legislación, habría incurrido en un crimen de guerra.

Ahora bien, sostener que Hamás utiliza a los propios gazatíes, a sus mujeres y a sus niños como “escudos humanos”, subiéndolos a las azoteas de los edificios para supuestamente evitar los bombardeos de los edificios en Gaza, es un argumento cínico que solo puede ser repetido por personas necias o de un cinismo equivalente. Si tenemos en cuenta que al momento de escribir esta nota son más 11.500 las víctimas causadas por los bombardeos en Gaza, entre los cuales se encuentran alrededor de 4.700 niños, la magnitud de la catástrofe humanitaria invalida el argumento de que se trata de “escudos humanos”. Haciendo un ejercicio de ficción resulta completamente absurdo y ridículo imaginar que los padres, acompañados de sus mujeres y sus hijos, corren presurosos a ponerse bajo el alcance de las bombas arrojadas por Israel sobre los edificios civiles. El uso disuasorio de los “escudos humanos” solo es concebible desde una perspectiva racional cuando esos escudos son personas del bando atacante, no cuando forman parte del grupo atacado. El ejemplo habitual se produce cuando los asaltantes de un banco, sorprendidos por la policía, utilizan a los clientes como “escudos humanos” para posibilitar su huida. Se parte del supuesto de que la policía no disparará sobre los delincuentes para evitar el riesgo de herir o matar a los rehenes. Obsérvese que el recurso funciona cuando el grupo atacante —en el ejemplo la policía— respeta los derechos humanos de los civiles implicados en la acción porque los considera integrantes de su propio grupo de pertenencia. Pero carece de eficacia cuando se asiste a una acción bélica dirigida a provocar la muerte y destrucción de un grupo étnico diferente o una población considerada “enemiga”. El Presidente Lula invoca otro argumento de naturaleza similar. “Si yo sé que en un lugar puede haber un monstruo, no puedo matar niños para matar el monstruo. Así de sencillo”. Y ha añadido que los niños y mujeres que están muriendo en Gaza “no están matando soldados”, de allí que no dude en considerar que “la actitud de Israel es de terroristas”.

En las guerras siempre operan mecanismos inconscientes de extensión de la responsabilidad a todos los integrantes del bando enemigo. Como señala Luis Miller en su libro Polarizados (Deusto), el tribalismo —que es un modo elegante de designar al racismo— es consustancial a la naturaleza humana, y nuestra mente tiene una tendencia a favorecer y ser leal con los integrantes de nuestro grupo y hostil con los grupos rivales. En las guerras el objetivo es matar al máximo número de enemigos y esto se consigue deshumanizándolos o degradándolos a la condición de animales. De allí que la tentación a utilizar el castigo colectivo es muy fuerte. Luigi Zoja en Paranoia (FCE) señala que “la animalización del enemigo es un rasgo común a todas las guerras totales del siglo XX”. Acude al ejemplo del almirante estadounidense William Halsey, que no perdía ocasión de etiquetar a los japoneses como “animales estúpidos” o como “monos”. Añade que “una investigación llevada a cabo en 1943 demostró que la mitad de los estadounidenses estaba convencida de que iba a ser necesario matar a todos los japoneses para lograr la paz”. Esto explica también por qué la bomba atómica se arrojó sobre Japón y no sobre Alemania, una nación blanca étnicamente más afín a los norteamericanos. Así, que las brutales violaciones a los derechos humanos que se verifican en Gaza sean aceptadas sin críticas por la mayoría de los ciudadanos de Israel no debe sorprender. “Estamos combatiendo contra animales humanos y actuamos en consecuencia”, dijo el ministro de Defensa de Israel, Yoav Gallant, y el ministro Amijai Eliyahu, del partido ultraderechista Legado, sugirió lanzar una bomba atómica sobre Gaza, porque allí “no existen no involucrados”. El ex diputado del Likud, Moshe Feiglin, más condescendiente, solo exigió en la televisión israelí que Gaza sea “aniquilada” y que se convierta en un nuevo Dresde.

 

 

La doble vara de medir

Los bombardeos actuales sobre Gaza traen a la memoria los bombardeos de la OTAN sobre la República Federal de Yugoslavia en 1999, no solo por la similitud en el accionar militar, sino también porque marcan la diferente vara de medir de la denominada “comunidad internacional” frente a hechos similares. Como se recordará, aquella guerra fue una iniciativa unilateral de los países de la OTAN que se adoptó sin contar con la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU. El argumento utilizado fue el castigo por la supuesta violación de los derechos humanos del ejército serbio en la provincia de Kosovo. De modo que fue la primera guerra por “razones humanitarias” que registra la historia.

Los bombardeos se iniciaron el 24 de marzo de 1999 y se prolongaron hasta el 11 de junio de ese año, cuando Slobodan Milošević, por entonces Presidente de Serbia, aceptó las condiciones exigidas por las fuerzas aliadas. Los F-18 Hornet de la Fuerza Aérea Española fueron los primeros aviones de la OTAN en bombardear Belgrado y la orden de comenzar la guerra la dio el entonces secretario general de la OTAN, el socialista español Javier Solana. A lo largo de esos meses, la OTAN hizo algo similar a lo que está haciendo Israel en Gaza: bombardeó objetivos económicos y sociales estratégicos, como puentes, instalaciones militares, instalaciones gubernamentales oficiales y fábricas, utilizando misiles de crucero de largo alcance para atacar objetivos muy defendidos, como instalaciones estratégicas en Belgrado y Pristina. Las fuerzas aéreas de la OTAN también se enfocaron en la infraestructura civil, como las plantas de energía, las plantas de procesamiento de agua, y la emisora estatal, causando mucho daño ambiental y económico en toda Yugoslavia. El 7 de mayo, la OTAN bombardeó la embajada china en Belgrado, matando a tres periodistas chinos, con el increíble argumento de que había sido un error por “haber utilizado un mapa obsoleto de la CIA”. El saldo final de víctimas civiles fue, según Human Rights Watch, de alrededor de 500 ciudadanos, mientras que los militares serbios abatidos superaron la cifra de 1.000. La OTAN, que se limitaba a bombardear desde 16.000 pies de altura, fuera del alcance de la artillería antiaérea, no sufrió ninguna pérdida humana.

Lo más notable de aquella guerra europea ha sido el argumento utilizado para justificarla. Se afirmó entonces que el objetivo era evitar una limpieza étnica en la provincia de Kosovo, donde operaba el denominado Ejército de Liberación de Kosovo, integrado por miembros de la étnica albanesa que residían en esa provincia y querían la anexión de ese territorio con Albania. El ELK utilizaba una estrategia terrorista dirigida a atacar civiles, como lo revela el hecho de arrojar granadas en los bares de parroquianos serbios. Se puede establecer una cierta similitud entre los métodos utilizados por el ELK en Kosovo con los de Hamás en Israel. El ejército serbio combatía al grupo insurgente con la rudeza habitual de los ejércitos en campaña, pero Serbia había autorizado la presencia en el terreno de 1.400 observadores de la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) de modo que existían ciertas garantías de que se respetaban los derechos humanos. El episodio que desencadenó la guerra fue la denominada “masacre de Racak” cuando el ejército serbio entró en esta población y mantuvo un enfrentamiento con guerrilleros del ELK. Como resultado del intercambio de disparos quedaron sobre el terreno 45 cuerpos sin vida, sin que pudiera precisarse si correspondían al grupo guerrillero o también a civiles. Hubo una rápida investigación donde un equipo forense yugoslavo y bielorruso apoyaba la tesis de que los muertos eran combatientes del ELK, mientras que otro equipo de expertos enviados por la Unión Europea no encontró evidencias de que los muertos fueran combatientes. Años después, ante el tribunal que juzgó a Milosevic, la fiscal retiró los cargos por este episodio por falta de pruebas. No obstante, la OTAN, que venía preparando la intervención militar contra el régimen de Milosevic, declaró que se trataba de una masacre de civiles y utilizó el episodio para justificar el inicio de los bombardeos. En realidad, la intervención respondía a una política de expansión de la OTAN, que buscaba provocar la caída de Slobodan Milošević, un aliado de Rusia. La OTAN había conseguido el ingreso de Hungría, Polonia y República Checa, mientras que Albania, Rumanía y Bulgaria ya habían solicitado su incorporación. Como reconoció Madeleine Albright, secretaria de Estado de Estados Unidos, en una nota publicada en el diario El Mundo de España (edición del 8 de abril de 1999), “esta zona es la pieza perdida y esencial del rompecabezas de una Europa libre y unida”.

Todo el repaso de aquellos episodios sirve ahora para dejar en evidencia la doble vara de medir de los países de la Unión Europea. La muerte violenta de 45 personas en dudosas circunstancias habilitó una “intervención humanitaria” en Yugoslavia que provocó un inmenso daño humano y material muy superior al original. La espantosa masacre a la que está sometido el pueblo palestino, que contabiliza más de 11.500 muertos, no provoca en los países europeos una preocupación equivalente a la registrada en Kosovo. Y en el colmo del cinismo, aparece Josep Borrell para sostener que los muertos son “escudos”, es decir, buscando subliminalmente asimilarlos a meros objetos de usar y tirar, que no cuentan como seres humanos en la contabilidad de los países europeos. Como señala Luigi Zoja, este ha sido siempre el signo de identidad del colonialismo: considerar que no todos los seres humanos valen lo mismo.

 

 

 

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