HIROSHIMA, 78 AÑOS DESPUÉS

Mercados crecientes sobre la base del consumo son lo que lleva al progreso tecnológico

 

La recientemente estrenada película Oppenheimer, que recrea la sinuosa biografía del padre de la bomba atómica, el físico J. Robert Oppenheimer, tienta a ser vista —al menos en uno de sus posibles ángulos— como un expresión de lo que se mueve en torno al actual reperfilamiento manufacturero norteamericano y la tecnología en general. Si se opta por ese abordaje, es posible identificar algunas tendencias en el entuerto interno norteamericano que se ventila como encontronazo con China. Ese ejercicio, dada las transformaciones que están operando en la acumulación a escala mundial, no sólo da cuenta por dónde vamos, sino que además permite otear algunos indicios de adónde iremos a parar. También induce a hurgar en ciertas ideas acerca del desarrollo y la tecnología, incrustados en amplios sectores de la clase dirigente argentina, identificados con las mayorías nacionales. Al practicarle esa suerte de vivisección, se deslindan los mitos debilitantes y las realidades que fortalecen.

El primer dato para tener en cuenta lo aportó a mediados de la semana Fortune, la revista históricamente enfocada en la vida de las grandes corporaciones, con su ranking Global 500, que enlista de mayor a menor al medio millar de empresas más grandes del planeta. Las primeras diez corporaciones del Global 500 son: 1) Wallmart (Estados Unidos); 2) Saudi Aramco (Arabia Saudita); 3) State Grid (China); 4) Amazon (Estados Unidos); 5) China National Petroleum (China); 6) Sinopec (China); 7) Exxon Mobil (Estados Unidos); 8) Apple (Estados Unidos); 9) Shell (Inglaterra); 10) United Health Group. No es una ironía menor de estos tiempos sofocados por el cambio climático que el mismo día en que se publicó el Global 500 —en el que 5 de las 10 primeras corporaciones son petroleras— se haya dado a conocer el informe realizado por el científico Andrew Pershing de la ONG Climate Central, quien, sobre la base de los datos recolectados por el Climate Shift Index (Índice de Variación Climática Cotidiana) de esa institución sin fines de lucro, calculó que el 81 % de la humanidad experimentó temperaturas inusualmente altas durante julio. El análisis encontró que durante julio, casi 7.000 millones de personas experimentaron al menos un día durante el cual se triplicó la temperatura media característica de esa estación; anomalía debida —en buena parte— al cambio climático. El estudio identificó varios puntos críticos para la influencia del cambio climático, incluidos el Caribe, América Central, el norte de África, el Medio Oriente y partes de Canadá.

En tanto la corriente El Niño juega con los gases invernaderos y se generan estas desagradables travesuras calurosas, la lista de las 10 corporaciones más grandes tiene el mensaje de siempre, con tendencia a ser desoído: la inversión es una función creciente del consumo. El ímpetu en una economía de mercado se origina en la demanda, y las empresas que están más cerca del consumo final son las que más valen. En rigor de verdad, las otras 490 también responden a esa lógica a pie juntillas. En lugar de consumir lo que ya ha demostrado ser capaz de producir, el sistema económico en que vivimos puede producir y, en consecuencia, avanzar y desarrollarse, sólo lo que se puede vender; es decir, sólo cuando existe una capacidad —real o potencial— ya disponible para el consumo.

Y esto incluye a la tecnología como factor de producción, es decir cuando está plasmada en un patente. Si no hay mercado, insistir en formar científicos con la ilusa y reaccionaria idea de que los tubos de ensayo eviten ponerle la cola a la jeringa de la lucha de clases deviene en formar cerebros con fondos públicos para que se fuguen. El problema real del desarrollo —en tanto medio para aumentar el consumo popular— viene dado por la población, que está limitada biológicamente. La consecuencia es que con el fin de aumentar la cantidad consumida por cada boca es necesario aumentar el producto de cada par de manos en una unidad de tiempo dada. En otras palabras, aumentar la productividad del trabajo se convierte así tanto en la única magnitud relevante como en el problema esencial del desarrollo económico. Entonces, tenemos que considerar que un aumento de la productividad del trabajo se puede lograr únicamente de dos maneras, a saber: poniendo una cantidad mayor de los instrumentos de producción a disposición del trabajador o bien mediante el aumento de su grado de calificación, en orden a percibir que las fuerzas impulsoras del desarrollo son la mecanización y la educación; la sustitución de las manos por las máquinas y de los músculos por los cerebros.

 

Oppenheimer

Pero para lograr eso lo único que importa es el tamaño del mercado, esto es lo que determina la masa de salarios. Al sistema le es posible crecer con las exportaciones y el consumo suntuario, pero hasta un determinado tiempo. Llegados a ese umbral, o se suben los salarios o adiós al crecimiento. Esto lo deberían tener en cuenta los cabezas de termo que se lamentan de que el 17 de octubre de 1945 arruinó la Argentina del Centenario. Exactamente sucedió al revés: el peronismo con todas sus limitaciones (que no fueron pocas) salvó al sistema de estancarse por siempre, al propender a integrar a los cabecitas negras.

Y esta dinámica de mercados crecientes sobre la base del consumo es la que lleva al progreso técnico de hoy. El progreso técnico de hoy que no es el subproducto de un desarrollo autónomo de conocimiento científico. Es un proceso para resolver los problemas inmediatos de la industria y el comercio en el marco del sistema económico en el que vivimos. Esto no previene que sea discontinuo ni que vaya acompañado de ciertos saltos cualitativos en el desarrollo del conocimiento científico; pero es la investigación aplicada la que toma posesión de la investigación fundamental. No es el progreso de la ciencia lo que secreta invenciones técnicas, es la buena síntesis que se logre en la lucha de clases la madre del borrego.

Lo que hace posible la puesta en el mercado de la innovación tecnológica es la burocracia de las grandes corporaciones o, en su defecto, la burocracia parida por el Estado. Sin esa espalda no hay forma de hacer masivo un producto, independiente de que la iniciativa haya partido de un individuo (hecho casi infrecuente) o un empresa de tamaño reducido. Justamente, el ejemplo de invención ‘burocratizada’ en el nivel más alto es la bomba atómica. Si los estadounidenses hubieran esperado a individuos o empresas privadas motivados por la búsqueda de ganancias y por el funcionamiento de las fuerzas del mercado, para inventar, patentar y ofrecer la bomba a la venta, probablemente todavía no la tendrían. Pero, en lugar de confiar en la “mano invisible”, se comportaron en esta ocasión como los planificadores más stalinistas: requisición de técnicos, asignación de una cierta cantidad de miles de millones de dólares y ordenaron hacer la bomba. Resultado: la obtuvieron, como la querían y en el momento que la querían. Oppenheimer fue el que estuvo al mando de todo ese proceso.

 

Defensa y ataque

Y así como aprendieron a amar la bomba, los Doctores Insólitos de este mundo también saben que cuando el mercado no funca o lo que funca lo lleva a chocar la calesita, hay que meter mano y planificar para que el uso de las máquinas y su evolución no se detenga. El peligroso vacío que se estaba generando en la vida de la sociedad civil norteamericana porque las corporaciones localizaban su producción en China empobreciendo a sus ciudadanos, sin enriquecer a los chinos, había que cortarlo. Trump primero y Biden a continuación, con un envase sin la rusticidad del anterior, emprendieron la reversión de la tendencia.

 

 

Y con éxito, a juzgar por lo que está sucediendo con la inversión industrial incentivada por la demanda acumulada y los fondos de la legislación emblemática de la administración Biden: la Ley de Reducción de la Inflación, la Ley de Infraestructura Bipartidista y la Ley de Ciencias y CHIPS. La inversión de las empresas en la construcción de establecimientos industriales aumentó casi un 70 % a 153.000 millones de dólares en el segundo trimestre desde el mismo período del año pasado, según datos oficiales del PIB de la semana pasada. El Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca señaló que "alrededor de 0,4 puntos porcentuales del crecimiento real del PIB del segundo trimestre provino de la inversión en estructuras de fabricación privada, la mayor contribución de este tipo desde 1981". Eso significa, en dólares corrientes, algo así como 1 billón 200.000 millones de dólares o dos PIBs y medio argentino.

El acuerdo bipartidario en los Estados Unidos ahora cayó en la cuenta de que no pueden mirar al costado de los flujos de comercio internacional y pasar por alto asuntos de índole moral, en pos de la veneración ciega de las ganancias corporativas. Conmovedor en su cinismo. Como suele suceder en estos casos, ya hay una competencia para ver quién es el proteccionista más astuto y recio. Del matiz izquierdo, la senadora Elizabeth Warren y la representante Alexandria Ocasio-Cortez, consideran que esos problemas incluyen la desigualdad sistémica y la degradación ambiental. A la derecha, el senador Marco Rubio culpa al actual modelo estadounidense de capitalismo de mercado por la subcontratación de trabajos en el extranjero y el colapso de los sistemas familiares modernos. En el mismo lado del espectro político que Rubio, el gobernador de Florida y candidato presidencial de Estados Unidos, Ron DeSantis, quien de acuerdo a las encuestas del Wall Street Journal está detrás del favorito republicano Donald Trump, ahora nuevamente acusado ante la Justicia de golpista, a principios de semana abogó por revocar el status de relaciones comerciales normales permanentes (PNTR, por sus siglas en inglés: Permanent Normal Trade Relations) con China. Este año, los legisladores republicanos ya han presentado proyectos de ley que pondrían fin al estatus de PNTR de China y entonces si una corporación quiere permanecer o ir a China debe conseguir todos los años el visto bueno del Congreso. Ninguna empresa desea entrar en ese manoseo.

El Congreso otorgó el status PNTR a China en 2000. Antes de eso, China tenía un status comercial normal condicional con los Estados Unidos que debía renovarse cada año. Estados Unidos también apoyó la exitosa oferta de China para unirse a la Organización Mundial del Comercio en 2001. Entonces, el consenso pro China entre la Administración de Bill Clinton y los líderes republicanos del Congreso era completo, aunque con sectores de ambos partidos —entonces minoritarios— que se oponían ruidosamente. Clinton sostenía: “El acuerdo creará oportunidades sin precedentes para que los agricultores, trabajadores y empresas estadounidenses compitan con éxito en el mercado chino” y advertía: “Nuestros competidores en Europa, Asia y otros lugares capturan los mercados chinos a los que de otro modo habríamos atendido” de no mediar el PNTR y el ingreso de China a la OMC.

Tanto se dio vuelta la tortilla, que la OMC está trabada y el lunes el Wall Street Journal informó que un comité del Congreso de los Estados Unidos formado para examinar todo lo que tenga que ver con China, creado por los republicanos cuando tomaron el control de la Cámara en enero, está investigando al gigante de gestión de activos BlackRock y al proveedor de índices bursátiles para invertir MSCI, luego de acusarlos de estar facilitando las inversiones en empresas chinas a las que el gobierno acusó de impulsar el avance militar de China o de abusos contra los derechos humanos. BlackRock y MSCI negaron haber actuado mal. El comité dio a entender que recién había tocado la punta del iceberg y había más gestores de activos en la mira. "La verdadera escala probablemente sea mucho mayor", escribió el comité.

El miércoles Wall Street reaccionó con la emblemática agencia de riesgo Fitch bajando la calificación de los bonos del Tesoro. Aunque nadie relacionó un hecho con otro, al argumentar que la baja se debía al creciente déficit federal y la polarización política, objetivamente está recriminando los enormes subsidios que demanda la reconversión productiva norteamericana. Aunque alguna baja bursátil se produjo, los mercados y demás deudos se tomaron más o menos en joda el patadón de Fitch al activo más seguro del planeta. Los críticos señalaron, además, que de acuerdo a los mismos criterios que enunció Fitch el año pasado, el gobierno de Estados Unidos estaba mejorando. Fitch dice que la calificación no pinta para ascender a corto plazo.

 

 

Hiroshima

Hace 78 años, el 6 de agosto de 1945, se detonó en Hiroshima la primera bomba atómica. El 9 de agosto, la segunda en Nagasaki. Desde entonces las muertes masivas que se produjeron no dejan de doler. Eso sí: el poder termonuclear en manos de las grandes potencias (tal como se manifiesta en el aristocrático Consejo de Seguridad de la ONU) hace casi nula probabilidad de guerra entre ellas.

Esa lógica del empate nuclear se aplica también a las consecuencias de la cumbre del G7 celebrada en mayo último en Hiroshima. Esto hace congeniar lo buscado por el grupo de atajar a China y lo dicho por POTUS Joe Biden en esa reunión, de que propende a un “descongelamiento” en la relación con China. Queda claro que el problema es con las propias multinacionales del G7 y su renuencia a irse de China. Eso normalmente se vende como los crecientes esfuerzos de Washington para frenar los avances tecnológicos de China y como enfrentamiento geopolítico. De esa manera nadie cuestiona la enorme masa de subsidios en danza ni la necesidad de la integración nacional. De una Hiroshima a otra, y en medio de los alardeos del mercado, es el Estado el que verdaderamente manda. Deberían tenerlo bien presente los sectores de la dirigencia argentina comprometidos con las mayorías nacionales. Los salarios de morondanga que se pagan en la Argentina se deben a decisiones políticas. Ese misma tipo de decisiones son necesarias, imprescindibles e ineludibles para dar vuelta como una media tan desangelada realidad. Para las empresas el nivel de los salarios es un dato, como la humedad o la velocidad del viento.

 

 

 

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